¿Lo qué había dicho era cierto? ¿Todo ya estaba predestinado? ¿Ya estaba dicho que él le creería a ella cuando le dijera que ese bebé era suyo, y que me odiaría a mí cuando supiera de quien era hija? Hundí la cabeza en las rodillas y enterré los dedos de los pies en el fresco césped del jardín. Permanecí en esa posición hasta que noté una mano acariciar mi espalda. Cuando alcé la vista, vi que se trataba de Alan. Enrojecí y deseé salir corriendo lejos de él, pues desde esa noche en Odisea y la golpiza que el señor Riva le había dado por mi culpa, me había propuesto evitarlo. —Lo siendo —le dije cuando se sentó a mi lado—. Por mi culpa el señor Riva te golpeó y te echó de la mansión por varios días. Lo siento. Él expiró, luego negó. —No importa, en verdad. Yo sabía lo que podría pasar si me descubría contigo. No es para nada culpa tuya. Yo conocía el riesgo, y aun así me atreví a desear estar contigo. Eso solo me hizo sentir más culpable. —Perdón por... no haberme aferrado a ti
—Debiste decírmelo. No me habría importado dejarlo todo por ti. No solo me sentí destrozada y humillada, también demasiado avergonzada como para seguir presenciado esa escena de reconciliación. Así que en silenció tanteé la cerradura de la puerta detrás de mí. Giré la perilla, ansiosa por salir corriendo de allí. Pero cuando los goznes de la puerta rechinaron al abrirse, el señor Riva al fin volteó a verme. —No se te ocurra irte —me advirtió alejando la mano del rostro de Isabela—. No te traje hasta aquí para que te fueras. Entre lágrimas retenidas y dolor, le sostuve la mirada como pude. Y con las manos detrás de mí, apreté la perrilla, con la puerta ya entreabierta. —¿Qué clase de hombre es usted, señor? —inquirí en un fino hilo de voz—. ¿Le complace verme sufrir, mientras me obliga a presenciar su reconciliación con la mujer que siempre amó? Por una vez, piense en mí como humana. Isabela sonrió levemente, disfrutando verme rota, verme perder ante ella. Pero el señor Riva fru
—Y no creas que no te considero humana, de hecho, he aprendido a pensar primero en ti antes que en nadie más —me dijo quitando mi mano de la perrilla. Contuve en aliento, analizando su expresión tranquila y sus palabras. Aun no podía creer que le estuviese dando la espalda a la mujer que había amado por más de 15 años y, más que nada, elegirme a mí. —Mi señor... —¡No lo llames así, zorra barata! —exclamó Isabela, levantándose del suelo y limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Él no es nada tuyo, basura. Basura, así solía llamarte el viejo Fabián, ¿verdad? Te va muy bien. Ella comenzó a acercarse, pero el señor Riva se interpuso entre ambas. Me colocó en su espalda, a resguardo. —Basta, Isabela —le dijo con frialdad, obligándola a detenerse a un metro de nosotros—. Te advertí que no volvieras a dirigirte a ella... —¿Crees que yo soy la única mentirosa en esta habitación, cariño? —soltó una risita dolida, mirando al hombre a quién aun amaba—. Esta zorra del burdel
Sonreí cuando recitó sus votos matrimoniales: —Me caso contigo, y entrelazó mi vida con la tuya, mi suerte con tu suerte, mis fracasos con los tuyos. Con estas palabras, te tomo por esposa, Dulce Valle, y mi corazón pasa a ser completamente exclusivo de ti. Lo miré con los ojos llenos de lágrimas de felicidad, observándolo besar el anillo en mi dedo. —Te amo, Dulce, mi Dulce —musitó mirándome con absoluta devoción y amor, derritiendo mi corazón. Y sin dejar de mirar sus ojos, fue mi turno de tomar su mano. Coloqué en su dedo anular la argolla de matrimonio, mientras recitaba: —Usted, Rafael Riva, es la sombra que me protege, y la luz que me ilumina cuando parezco estar sola. Quiero caminar a su lado toda mi vida, aferrarme a usted en los momentos de tristeza, reír con usted todas las mañanas, y apretar su mano cuando el tiempo se termine. Nos sonreímos. Él me miró conmovido, con los ojos brillantes. Y mientras el oficiante sellaba nuestra unión, yo me alcé de puntillas y lo
Se arrodilló y recogió las cartas, también mi anillo que le acababa de arrojar a la cara. Pero cuando se levantó, me entregó solo lo primero. Después, cuando vio mi piel erizada por el frio, colocó sobre mis hombros el abrigo que me había traído desde la mansión. Sin embargo, no hubo afecto ni nada. —Rafael... —Hablemos después, ahora mismo estoy agotado, confundido y tan furioso que... Sacudió la cabeza y soltó una maldición por lo bajo, apenas conteniéndose. Luego exhaló y sin decirme nada más, paso a mi lado de largo. Lo vi dirigirse a la mansión con las manos en los bolsillos. No entré con él. Pero en cuando desapareció en el interior, solté a llorar sobre el césped. No podía creer que acabase de perderlo, que nos hubiésemos dicho todo eso. Permanecí en el jardín unos minutos, dejando salir mi dolor y buscando una manera de arreglar la situación. Pero al no encontrar nada, miré el puñado de cartas en mis manos; todas ellas comprometedoras, revelaban las crueles acciones
En pleno invierno del año 1931, recorrí deprisa las vacías y húmedas calles de Londres, sosteniendo un puñado de cartas rojas en mis manos. Hasta que al fin di con una pequeña tienda de papel, y a un costado, un buzón de correos abierto. Tan rápido como pude, guardé todas las cartas en un apretado sobre negro, las até con un listón blanco de mi propio cabello. Y sobre un trozo de papel, escribí la dirección de una importante editorial dedicada a la difusión de notas periodísticas. Cuando terminé, hice entrar el gran paquete en el buzón. Inhalé profundo y me senté sobre la helada acera, apoyando la frente en el frio metal de la caja metálica. Y sumida en una especie de doloroso sopor, vi mi vestido de novia esparcido a mi alrededor, manchando de suciedad y lleno de barro. Dentro de unas cuantas horas, el sobre dejaría el buzón y sería enviado a su destino. Y un día después, sería leído por algún editor, para finalmente ser publicado como una escandalosa nota en el periódico m
Un mes después del juicio, vendí la residencia de mi padre en el bullicioso Londres y me fui al extranjero. Casi un año después, volví a la mansión victoriana donde había crecido de niña.Con nostalgia y sujetando una pequeña canasta con una mano, recorrí las amplias habitaciones antiguas, las salas enormes y espaciosas, los jardines clásicos bien cortados. Un año fuera del país me había servido para superar el desprecio de mi padre y dar vuelta de página. —Bienvenida a casa, Madame Campbell —me saludó una mujer mayor, vestida con un traje de servicio. Observó la canasta con curiosidad, pero no dijo nada al respecto, y yo se lo agradecí. Escucharla llamarme Madame se sintió extraño. Pues por mucho tiempo, estuve lejos de ser una señorita, muy lejos... Hasta que un hombre me encontró y se enamoró de mí. Sacudí la cabeza y exhalé hondo, sentándome sobre un costoso sillón rojo de terciopelo. Miré lo que había dentro de la canasta, sonriendo con alivio. El pasado ya no importaba, yo al
Esa inquietud fue lo que una noche me impulsó a aceptar una de las tantas invitaciones que se acumulaban en mi buzón. De la mano de Gustave, asistí a la primera; se trataba de una lujosa cena en una mansión cerca de la costa. Antes de reunirnos con el resto de los invitados, me detuve y apreté su mano, miré el tranquilo mar y la gran mansión cerca. Gustave pareció notar mi ansiedad, ya que se volvió hacía mí con una tranquilizadora sonrisa. —Estás preciosa, como nadie más —musitó acomodándome el chal negro sobre los blancos hombros—. Y me tienes a mí, ahora yo estaré para ti. No hay de qué angustiarse. Con su suave mirada en la mía, tomó mi mano y depositó un amable beso en el dorso. Ese gesto mitigó un poco mis nervios. —Gracias por estar aquí, Gus. Cuando se irguió, delineó mis labios rojos con suavidad. —Gracias a ti, Caramel, por recordarme y por permitirme acompañarte. En las oscuras ventanillas del coche, miré mi reflejo para ganar confianza; Gus tenía razón, yo lucia b