Acércate y conoce la segunda parte de Mi Señor. Una trama nueva, y un secreto nuevo.
En pleno invierno del año 1931, recorrí deprisa las vacías y húmedas calles de Londres, sosteniendo un puñado de cartas rojas en mis manos. Hasta que al fin di con una pequeña tienda de papel, y a un costado, un buzón de correos abierto. Tan rápido como pude, guardé todas las cartas en un apretado sobre negro, las até con un listón blanco de mi propio cabello. Y sobre un trozo de papel, escribí la dirección de una importante editorial dedicada a la difusión de notas periodísticas. Cuando terminé, hice entrar el gran paquete en el buzón. Inhalé profundo y me senté sobre la helada acera, apoyando la frente en el frio metal de la caja metálica. Y sumida en una especie de doloroso sopor, vi mi vestido de novia esparcido a mi alrededor, manchando de suciedad y lleno de barro. Dentro de unas cuantas horas, el sobre dejaría el buzón y sería enviado a su destino. Y un día después, sería leído por algún editor, para finalmente ser publicado como una escandalosa nota en el periódico m
Un mes después del juicio, vendí la residencia de mi padre en el bullicioso Londres y me fui al extranjero. Casi un año después, volví a la mansión victoriana donde había crecido de niña.Con nostalgia y sujetando una pequeña canasta con una mano, recorrí las amplias habitaciones antiguas, las salas enormes y espaciosas, los jardines clásicos bien cortados. Un año fuera del país me había servido para superar el desprecio de mi padre y dar vuelta de página. —Bienvenida a casa, Madame Campbell —me saludó una mujer mayor, vestida con un traje de servicio. Observó la canasta con curiosidad, pero no dijo nada al respecto, y yo se lo agradecí. Escucharla llamarme Madame se sintió extraño. Pues por mucho tiempo, estuve lejos de ser una señorita, muy lejos... Hasta que un hombre me encontró y se enamoró de mí. Sacudí la cabeza y exhalé hondo, sentándome sobre un costoso sillón rojo de terciopelo. Miré lo que había dentro de la canasta, sonriendo con alivio. El pasado ya no importaba, yo al
Esa inquietud fue lo que una noche me impulsó a aceptar una de las tantas invitaciones que se acumulaban en mi buzón. De la mano de Gustave, asistí a la primera; se trataba de una lujosa cena en una mansión cerca de la costa. Antes de reunirnos con el resto de los invitados, me detuve y apreté su mano, miré el tranquilo mar y la gran mansión cerca. Gustave pareció notar mi ansiedad, ya que se volvió hacía mí con una tranquilizadora sonrisa. —Estás preciosa, como nadie más —musitó acomodándome el chal negro sobre los blancos hombros—. Y me tienes a mí, ahora yo estaré para ti. No hay de qué angustiarse. Con su suave mirada en la mía, tomó mi mano y depositó un amable beso en el dorso. Ese gesto mitigó un poco mis nervios. —Gracias por estar aquí, Gus. Cuando se irguió, delineó mis labios rojos con suavidad. —Gracias a ti, Caramel, por recordarme y por permitirme acompañarte. En las oscuras ventanillas del coche, miré mi reflejo para ganar confianza; Gus tenía razón, yo lucia b
Yo lo observé, paralizada, y no precisamente de miedo. Y sin dejar de observarme, él se dirigió a mi chofer. —Déjame a solas con la señorita. El chico me miró, preocupado. Dándose cuenta de la tensión que había entre ese desconocido y yo. Aun así, asentí y el chico se marchó. Apenas desapareció, el señor Riva se alejó del coche y me sujetó el rostro entre sus manos, cubiertas por finos guantes negros de piel. Me estudió de pies a cabeza, como si yo fuese una pieza en exhibición extremadamente rara. Tragó saliva con fuerza, mirándome a detalle. —Realmente eres tú, Dulce —musitó, sonando ansioso y emotivo. Rozó mis labios con un dedo, censurándose de que fuese real. Mientras él me tocaba, yo solo podía verlo, muda y cada vez más sentimental. —Un año sin saber de ti, ni una carta, ningún mensaje... Nada sobre dónde estabas... Parpadeé con un nudo en la garganta. Y sentí un sutil cosquilleo en las yemas de los dedos. Yo también estaba ansiosa por tocar su rostro, por probar que de
Exhalé todo el aire en mis pulmones y observé con incredulidad el serio perfil de Gustave. Durante los últimos 8 años, había olvidado que Gustave nunca había sido mi amigo, sino el chico con quien mis padres me habían comprometido desde la niñez. —¿Compromiso? —se jactó el señor Riva, observando a Gustave con incrédulo desdén—. Qué gran tontería. Esa mujer a tu lado, tu supuesta “prometida", es en realidad mi... —¡Deténgase! —lo interrumpí, antes de que le revelará a Gustave nuestra verdadera relación—. Por favor, no diga nada. Se lo ruego. Mi esposo me lanzó una mirada incomprensiva, con un trasfondo de creciente molestia. Los ojos de Gustave también cayeron sobre mí con curiosidad. Pero sin decir nada más, yo tomé la mano de Gustave, al tiempo que me dirigía a mi esposo. —Hablemos en otro momento, señor Riva. Lo que debamos aclarar, que no sea esta noche. Por favor.Dicho esto, tiré de Gustave a interior del auto, y yo entré con él sin mirar atrás. Mirándome de reojo, se puso en
¿Mi esposo estaba allí, en mi casa? Automáticamente mi mirada cayó sobre mi hijo en los brazos de Kary. ¿Podría decirle que teníamos un hijo? No. Absolutamente imposible. Seguramente, tal como estaban las cosas entre nosotros, no creería que fuese suyo. —Quédate aquí. No permitas que llore. Y levantándome de la cama, corrí a vestirme. Me cambié el vestido de la fiesta por un sencillo vestido de terciopelo blanco, y después de cepillarme el cabello, me despedí de mi bebé. Besé su cabecita y le sonreí ahora que estaba despierto. —Por favor, no alarmes a papá. Con una última mirada a Kary, salí de la habitación y bajé las escaleras. Me detuve un momento a la mitad de un escalón, apreciando al hombre abajo. Vestía su habitual abrigo blanco de piel, sobre el típico traje oscuro. De espaldas a mí, estudiaba la amplia sala de muebles importados, los cuadros costosos de mi madre, las estatuillas que mi padre solía coleccionar. Inhalé hondo una vez y terminé de bajar. Solo cuando me
Caí sobre el sillón, con él encima. Pero ni aun así dejé de besarlo, y él tampoco se apartó. Todos los deseos de un año, estaban saliendo a flote por fin. Como un desesperado, acarició mi cintura, subiendo por mis costillas, tomando mis senos entre sus palmas. Mi espalda se arqueó cuando llevó sus labios a mi cuello, pegando su cuerpo al mío hasta que fuimos plenamente conscientes de cada parte del otro. Mi esposo respiró agitadamente contra mi piel, explorando mi cuerpo con las manos, mientras mis dedos se aferraban a los oscuros cabellos de su nuca. Lo abracé con las piernas, y la tela de mi vestido resbaló hasta dejar mis muslos al desnudo. Gimió en mi oído, restregándose contra mí, llevando una gran mano a mis piernas. El deseo hizo que mi temperatura corporal fuera en ascenso, y que mi corazón se volviera errático. Incluso a través de la tela de su camisa, pude sentir el mismo efecto en él; su pecho ardía, y su corazón golpeaba mi palma. —¿Lo ves? Eres mía, y no solo ante la
Me llevé los dedos a los labios rojos, sintiendo la fina tela de satín de los guantes. Con la otra mano, toqué la gargantilla de diamantes que había pertenecido a mi madre. Me estaba preparando para salir a cenar con algunas mujeres, esposas de importantes banqueros. Me encontraría con Gustave en la cena, y él me diría si estaba dispuesto a guardar mi secreto. Ese día que me descubrió con mi bebé, se fue molesto y confundido, diciendo que tenía tanto en qué pensar. ¿Podría mi amigo delatarme? ¿Qué pensaba de mí ahora que sabía sobre mi hijo? ¿Adivinaría que su padre era el señor Riva? No lo sabía, pero me moría por averiguarlo. Así que, cuando terminé de arreglarme el cabello en definidas ondas doradas y coloqué sobre él un elegante tocado blanco con plumas y redecilla fina, me volví hacia Kary. Ella me ajustó los finos tirantes de mi rojo vestido, antes de sonreír, aunque con nerviosismo. —Suerte, señorita Campbell. Le sonreí también, luego me acerqué a la cuna donde dormía mi b