Gracias por leer y seguir MI SEÑOR. Pronto la segunda parte MI MADAME. Un secreto puede destruirte... O cambiar tu existencia.
Sonreí cuando recitó sus votos matrimoniales: —Me caso contigo, y entrelazó mi vida con la tuya, mi suerte con tu suerte, mis fracasos con los tuyos. Con estas palabras, te tomo por esposa, Dulce Valle, y mi corazón pasa a ser completamente exclusivo de ti. Lo miré con los ojos llenos de lágrimas de felicidad, observándolo besar el anillo en mi dedo. —Te amo, Dulce, mi Dulce —musitó mirándome con absoluta devoción y amor, derritiendo mi corazón. Y sin dejar de mirar sus ojos, fue mi turno de tomar su mano. Coloqué en su dedo anular la argolla de matrimonio, mientras recitaba: —Usted, Rafael Riva, es la sombra que me protege, y la luz que me ilumina cuando parezco estar sola. Quiero caminar a su lado toda mi vida, aferrarme a usted en los momentos de tristeza, reír con usted todas las mañanas, y apretar su mano cuando el tiempo se termine. Nos sonreímos. Él me miró conmovido, con los ojos brillantes. Y mientras el oficiante sellaba nuestra unión, yo me alcé de puntillas y lo
Se arrodilló y recogió las cartas, también mi anillo que le acababa de arrojar a la cara. Pero cuando se levantó, me entregó solo lo primero. Después, cuando vio mi piel erizada por el frio, colocó sobre mis hombros el abrigo que me había traído desde la mansión. Sin embargo, no hubo afecto ni nada. —Rafael... —Hablemos después, ahora mismo estoy agotado, confundido y tan furioso que... Sacudió la cabeza y soltó una maldición por lo bajo, apenas conteniéndose. Luego exhaló y sin decirme nada más, paso a mi lado de largo. Lo vi dirigirse a la mansión con las manos en los bolsillos. No entré con él. Pero en cuando desapareció en el interior, solté a llorar sobre el césped. No podía creer que acabase de perderlo, que nos hubiésemos dicho todo eso. Permanecí en el jardín unos minutos, dejando salir mi dolor y buscando una manera de arreglar la situación. Pero al no encontrar nada, miré el puñado de cartas en mis manos; todas ellas comprometedoras, revelaban las crueles acciones
En pleno invierno del año 1931, recorrí deprisa las vacías y húmedas calles de Londres, sosteniendo un puñado de cartas rojas en mis manos. Hasta que al fin di con una pequeña tienda de papel, y a un costado, un buzón de correos abierto. Tan rápido como pude, guardé todas las cartas en un apretado sobre negro, las até con un listón blanco de mi propio cabello. Y sobre un trozo de papel, escribí la dirección de una importante editorial dedicada a la difusión de notas periodísticas. Cuando terminé, hice entrar el gran paquete en el buzón. Inhalé profundo y me senté sobre la helada acera, apoyando la frente en el frio metal de la caja metálica. Y sumida en una especie de doloroso sopor, vi mi vestido de novia esparcido a mi alrededor, manchando de suciedad y lleno de barro. Dentro de unas cuantas horas, el sobre dejaría el buzón y sería enviado a su destino. Y un día después, sería leído por algún editor, para finalmente ser publicado como una escandalosa nota en el periódico m
Un mes después del juicio, vendí la residencia de mi padre en el bullicioso Londres y me fui al extranjero. Casi un año después, volví a la mansión victoriana donde había crecido de niña.Con nostalgia y sujetando una pequeña canasta con una mano, recorrí las amplias habitaciones antiguas, las salas enormes y espaciosas, los jardines clásicos bien cortados. Un año fuera del país me había servido para superar el desprecio de mi padre y dar vuelta de página. —Bienvenida a casa, Madame Campbell —me saludó una mujer mayor, vestida con un traje de servicio. Observó la canasta con curiosidad, pero no dijo nada al respecto, y yo se lo agradecí. Escucharla llamarme Madame se sintió extraño. Pues por mucho tiempo, estuve lejos de ser una señorita, muy lejos... Hasta que un hombre me encontró y se enamoró de mí. Sacudí la cabeza y exhalé hondo, sentándome sobre un costoso sillón rojo de terciopelo. Miré lo que había dentro de la canasta, sonriendo con alivio. El pasado ya no importaba, yo al
Esa inquietud fue lo que una noche me impulsó a aceptar una de las tantas invitaciones que se acumulaban en mi buzón. De la mano de Gustave, asistí a la primera; se trataba de una lujosa cena en una mansión cerca de la costa. Antes de reunirnos con el resto de los invitados, me detuve y apreté su mano, miré el tranquilo mar y la gran mansión cerca. Gustave pareció notar mi ansiedad, ya que se volvió hacía mí con una tranquilizadora sonrisa. —Estás preciosa, como nadie más —musitó acomodándome el chal negro sobre los blancos hombros—. Y me tienes a mí, ahora yo estaré para ti. No hay de qué angustiarse. Con su suave mirada en la mía, tomó mi mano y depositó un amable beso en el dorso. Ese gesto mitigó un poco mis nervios. —Gracias por estar aquí, Gus. Cuando se irguió, delineó mis labios rojos con suavidad. —Gracias a ti, Caramel, por recordarme y por permitirme acompañarte. En las oscuras ventanillas del coche, miré mi reflejo para ganar confianza; Gus tenía razón, yo lucia b
Yo lo observé, paralizada, y no precisamente de miedo. Y sin dejar de observarme, él se dirigió a mi chofer. —Déjame a solas con la señorita. El chico me miró, preocupado. Dándose cuenta de la tensión que había entre ese desconocido y yo. Aun así, asentí y el chico se marchó. Apenas desapareció, el señor Riva se alejó del coche y me sujetó el rostro entre sus manos, cubiertas por finos guantes negros de piel. Me estudió de pies a cabeza, como si yo fuese una pieza en exhibición extremadamente rara. Tragó saliva con fuerza, mirándome a detalle. —Realmente eres tú, Dulce —musitó, sonando ansioso y emotivo. Rozó mis labios con un dedo, censurándose de que fuese real. Mientras él me tocaba, yo solo podía verlo, muda y cada vez más sentimental. —Un año sin saber de ti, ni una carta, ningún mensaje... Nada sobre dónde estabas... Parpadeé con un nudo en la garganta. Y sentí un sutil cosquilleo en las yemas de los dedos. Yo también estaba ansiosa por tocar su rostro, por probar que de
Exhalé todo el aire en mis pulmones y observé con incredulidad el serio perfil de Gustave. Durante los últimos 8 años, había olvidado que Gustave nunca había sido mi amigo, sino el chico con quien mis padres me habían comprometido desde la niñez. —¿Compromiso? —se jactó el señor Riva, observando a Gustave con incrédulo desdén—. Qué gran tontería. Esa mujer a tu lado, tu supuesta “prometida", es en realidad mi... —¡Deténgase! —lo interrumpí, antes de que le revelará a Gustave nuestra verdadera relación—. Por favor, no diga nada. Se lo ruego. Mi esposo me lanzó una mirada incomprensiva, con un trasfondo de creciente molestia. Los ojos de Gustave también cayeron sobre mí con curiosidad. Pero sin decir nada más, yo tomé la mano de Gustave, al tiempo que me dirigía a mi esposo. —Hablemos en otro momento, señor Riva. Lo que debamos aclarar, que no sea esta noche. Por favor.Dicho esto, tiré de Gustave a interior del auto, y yo entré con él sin mirar atrás. Mirándome de reojo, se puso en
¿Mi esposo estaba allí, en mi casa? Automáticamente mi mirada cayó sobre mi hijo en los brazos de Kary. ¿Podría decirle que teníamos un hijo? No. Absolutamente imposible. Seguramente, tal como estaban las cosas entre nosotros, no creería que fuese suyo. —Quédate aquí. No permitas que llore. Y levantándome de la cama, corrí a vestirme. Me cambié el vestido de la fiesta por un sencillo vestido de terciopelo blanco, y después de cepillarme el cabello, me despedí de mi bebé. Besé su cabecita y le sonreí ahora que estaba despierto. —Por favor, no alarmes a papá. Con una última mirada a Kary, salí de la habitación y bajé las escaleras. Me detuve un momento a la mitad de un escalón, apreciando al hombre abajo. Vestía su habitual abrigo blanco de piel, sobre el típico traje oscuro. De espaldas a mí, estudiaba la amplia sala de muebles importados, los cuadros costosos de mi madre, las estatuillas que mi padre solía coleccionar. Inhalé hondo una vez y terminé de bajar. Solo cuando me