En pleno invierno del año 1931, recorrí deprisa las vacías y húmedas calles de Londres, sosteniendo un puñado de cartas rojas en mis manos. Hasta que al fin di con una pequeña tienda de papel, y a un costado, un buzón de correos abierto.
Tan rápido como pude, guardé todas las cartas en un apretado sobre negro, las até con un listón blanco de mi propio cabello. Y sobre un trozo de papel, escribí la dirección de una importante editorial dedicada a la difusión de notas periodísticas.
Cuando terminé, hice entrar el gran paquete en el buzón. Inhalé profundo y me senté sobre la helada acera, apoyando la frente en el frio metal de la caja metálica. Y sumida en una especie de doloroso sopor, vi mi vestido de novia esparcido a mi alrededor, manchando de suciedad y lleno de barro.
Dentro de unas cuantas horas, el sobre dejaría el buzón y sería enviado a su destino. Y un día después, sería leído por algún editor, para finalmente ser publicado como una escandalosa nota en el periódico matutino.
Gracias a la mujer que me había entregado esas cartas, mi matrimonio se había roto apenas comenzó, destrozándome en el acto y dejándome sumida en una horrible agonía. Mi esposo había descubierto de quién era hija, del hombre a quién él despreciaba con el alma.
Pero también, gracias a esas cartas, yo iba a recuperar mi nombre y arruinar a mi padre, el hombre que me había empujado a una vida que nunca debí tener. La sombra del alcalde Alessandro Campbell, mi padre, había arruinado mi vida al lado del hombre que amaba. Mi padre me había dicho que yo nunca tendría forma de probar que era su hija y la cruel forma en que años atrás me había intercambiado a un loco abusivo, pero pronto descubriría cuan equivocado estaba.
Todo sucedió tal cual yo había anticipado, solo dos días más tarde, el periódico matutino publicó noticias escandalosas sobre el alcalde de la ciudad Alessandro Campbell. Se hicieron públicos retazos de las cartas que yo envié y todo mundo se enteró sobre la cruel forma en que el alcalde se había deshecho de su pequeña hija años atrás, declarando que ella había muerto de sífilis a los 12 años. Todas las cartas eran comprometedoras; revelaban las crueles acciones de mi padre en cada página, dejaban ver claramente su despiadada naturaleza y lo que por años había ocultado respecto a su hija.
Rápidamente fue citado a juicio, al igual que yo. Días después, en una sala amplia, me presenté como Dulce Campbell. Sola y en medio de esa infinidad de personas, busqué a mi esposo, pero no encontré rastros de él. Ya habían trascurrido casi tres semanas desde que había descubierto quién era yo, pero parecía que aún no me perdonaba por haberle engañado.
Allí, frente a un extenso jurado y la prensa, sostuve que yo era la hija que el alcalde había vendido.
—Mi padre, Alessandro Campbell, me intercambio a un hombre de la mafia hace años, a cambio de que este mejorará su posición política y aumentará su fortuna.
Mi padre se levantó de su silla, mirándome con fieros ojos amenazantes.
—¡Mentira!¡Eres una m*****a mentirosa!
—Y para justificar me repentina desaparición, mintió diciendo que yo había muerto de sífilis, como mi madre años atrás.
—¡CALLATE! ¡Cállate, solo eres una zorra! ¡No eres mi hija! ¡Eres solo la perra de un maldito...!
Intenté ignorarlo y no temblar.
—El señor Fabian murió hace algunos meses, fue asesinado, por eso volví. Solo así pude escapar —concluí.
Por mi bien, omití todo lo que había ocurrido conmigo después de escapar. Y, sobre todo, omití la parte donde me había enamorado de un hombre tan dispar a mí y cómo él me había amado tambien. Hasta que él descubrió quién era mi padre y me despreció por ello.
Cuando concluyó el juicio, mi padre fue sentenciado a prisión residencial, en espera de su condena final. Y yo al fin dejé todo eso atrás; no quería una venganza, solo lo que me pertenecía: ser reconocida como su hija y heredera, saber que pagaría por la cruel forma en que se había deshecho de mí.
Gracias a ese juicio, recuperé mi nombre real y la fortuna de mi familia. Mi matrimonio desapareció.
Al menos, desapareció, hasta que volví a ver a mi esposo. Para entonces, yo ya tenía otro secreto. Uno más importante que mi nombre.
Un mes después del juicio, vendí la residencia de mi padre en el bullicioso Londres y me fui al extranjero. Casi un año después, volví a la mansión victoriana donde había crecido de niña. Con nostalgia y sujetando una pequeña canasta con una mano, recorrí las amplias habitaciones antiguas, las salas enormes y espaciosas, los jardines clásicos bien cortados. Un año fuera del país me había servido para superar el desprecio de mi padre y dar vuelta de página. —Bienvenida a casa, Madame Campbell —me saludó una mujer mayor, vestida con un traje de servicio. Observó la canasta con curiosidad, pero no dijo nada al respecto, y yo se lo agradecí. Escucharla llamarme Madame se sintió extraño. Pues por mucho tiempo, estuve lejos de ser una señorita, muy lejos... Hasta que un hombre me encontró y se enamoró de mí. Sacudí la cabeza y exhalé hondo, sentándome sobre un costoso sillón rojo de terciopelo. Miré lo que había dentro de la canasta, sonriendo con alivio. El pasado ya no importaba
“...Se habla de que la niña no murió, sino que volvió a la vida sin un nombre, solo bajo la protección de un demonio más poderoso que el anterior, cuya identidad nadie conoce...” Contuve el aliento, mirando esos ojos negros, amenazadores, cruelmente serios. La historia era parcialmente real; un demonio poderoso había matado al primero, rescatando a la niña, y le había dado una vida. Pero ¿acaso ese demonio la había seguido por medio país? ¿Con que fin se presentaba frente a ella? —¿Dulce? —la voz de Gustave se oyó lejana, en lo profundo de un túnel. Y yo no reaccioné—. ¿Qué ocurre, Dulce? Pero, después de rescatarla en la historia. ¿Qué pasó con ella? “...Se dice que ella fue rescatada del infierno por ese demonio, y que él no la devoró, pues quedó cautivado por su helada mirada oscura, salpicada de brillantes estrellas azules...” Sí, él había quedado cautivado por ella; por sus ojos y carácter. Pero la historia se equivocaba en una importante parte: el demonio sí la
—No... No es verdad —repliqué observando su contenida mirada—. Al saber quién era yo realmente, usted se enfadó y ni siquiera me permitió explicarle. Así que yo no me casé. Ese matrimonio no vale nada para mí. Vi como mis palabras le calaban hondo. Cómo conforme las asimilaba, el dolor se reflejaba en sus ojos negros y profundos. Solo entonces me soltó y se alejó un paso de mí. —Por mucho tiempo me engañaste sobre quién eras en realidad, sobre quién era tu padre. ¿Qué otra reacción esperabas de mí luego de una mentira así? Apreté los puños y abrí los labios, pero no fui capaz de decir nada. Él tenía razón, yo lo había engañado, y no había sido sincera hasta el último momento. —Y aunque yo me enfadé y sentí traicionado por la mujer que amaba, aunque ahora no te guste la idea, tú y yo estamos casados. Su mirada atrapó la mía bajo un haló oscuro y peligroso, tan amenazante que me congeló la sangre. —Eres mi esposa, Dulce Campbell, eso dice la ley. Y yo al fin fui plenament
—¿Compromiso? —se jactó el señor Riva, observando a Gustave con incrédulo desdén—. Qué gran tontería. Esa mujer a tu lado, tu supuesta “prometida”, es en realidad mi... —¡Deténgase! —lo interrumpí, antes de que le revelará a Gustave nuestra verdadera relación—. Por favor, no diga nada. Se lo ruego. Mi esposo me lanzó una mirada incomprensiva, con un trasfondo de creciente molestia. Los ojos de Gustave también cayeron sobre mí con curiosidad. Pero sin decir nada más, yo tomé la mano de Gustave, al tiempo que me dirigía a mi esposo. —Hablemos en otro momento, señor Riva. Lo que debamos aclarar, que no sea esta noche. Por favor. Dicho esto, tiré de Gustave a interior del auto, y yo entré con él sin mirar atrás. Mirándome de reojo, se puso en marcha fuera de esa mansión. Por el espejo retrovisor, vi la figura del señor Riva hacerse más y más pequeña conforme nosotros nos alejábamos. Muy en mi interior, me sentí feliz por volver a verlo, y deseé que sucediera de nuevo. Quizás por
Esa noche, tuve un peculiar sueño, o más bien, un vivo recuerdo del día de mi boda: “... Sonreí cuando recitó sus votos matrimoniales: —Me caso contigo, y entrelazó mi vida con la tuya, mi suerte con tu suerte, mis fracasos con los tuyos. Con estas palabras, te tomo por esposa, Dulce Valle, y mi corazón pasa a ser completamente exclusivo de ti. Lo miré con los ojos llenos de lágrimas de felicidad, observándolo besar el anillo en mi dedo. —Te amo, Dulce, mi Dulce... —musitó mirándome con absoluta devoción y amor, derritiendo mi corazón. Y sin dejar de mirar sus ojos, fue mi turno de tomar su mano. Coloqué en su dedo anular la argolla de matrimonio, mientras recitaba: —Usted, Rafael Riva, es la sombra que me protege, y la luz que me ilumina cuando parezco estar sola. Quiero caminar a su lado toda mi vida, aferrarme a usted en los momentos de tristeza, reír con usted todas las mañanas, y apretar su mano cuando el tiempo se termine. Nos sonreímos. Él me miró conmovido, c
Caí sobre el sillón, con él encima. Pero ni aun así dejé de besarlo, y él tampoco se apartó. Todos los deseos de un año, estaban saliendo a flote por fin. Como un desesperado, acarició mi cintura, subiendo por mis costillas, tomando mis senos entre sus palmas. Mi espalda se arqueó cuando llevó sus labios a mi cuello, pegando su cuerpo al mío hasta que fuimos plenamente conscientes de cada parte del otro. Mi esposo respiró agitadamente contra mi piel, explorando mi cuerpo con las manos, mientras mis dedos se aferraban a los oscuros cabellos de su nuca. Lo abracé con las piernas, y la tela de mi vestido resbaló hasta dejar mis muslos al desnudo. Gimió en mi oído, restregándose contra mí, llevando una gran mano a mis piernas. El deseo hizo que mi temperatura corporal fuera en ascenso, y que mi corazón se volviera errático. Incluso a través de la tela de su camisa, pude sentir el mismo efecto en él; su pecho ardía, y su corazón golpeaba mi palma. —¿Lo ves? Eres mía, y no solo ante
Me llevé los dedos a los labios rojos, sintiendo la fina tela de satín de los guantes. Con la otra mano, toqué la gargantilla de diamantes que había pertenecido a mi madre. Me estaba preparando para salir a cenar con algunas mujeres, esposas de importantes banqueros. Me encontraría con Gustave en la cena, y él me diría si estaba dispuesto a guardar mi secreto. Ese día que me descubrió con mi bebé, se fue molesto y confundido, diciendo que tenía tanto en qué pensar. ¿Podría mi amigo delatarme? ¿Qué pensaba de mí ahora que sabía sobre mi hijo? ¿Adivinaría que su padre era el señor Riva? No lo sabía, pero me moría por averiguarlo. Así que, cuando terminé de arreglarme el cabello en definidas ondas doradas y coloqué sobre él un elegante tocado blanco con plumas y redecilla fina, me volví hacia Kary. Ella me ajustó los finos tirantes de mi rojo vestido, antes de sonreír, aunque con nerviosismo. —Suerte, señorita Campbell. Le sonreí también, luego me acerqué a la cuna donde dormía
Me sujetó del rostro, antes de besarme con desbordante pasión. Suspiré en sus labios, y fue inevitable que mis brazos rodearan su cuello. Le devolví el beso sin pensarlo, solo reaccionando a su tacto, como siempre. —Dilo, ¿me amas aun? —insistió tirando sutilmente de mi labio inferior—. ¿O te casaras con ese chico como amenazaste? Me pegué a él, sintiendo los irregulares ladrillos del muro a mis espaldas. Lo amaba, claro que sí. Él era mi esposo, el hombre que me había salvado de una vida miserable, el padre de mi bebé. Sin embargo... Había tantas cosas rotas entre nosotros: entre ellas, la confianza y los secretos. —Dilo, Dulce. No puedes mantenerme al filo para siempre. Jugueteé con su lengua, acariciándola con la punta de la mía, mientras mi cuerpo se arqueaba contra el suyo. Deseé decirle que lo amaba, aún más que antes, pero sí lo hacía, ¿qué pasaría después? —Acepta que aún me amas, y vuelve a casa conmigo. Si aceptaba amarlo, ¿todo volvería a ser como antes? ¿Él o