Bajé los ojos hacia mi bebé, dormía plácidamente con los labios un poco abiertos. La mano de Rafael acarició mi mejilla, luego descendió por mi cuello y clavículas, hasta rozar de nuevo la cabeza de mi hijo. —Confiésalo, Dulce. Di que este niño es mío. Apreté ligeramente los labios, deseando no decir nada. Sin embargo, ¿quedaba otra salida? Resignada, alcé los ojos y los clavé en los de mi esposo. —¿Puedes... llevarnos a casa primero? Hace frio aquí. Rafael me miró un momento, y por fin notó que no traía más abrigo que ese delgado vestido de satín negro. Entonces asintió y apoyando una mano en mi espalda baja, me llevó hasta su importado auto alemán. Mientras me ayudaba a entrar y me ponía el cinturón de seguridad, le dijo a mi chofer: —Esperé a la señorita Karina y llévela a casa de Madame Campbell. No esperé al idiota de Gustave Martin. El chofer asintió, mirando cómo me iba con alguien que no era mi prometido. Durante el viaje, yo no dije nada, y Rafael tampoco, solo n
Al día que siguió, desperté con multitudes de periódicos y revistas esperándome. Cayeron como lluvia sobre mí, y en todas ellas aparecíamos Gustave y yo en el restaurante, con el pequeño bulto que era mi bebé. En todas esas notas, mi nombre resaltaba en grandes letras, junto a la frase: Próximo matrimonio e hijo secreto. — “Tuvieron un hijo en el extranjero y lo mantuvieron en secreto” —recitó Kary para mí, colocando un puñado de periódicos en mi cama—. “La famosa Madame Campbell y el señor Gustave son padres de un bebé varón”. Hizo una pelota con el periódico y me lo arrojó a las piernas. —¿Sabe que ahora está obligada a casarse rápido con ese idiota? —inquirió enfadada. En ese momento, entró una mujer de servicio con mi bebé en sus brazos. A pesar de la situación, sonreí y estiré los brazos, acogiéndolo en mi pecho. De solo sentir su calor y respirar esa fragancia de bebé en su piel, me sentí mejor, mucho mejor. Él era todo para mí, absolutamente todo. —Quiero ponerle un nombr
Aun cuando ella se fue y cerró la puerta a sus espaldas, yo permanecí de pie en el interior, mirando a la nada, con la mente hecha un torbellino de pensamientos. Solo me moví cuando escuché a alguien más entrar y llamarme. —Caramel, ¿qué haces aquí? Me giré y vi a mi prometido a los ojos. Comencé a sentir esa rabia reprimida emerger. —¿Por qué lo hiciste? —le pregunté acercándome a él—. ¡¿Por qué le hiciste creer a Rafael que tú y yo estuvimos juntos en el extranjero! La expresión de Gustave cambio de golpe, y despacio cerró la puerta tras él. —Deberías bajar la voz, Dulce, alguien podría oírte. Quise reírme. —No me interesa quién escuche. ¡Solo quiero que me digas porqué lo hiciste! Rápidamente él colocó una mano en mi boca. Me miró con los labios apretados, indignado. —Todo mundo, nuestros amigos y personas importantes, ya suponían que tú y yo nos casaríamos. Pero sí tú, Madame Campbell, volvías a los brazos de ese mafioso, ¿Dónde quedaría yo? ¿Qué se diría de mí?
Con mi mano firmemente sujeta por la suya, Rafael me sacó de esa habitación. Donde Gustave permanecía tirado en el suelo, medio inconciente y con la nariz rota. Me llevó directo a la fiesta y frente a todas las miradas sorprendidas de los invitados, se dirigió hacia la esposa del senador. Ella sostenía a mi hijo en brazos y le sonreía como una maternal abuela, pero al ver llegar a Rafael conmigo detrás, su sonrisa se convirtió en confunsión. —Señor Riva, no sabía que estaba invitado. ¿Y qué hace con Madame...? Sin dejarla acabar, él le quitó al bebé de los brazos y se volvió hacia mí. —Diles que preparen tu equipaje y el del niño. Nos vamos esta misma noche. En ese punto, la musica había acabado y todos los ojos de los invitados estaba puestos en nosotros. El señor Riva no era mi prometido, y sobre mi hijo... —Quizas deberiamos esperar... Negó, deteniendome con una mirada. —No nos quedaremos. Ya he permanecido en esta ciudad el tiempo suficiente, y no dejaré que sigas aquí. Co
En pleno invierno del año 1931, recorrí deprisa las vacías y húmedas calles de Londres, sosteniendo un puñado de cartas rojas en mis manos. Hasta que al fin di con una pequeña tienda de papel, y a un costado, un buzón de correos abierto. Tan rápido como pude, guardé todas las cartas en un apretado sobre negro, las até con un listón blanco de mi propio cabello. Y sobre un trozo de papel, escribí la dirección de una importante editorial dedicada a la difusión de notas periodísticas. Cuando terminé, hice entrar el gran paquete en el buzón. Inhalé profundo y me senté sobre la helada acera, apoyando la frente en el frio metal de la caja metálica. Y sumida en una especie de doloroso sopor, vi mi vestido de novia esparcido a mi alrededor, manchando de suciedad y lleno de barro. Dentro de unas cuantas horas, el sobre dejaría el buzón y sería enviado a su destino. Y un día después, sería leído por algún editor, para finalmente ser publicado como una escandalosa nota en el periódico m
Un mes después del juicio, vendí la residencia de mi padre en el bullicioso Londres y me fui al extranjero. Casi un año después, volví a la mansión victoriana donde había crecido de niña. Con nostalgia y sujetando una pequeña canasta con una mano, recorrí las amplias habitaciones antiguas, las salas enormes y espaciosas, los jardines clásicos bien cortados. Un año fuera del país me había servido para superar el desprecio de mi padre y dar vuelta de página. —Bienvenida a casa, Madame Campbell —me saludó una mujer mayor, vestida con un traje de servicio. Observó la canasta con curiosidad, pero no dijo nada al respecto, y yo se lo agradecí. Escucharla llamarme Madame se sintió extraño. Pues por mucho tiempo, estuve lejos de ser una señorita, muy lejos... Hasta que un hombre me encontró y se enamoró de mí. Sacudí la cabeza y exhalé hondo, sentándome sobre un costoso sillón rojo de terciopelo. Miré lo que había dentro de la canasta, sonriendo con alivio. El pasado ya no importaba
“...Se habla de que la niña no murió, sino que volvió a la vida sin un nombre, solo bajo la protección de un demonio más poderoso que el anterior, cuya identidad nadie conoce...” Contuve el aliento, mirando esos ojos negros, amenazadores, cruelmente serios. La historia era parcialmente real; un demonio poderoso había matado al primero, rescatando a la niña, y le había dado una vida. Pero ¿acaso ese demonio la había seguido por medio país? ¿Con que fin se presentaba frente a ella? —¿Dulce? —la voz de Gustave se oyó lejana, en lo profundo de un túnel. Y yo no reaccioné—. ¿Qué ocurre, Dulce? Pero, después de rescatarla en la historia. ¿Qué pasó con ella? “...Se dice que ella fue rescatada del infierno por ese demonio, y que él no la devoró, pues quedó cautivado por su helada mirada oscura, salpicada de brillantes estrellas azules...” Sí, él había quedado cautivado por ella; por sus ojos y carácter. Pero la historia se equivocaba en una importante parte: el demonio sí la
—No... No es verdad —repliqué observando su contenida mirada—. Al saber quién era yo realmente, usted se enfadó y ni siquiera me permitió explicarle. Así que yo no me casé. Ese matrimonio no vale nada para mí. Vi como mis palabras le calaban hondo. Cómo conforme las asimilaba, el dolor se reflejaba en sus ojos negros y profundos. Solo entonces me soltó y se alejó un paso de mí. —Por mucho tiempo me engañaste sobre quién eras en realidad, sobre quién era tu padre. ¿Qué otra reacción esperabas de mí luego de una mentira así? Apreté los puños y abrí los labios, pero no fui capaz de decir nada. Él tenía razón, yo lo había engañado, y no había sido sincera hasta el último momento. —Y aunque yo me enfadé y sentí traicionado por la mujer que amaba, aunque ahora no te guste la idea, tú y yo estamos casados. Su mirada atrapó la mía bajo un haló oscuro y peligroso, tan amenazante que me congeló la sangre. —Eres mi esposa, Dulce Campbell, eso dice la ley. Y yo al fin fui plenament