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MATRIMONIOS PELIGROSOS

—No... No es verdad —repliqué observando su contenida mirada—. Al saber quién era yo realmente, usted se enfadó y ni siquiera me permitió explicarle. Así que yo no me casé. Ese matrimonio no vale nada para mí.

Vi como mis palabras le calaban hondo. Cómo conforme las asimilaba, el dolor se reflejaba en sus ojos negros y profundos. Solo entonces me soltó y se alejó un paso de mí. 

—Por mucho tiempo me engañaste sobre quién eras en realidad, sobre quién era tu padre. ¿Qué otra reacción esperabas de mí luego de una mentira así? 

Apreté los puños y abrí los labios, pero no fui capaz de decir nada. Él tenía razón, yo lo había engañado, y no había sido sincera hasta el último momento. 

—Y aunque yo me enfadé y sentí traicionado por la mujer que amaba, aunque ahora no te guste la idea, tú y yo estamos casados. 

Su mirada atrapó la mía bajo un haló oscuro y peligroso, tan amenazante que me congeló la sangre.  

—Eres mi esposa, Dulce Campbell, eso dice la ley. 

Y yo al fin fui plenamente consciente de quién era él, no solo era el hombre con quién me había casado, tampoco solo el dueño de un famoso burdel. Rafael Riva era un mafioso, el jefe de la mafia en Londres.

Sentir su cuerpo contra el mío, hizo que mis mejillas se sonrojaran y que mi corazón vacilara entre latidos. Sin embargo, pronto recuperé la cordura.

—No ¡Yo no soy su esposa! —repliqué obstinada, reaccionando y alejándome de él—. Ya no soy su mujer. ¡Usted y yo no somos nada!

Lo vi apretar la mandíbula, furioso conmigo. 

—Eso no fue lo que dijiste al casarte conmigo. Nos casamos mujer, recuérdalo. 

Lo recordaba perfectamente, así como recordaba lo qué había ocurrido después. Él se había molestado al saber de quién era hija, al saber el nombre de mi padre. 

Sin quitarle los ojos de encima, recogí el abrigo de Gustave que él acababa de arrojar al suelo. Y poco a poco, retrocedí, poniendo distancia entré él y yo. 

—Yo no fui la única que mintió esa noche, mi señor —musité, dirigiéndome a él igual que antes, como cuando yo era suya y él, mi señor. 

Con gran dolor, recordé mi boda y luego la ruptura. La forma en que todo terminó. 

—Usted también me prometió una vida a su lado, de la que luego se arrepintió. 

En sus ojos oscuros, entre el resentimiento y la rabia, pude ver el recuerdo de esa noche, y también el dolor.

—¿Arrepentirme? Te equivocas. Te adoraba, Dulce, pero cuando me dijiste que amaba a una simple ilusión, fue desbordante.

En el negro de sus ojos, pude verme a mí vestida de novia, y a él vistiendo un traje negro, ambos de pie frente a un oficiante. Pude verlo diciendo sus votos matrimoniales mientras me colocaba un anillo en el dedo: 

“... Me caso contigo, y entrelazo mi vida con la tuya, mi suerte con tu suerte, mis fracasos con los tuyos. Con estas palabras, te tomo por esposa, Dulce Valle, y mi corazón pasa a ser completamente exclusivo de ti...”

Había sido demasiado feliz en ese momento, y creí que duraría toda la vida. Pero, había sido un error suponer eso. 

—¿Y qué hay de mí? Esa noche... usted me lastimó —le dije, reviviendo en mi mente la discusión que había arruinado nuestra boda—. Dijo que yo lo había traicionado, que no podía creer con quién se había casado. 

Sentí los ojos húmedos y la garganta en un nudo. 

—Había dicho que no le importaba mi pasado, ¡que no era relevante si yo había sido una mujer pobre o una...! —articulé, reavivando el sufrimiento de esa noche—. Dijo que aun así me amaría, pero cuando leyó esas cartas y supo mi nombre real, me despreció, como si yo fuese mi padre. 

Él respiró hondo y abrió los labios, pero yo levanté una mano y exhalé profundo. Necesitaba decirle todo lo que pensaba, lo que esa noche hubiese deseado decirle. 

—Lamento haberle mentido sobre quien era yo en realidad. Estaba asustada, sabía lo mucho que usted odiaba a mi padre, y no quería que me despreciara por ello. Yo... realmente quería ser su esposa. 

Conteniendo mis lágrimas, recordé mis propios votos matrimoniales: las palabras que dije ese día frente al altar, las emociones a flor de piel, las miradas llenas de amor... 

“Usted, Rafael Riva, es la sombra que me protege, y la luz que me ilumina cuando parezco estar sola. Quiero caminar a su lado toda mi vida, aferrarme a usted en los momentos de tristeza, reír con usted todas las mañanas, y apretar su mano cuando el tiempo se termine...”

Me tragué mis lágrimas, luego me volví a colocar el abrigo de Gustave sobre los hombros. 

—Siento haber guardado ese secreto. Lo lamento mucho. Perdón por arruinar nuestro matrimonio, mi señor. 

Cuando terminé de hablar, él exhaló y sin dejar de mirarme, exhaló e hizo ademán de querer acercarse.

—Dulce, yo no...

Pero antes de que pudiera llegar hasta mí, escuchamos a alguien aproximarse. Gustave se detuvo a un metro de mí, vacilante al verme junto al señor Riva y a solas. 

Solo entonces yo fui capaz de alejar la mirada del hombre frente a mí para ver a mi amigo. Sonreí apenas, limpiándome las lágrimas rápidamente. 

—Gus, que bueno que estás aquí. Quiero irme a casa. 

Él se aproximó hacía mí, mirando al señor Riva de reojo. Cuando llegó a mi lado, me pasó un brazo por la cintura. La mandíbula de mi esposo se cerró con fuerza, pero antes de que pudiera decir algo sobre nuestro pasado juntos, yo intervine.: 

—Gracias por la compañía, señor Riva. Espero verlo en el futuro. 

Él me miró, incrédulo, indignado y cada vez más enfadado.  

—Me ha encantado conversar con usted. Pero el señor Martin y yo debemos irnos. 

Él mismo había fingido no conocerme al principio, y ahora era yo la que no deseaba revelar nuestra relación. No quería decirle al mundo lo cercanos que habíamos sido, y lo indiferentes que éramos ahora. 

En ese instante, él y yo ya no éramos nada. Todo había terminado entre nosotros. 

—¿De verdad harás esto? —inquirió con un influyente tono serio, casi amenazante. 

Sujeté el abrigo de Gustave sobre mis hombros, notando la piel fría a causa del helado clima nocturno, o quizás, a causa de mi peligroso esposo.  

—Tú y yo tenemos algo qué resolver. Así que no se te ocurra desaparecer de nuevo. No lo olvides.

Yo aun no lo olvidaba; él era mi esposo, más que eso, él era mi señor. Era el demonio que me había salvado de un infierno, quién me había llevado consigo y me había dado una identidad luego de comprarme en una subasta de burdel. 

—No, no lo he olvidado —acepté con voz frágil—. Pero desearía hacerlo. Finjamos que... nunca nos conocimos, señor. Sería lo mejor para ambos. 

Yo había sido su mujer en la cama múltiples veces, y por unas cuantas horas, incluso había sido su esposa. Pero ¿algún día el apellido de mi padre dejaría de ser un problema en nuestra relación?  

Yo era hija del hombre a quién el señor Riva más odiaba; mi padre había destruido su vida años atrás, le había arrebatado algo muy valioso para él. Y sin saberlo, él se había casado con la hija de su peor enemigo. 

¿Me odiaba en el fondo? No lo culparía por hacerlo. 

—Señor Riva, ¿usted y Dulce se conocen? —inquirió Gustave, rompiendo la tensión entre ambos. 

Yo volteé a verlo, sorprendida por su tono receloso. Mi esposo exhaló hondo y miró a mi amigo como si quisiera desollarlo allí mismo. 

—Nos conocemos —confesó inflexivo—. En realidad, conozco a la señorita Campbell más de lo que ella desearía. Somos... realmente cercanos.

Yo me ruboricé hasta el cuello, y las cejas de Gustave se fruncieron. Dejé de ver al chico despreocupado de siempre, se volvió cauteloso y serio. 

—En ese caso, señor Riva, déjeme presentarme correctamente ante usted. Yo soy Gustave Martin, heredero de una empresa bancaria, y prometido de Dulce Campbell desde la infancia.

Exhalé todo el aire en mis pulmones y observé con incredulidad el serio perfil de Gustave. Durante los últimos 8 años, había olvidado que Gustave nunca había sido mi amigo, sino el chico con quien mis padres me habían comprometido desde la niñez.

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