Es increíble que tenga que poner esto de nuevo, pero más increíble es que me siga sorprendiendo. He avisado que la novela terminó en el Epílogo, hasta ese capítulo concluyó el primer final, esto es un final alternativo, no es a fuerza leerlo, mucho menos para criticar.Donde dice Epílogo, allí es el final. ¿Te gustó el primer final? Mi recomendación es que no sigas con este, porque estos capítulos no tienen nada que ver con un final feliz entre Ariadna y Maximiliano Valenti. De hecho, esta parte de los sucesos, que también avisé antes, parte desde la charla en casa de Leonardo, entre Ariadna y su esposo mientras veían el album de fotos.Si no saben lo que es un final alternativo, por favor, informarse un poco antes de empzar a despotricar en los comentarios. Pongo esto aquí, porque me parece que las notas nadie las lee.[...]Cuando despertó, el silencio era lo primero que notaba. No había pitidos, no había voces gritando. Solo un zumbido bajo y el sonido de su propia respiración. E
Leonardo Valdés estaba de pie en el estudio de su mansión, mirando el teléfono fijo como si pudiera obligarlo a sonar. Habían pasado casi seis horas desde que Maximiliano lo llamó desde Valtris, con esa voz temblorosa diciendo que Ariadna no había llegado, luego se supo que había comprado un boleto a Londres en lugar de volver a casa. Desde entonces, la preocupación había crecido en su pecho como una bestia que no podía controlar.Había intentado llamarla una y otra vez, cada tono sin respuesta alimentando su furia y su miedo. "Aquí Ariadna Valdés, deja tu mensaje." Colgó el teléfono con un golpe seco, el eco resonando en la habitación vacía. No había dormido, apenas había comido; el whisky en la mesa era lo único que mantenía a raya el temblor de sus manos; pero si no había ido a Valtris, ¿dónde estaba? ¿Qué estaba haciendo en Londres?—¡Ramírez! —gritó, su voz cortante rompiendo el silencio de la casa.El chofer apareció en la puerta, su rostro pálido ante el tono de su jefe.—¿Seño
El avión aterrizó en Londres con un estruendo que apenas rozó la mente de Maximiliano Valenti. El vuelo había sido una agonía silenciosa, sus manos apretadas contra las rodillas hasta que los nudillos se le pusieron blancos, las palabras de la llamada del hospital resonando como un tambor roto: "Cesárea de emergencia. Estado crítico. Una niña… no sobrevivió." Desde entonces, un zumbido amargo le llenaba la cabeza, y cada respiración era un esfuerzo que le raspaba el pecho como si estuviera tragando arena.Su hija estaba muerta, un pedazo de él arrancado antes de que pudiera darle un nombre, y Ariadna —su Ariadna— estaba en un hilo por su maldita cobardía.El taxi desde el aeropuerto hasta el Hospital St. Mary fue un torbellino de faros y cláxones que le quemaban los ojos. El asiento olía a cuero viejo y tabaco rancio, pero él no se movía, no parpadeaba, su mirada perdida en las calles húmedas que pasaban como un telón negro. La camisa se le pegaba al pecho con sudor frío, y un temblor
Maximiliano Valenti estaba sentado en el suelo, la espalda contra la pared fría, las manos temblándole sobre las rodillas. Las lágrimas le habían dejado rastros pegajosos en las mejillas, y un sabor salado le llenaba la boca, mezclándose con el sudor que le goteaba de la frente.Leonardo Valdés estaba a unos metros, de pie con los brazos cruzados, mirando la puerta cerrada de cuidados intensivos como si pudiera abrirla con la fuerza de su voluntad. Ambos eran sombras de sí mismos, rotos por la misma verdad: Ariadna estaba al borde de la muerte, dos de sus hijos luchaban por vivir, y la tercera, su niña, se había ido antes de que pudieran darle un abrazo.Maximiliano respiró hondo, el aire raspándole la garganta como si estuviera lleno de espinas, y se puso de pie con un esfuerzo que le tembló en las piernas; solo podía pensar en ella, en la hija que nunca conocería. La había perdido, y el vacío era un pozo que le dolía con cada latido, un hueco que no podía llenar con palabras ni prom
Ariadna Valdés despertó en un mundo de pitidos y sombras. El aire le raspaba la garganta, y un dolor sordo le recorría el cuerpo, como si alguien hubiera vaciado sus venas y las hubiera llenado de plomo. Abrió los ojos con esfuerzo, la luz blanca del techo pinchándole como agujas, y un tubo en su boca le arrancó un gemido débil. Estaba en una cama, rodeada de máquinas que zumbaban y parpadeaban, y una enfermera se inclinó sobre ella, ajustando algo en su brazo.—No intente hablar —dijo la enfermera, su voz firme pero suave—. Tiene un tubo endotraqueal. Vamos a quitárselo ahora que está consciente.Ariadna apenas asintió, el movimiento haciéndole doler la cabeza. La enfermera llamó a alguien, y unos minutos después, un hombre de bata blanca entró con pasos rápidos. Era el doctor Harris, el mismo que le había hablado antes de la cesárea, aunque su memoria era un borrón de dolor y oscuridad. Le quitaron el tubo con cuidado, y ella tosió, el aire quemándole los pulmones mientras intentaba
Maximiliano Valenti estaba desplomado contra la pared del pasillo del ala este, las manos temblándole sobre las rodillas.Leonardo Valdés estaba a pocos metros, de pie con los brazos cruzados, mirando la puerta cerrada de cuidados intensivos como si pudiera forzarla con la mirada. El aire entre ellos era denso, cargado de un silencio que cortaba como vidrio roto. Habían visto a la niña de cabello rojo, habían sentido su pérdida en cada fibra de sus cuerpos, y ahora esperaban, atrapados en un limbo de culpa y desesperación, cualquier noticia sobre Ariadna y los dos niños que aún luchaban por vivir.La puerta de la sala se abrió, y el doctor Harris salió con pasos firmes, su bata arrugada y el rostro tenso. Maximiliano se puso de pie de un salto, el corazón latiéndole en la garganta, mientras Leonardo dio un paso adelante, sus ojos encendidos de impaciencia.—¿Cómo está? —preguntó Maximiliano, su voz ronca y temblorosa, las lágrimas todavía húmedas en sus mejillas—. ¿Podemos verla ahora
Leonardo se había marchado minutos antes, su furia resonando en el corredor tras amenazar con pelear contra el mundo, pero Maximiliano no podía seguirlo. Las lágrimas le habían dejado rastros salados en las mejillas, y un dolor sordo le apretaba el pecho, un eco de todo lo que había perdido: su hija de cabello rojo, la confianza de su esposa, cualquier esperanza de redención. Pero había algo que aún podía alcanzar, algo que lo mantenía vivo: sus hijos. Los dos niños que respiraban en incubadoras, a pocos metros de él, eran su último ancla.Se puso de pie con un esfuerzo que le tembló en las piernas, limpiándose la cara con la manga de la camisa arrugada. No podía ver a Ariadna, no podía romper el muro que ella había levantado, pero podía verlos a ellos. Necesitaba verlos, sentir que no todo estaba perdido. Con pasos lentos pero firmes, caminó hacia el final del pasillo, donde un letrero indicaba "UCI Neonatal." La puerta de vidrio estaba cerrada, y a través de ella se veían luces suav
Habían pasado apenas treinta minutos desde que la enfermera jefe Carter salió de la sala de cuidados intensivos para informar a Maximiliano y Leonardo que Ariadna había recibido otra transfusión. Su voz había sido firme, casi mecánica, diciendo que estaba estable por el momento, pero que seguía débil, que su presión aún no subía lo suficiente. Luego cerró la puerta tras ella, dejando a Maximiliano desplomado contra la pared y a Leonardo marchándose con furia por el pasillo. Eso fue todo lo que supieron entonces, un breve respiro en el caos, pero ahora, horas después, el aire en el ala este del Hospital St. Mary se había vuelto denso, cargado de una tensión que preocupaba.Ariadna Valdés yacía en su cama, rodeada de máquinas que pitaban en un ritmo irregular. El tubo de oxígeno en su nariz silbaba con cada respiración, y su piel, pálida como la cera, brillaba con un sudor que no paraba. La transfusión había ayudado al principio, dándole un leve color a sus mejillas, pero algo había cam