El motor estaba apagado pero las llaves seguían puestas. Me senté tras el volante. ¿Y ahora qué? Hacía más de diez años que no manejaba. Arranqué y aceleré hasta asegurarme que no se iba a apagar. Pisé el embrague, probé los cambios. Como era de esperar del vehículo de Lucas Pefaure, pasaban como seda. Puse primera, avancé unos metros sin acelerar mucho, puse segunda y me permití una sonrisa tensa de satisfacción. Aceleré un poco más.
Cuando llegué junto a Lucas lo encontré caído hacia adelante, las dos manos contra el costado herido, más inconsciente que consciente. Corrí a agacharme a su lado y le sujeté los hombros desde atrás.
—Lucas, ¿me escuchás? Tenés que pararte. ¿Podés pararte si te ayudo?
Se estremeció, el aliento escapando en un s
Obedecí en silencio. Cuando terminé, Ariel me indicó que no lo vendara. Se acercó un poco más y puso ambas manos sobre la herida. La forma en que Lucas se distendió fue evidente. Lo escuché suspirar. Mi hijo me enfrentó sonriendo de costado.—Tranquila, ma. No es tan fácil voltear a un guerrero como él.Firmé el acta de defunción de mi lógica.Así que no tuve inconvenientes en preguntarle: —¿Tenés idea qué pasó, Ariel? ¿Cómo puede estar herido?Mi hijo hizo una mueca pensativa. Su expresión se hizo atenta, como si escuchara, y asintió.—Cuando vio a Blas a punto de atacarte, corrió a cubrirte… ¿quién es Blas?Año sabático para mi incredulidad.—Otro Caído.—Ah. Bueno, lo que pasa es que recibi&oacut
Lucas me pidió que lo ayudara a erguirse un poco para poder tomar mate. Me senté en la cama a su lado, cruzada de piernas, y vaciamos el termo mientras lo interrogaba. Tal como yo esperaba, respondió a todas mis preguntas. Completó los huecos que yo tenía en su historia como exorcista y como Caído, habló de su vida humana, de su incertidumbre para el futuro. Y mientras hablábamos, su herida seguía cicatrizando a una velocidad asombrosa. A las tres de la mañana sólo quedaban unas manchas oscuras donde los colmillos se hundieran en su carne. Yo trataba de manejar la sensación de incongruencia absoluta de escuchar a Raziel sosteniendo la mirada de Lucas. Nunca la iba a superar del todo.Al fin se terminó el agua del termo, y mis preguntas más urgentes.Lucas se cerró la camisa y cambió de posición con un suspiro.—Dijiste que tenías mi
Mi vuelo fue demorado una y otra vez, obligándome a perder todo el día en Aeroparque. Tal vez tendría que haber mandado a Aerolíneas al diablo e irme por mis propios medios, pero algo me retenía en tierra, atado a esa espera capaz de crisparle los nervios al más tranquilo. Y tenía un solo nombre para ese algo: miedo. Durante esas dos semanas había guardado el celular cada vez que lo sacara para llamar o escribir a Bariloche. Sólo me mantuve en contacto con mi hija. Me prohibí preguntarle por Lucía y Majo tampoco dijo nada, lo cual me frustraba tanto como me aliviaba.Pero en algún momento embarqué, y poco después estaba en el aire. Aterrizamos cuando la noche se cerraba sobre el lago y las montañas. Mientras esperaba mi equipaje, me acerqué a la pared de vidrio que me separaba del hall de entrada. Ni rastros de Mauro, a pesar de que le había dejado el auto co
—¿Adónde mierda se metió esta pelotuda? ¡El avión ya aterrizó! ¡Lucas me va a matar!Majo le dio un mate a Mauro sonriendo, sin responder. Reconoció los pasos de su padre antes que entrara al local y giró para enfrentarlo cuando llegó a la oficina. Lucas se detuvo directamente frente al escritorio de Mauro, una mano en la cadera, la otra extendida palma arriba hacia él y una mirada torva.—Me debés el remís desde el aeropuerto —dijo—. Mis llaves.Majo miró más allá de él y vaciló antes de hablar.—¿No te encontraste con Lucía?Mauro se retrepó en su asiento, desconcertado. Su asombro activó la alarma de sobrecarga cuando la expresión de Lucas se suavizó de inmediato y asintió, sonriéndole a su hija.—Fue a comprar cigarrillos. &m
Tenía que ser un sueño.El más increíble, el más hermoso, el más pleno que hubiera tenido jamás.Era imposible que fuera realidad.Afuera amanecía, y el pálido resplandor cobrizo que alcanzaba la carpa se diluía en el resplandor de plata que llenaba el interior.Él dormía envuelto en un brillo de estrellas, distendidas las facciones perfectas, una mano fuerte y delicada sobre el pecho, la respiración profunda y pausada, algunos mechones de pelo cayendo sobre su cara, fluctuando entre el oro y la nieve. No era completamente Lucas, no era completamente Raziel. Desaparecida toda necesidad de ocultamiento, la parte sutil asomaba en el descanso de su cuerpo físico.Yo seguía despierta, tendida de lado junto a él, incapaz de abandonar la contemplación maravillada del portento que tenía a mi lado. Un portento de belleza y amor que
—Me gustaría contarte lo que hablé con tu hermana en Buenos Aires.Eran las seis de la tarde del sábado, y previendo una velada larga junto al fuego, estábamos haciendo una buena provisión de leña. Volvíamos con sendas brazadas de leña cuando hizo el comentario. Lo enfrenté interrogante y él asintió, ofreciéndome la mano para sortear un tronco caído. Me costaba conciliar ese tono grave y desapasionado, esos gestos típicos de Raziel, con el hombre que caminaba a mi lado.—Me refiero a Blas —agregó—. O si lo preferís, a Zorael.Me detuve al escuchar ese nombre. Él esperó a que me recuperara de mi sorpresa lo indispensable para seguir caminando. Apartó unas cañas para dejarme pasar.—¿Le dijiste a Julia quién eras? —pregunté incrédula.—Conoci&e
Seguimos charlando mientras comíamos. Mi hermana Julia y él habían terminado acordando un plan de acción conjunto, que hasta contemplaba la eventualidad de que yo lo rechazara. Mientras mi familia seguía con su vigilancia desde lejos, él se encargaría de la marca personal.—Siempre sacrificado, vos —bromeé.Su sonrisita suficiente en medio de esa conversación sobre demonios y apocalipsis me resultó todavía tan extraña. En momentos como ése no podía evitar quedarme mirándolo, todavía tratando de aprehender que detrás de esa cara que conocía hacía años estaba la estrella viva que viera en el Saltillo de Las Nalcas. Ya fuera porque Lucas estaba acostumbrado a que las mujeres se quedaran mirándolo como idiotas, o porque Raziel consideraba demasiado importante nuestra conversación para interrumpirla, sigui&oacu
Tal como me advirtiera, no estuve sola mucho tiempo. La energía del sello atrajo a algunos elementales que vivían cerca. Era la primera vez que veía duendes del bosque desde mi funesta experiencia en Península San Pedro, y me llevó un par de minutos relajarme cuando se detuvieron en el límite del círculo. Eran una familia completa: madre, padre y media docena de retoños de pocos centímetros de alto. Conseguí sonreír para invitarlos a acercarse. La hembra vino a sentarse conmigo frente al fuego mientras su esposo cuidaba a los hijos, que correteaban siguiendo la línea del sello con sus risitas agudas. Por norma social entre los duendes, los hombres no se inmiscuyen cuando las mujeres conversan, aunque nosotras apenas cruzamos palabra más allá de los saludos de cortesía.Poco después se nos unieron dos dríades que vivían en el coihue que cobijaba la carp