El murmullo dulce del agua en la orilla se mezcló con otro rumor dulce proveniente del bosque. Era música. Un cántico. Las voces eran tan delicadas y armoniosas que parecían instrumentos de viento y cuerdas. Me volví hacia las columnas, atraída por el sonido. Era la primera vez que escuchaba música en el Jardín.
Subí los escalones sin apuro, pasé junto al estanque y crucé el prado hacia los árboles, siguiendo los cánticos. Encontré un sendero angosto que parecía conducir hacia la música. Lo seguí.
Caminé por el bosque sin pájaros ni viento, de hojas perfectas, quietas, invariables. El cántico sonaba más cercano. Finalmente desemboqué en otro prado como el del Jardín. Era un poco más grande, y en su centro se levantaba un pequeño templo circular de piedra gris, con cúpula anillada.
El
Todo reverberó con un resplandor enceguecedor. Cuando logré ver algo a mi alrededor, el templo había desaparecido, y Raziel también. Me erguí para ver dónde estaba pero no reconocí ninguna forma. Era un vastísimo campo de luz. Había varias criaturas reunidas allá adelante. Yael estaba de pie detrás de mí, Misael y Arael me flanqueaban. Traté de hacer a un lado mi pena. Comprendí que no había lugar para negativas al llamado que Yael me transmitiera y por eso estaba ahí. Esperé.Las figuras reunidas no tenían la menor resemblanza humana. Traducirlas a palabras que representaran formas era igualmente difícil, y me acordé de algunos relatos del Antiguo Testamento. Con que a esto se referían. Las únicas palabras que empezaban a aproximarse a las formas ahí adelante eran árbol, estrella, fuente, rueda, columna. Una d
Atardecía.Al otro lado de la ventana, la noche avanzaba desde la estepa sobre el lago.¡La noche! ¡El sol se había ocultado!Me senté agitada en la cama y sentí los tirones de las diversas porquerías que tenía enchufadas al cuerpo: respirador, electrodos, suero, sonda. Me las arranqué apurada, aparté las mantas y salté fuera de la cama. Menos mal que alcancé a agarrarme a la mesa, porque mis piernas cedieron apenas les puse un poco de peso. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente para debilitarme así?Mientras esperaba que las rodillas dejaran de temblarme, me tomé un momento para mirar bien dónde estaba. Una habitación de hospital. El San Carlos, a juzgar por la vista desde la ventana. Y estaba sola. Si no había nadie cuidándome, quería decir que había pasado bastante tiempo vegetando, estable, y
Me vino a la memoria la última sonrisa de Miguel al despedirse de mí.—¿Serías mi mensajera, Lucía? —había preguntado.De pronto me di cuenta de que la conversación había sido más larga de lo que yo había registrado, y que sabía más de lo que creía. Enfrenté a Lucas muy seria.—Quiero que me escuches con atención, porque no sé si lo puedo explicar con claridad —dije, hablando rápido para que no me interrumpiera—. Raziel no murió. Vos seguís siendo Raziel y…—No, amor, cuando te saqué…—Sí, sí, te quemaste casi íntegro. Pero Miguel te salvó. Separó tu esencia sutil de tu cuerpo físico para que pudieras seguir vivo como humano. Se llevó tu esencia con él, y allá arriba la puso al cuidado de Rafae
Un CaídoEso es lo que soyExtraviado a mitad de caminoEntre el Cielo y el InfiernoAnte míEl abismo que evitoA mis espaldasEl tremebundo resplandorQue me rechazaA mis pies un caminoQue nunca me atrevíA recorrer.¡Hola a todos!Bienvenidos a Los CaídosY bienvenidos al lugar que más amo en el mundo, donde tengo la suerte de vivir: San Carlos de Bariloche, en la Patagonia argentina, porque esta historia está 100% ambientada ahí.Y hablada 100% en argentino, así que no duden en preguntarme cualquier cosa
Un rugido estremeció el bosque. Ronco, gutural, sus ecos fueron a morir a orillas del lago, que reflejaba la noche quinientos metros más allá. La luz de la luna en el claro reveló la silueta, gruesa y bestial ahora que la criatura había revelado su verdadera forma y se erguía sobre sus ancas. Sus ojos rojos relumbraron como brasas al clavarse en mí, que quedaba empequeñecida por sus más de dos metros de altura. Me permití sonreír ante su furia incrédula. Era comprensible. A los treintiocho años ya no te molesta saberte anodina y común, carente de cualquier característica que pueda llamar la atención. Y yo, en particular, estaba agradecida de ser así. Todo los que me conocían veían un par de etiquetas inevitables: estatura arañando la media, una cara bonita gracias a los ojos celestes, oficinista, madre. Además de inevitables eran ciertas. Tan cierta como la más grande de mis etiquetas, la única que yo mantenía invariablemente oculta: cazadora. Como mis dos hermanas.
—Turismo Alerces, buenas tardes, habla Lucía. La puerta del local se abrió y se cerró un segundo antes de que Mauro se asomara a la oficina posterior. —¿Quién vendió cuatro Cruce de Lagos en quince minutos? —exclamó radiante. Mauro, mi socio, tenía treinta años, pelo corto pero abundante y desordenado al mejor estilo Harry Potter, y la sonrisa fácil. Nos conocíamos hacía mucho, y en el 2004, tres años atrás, había aceptado su propuesta de invertir mis magros ahorros en abrir juntos la agencia. Una decisión por la cual todavía me felicitaba, porque Mauro era el mejor socio y compañero de trabajo que podría haber tenido. Le guiñé un ojo sin desatender el teléfono, anoté en la planilla de salidas el nombre que me dictaban, me despedí y corté. —¿Y quién completó la salida al Bolsón con tres llamados? —repliqué satisfecha, mostrándole la planilla en la pantalla de mi computadora. —¡Vamos todavía! Ya puedo sentir los ceros acumulándose en la
El Dutch estaba vacío cuando llegamos. Gabriel, el dueño del bar, jugaba ajedrez en la barra con Diego, el único cliente tan temprano. Diego tenía unos veinticinco años, vestía siempre pantalones cargo y gorra calada sobre los ojos, ensombreciendo su cara. Era lo que podría llamarse mi informante, la única persona fuera de mi familia que sabía a qué me dedicaba realmente. Años atrás había sacado de su casa a un espíritu vengativo, y desde entonces, cada vez que se enteraba de algo que pudiera interesarme, “me pasaba el caso”, como solíamos decir. Interrumpieron su juego cuando la puerta se abrió con un chirrido de madera quejosa. Al vernos entrar, Gabriel apartó el tablero con cuidado de no mover las piezas. Mauro y yo fuimos a sentarnos a la barra junto a Diego y aceptamos la botella de cerveza que Gabriel abría para nosotros. Poco después, Mauro estaba tras la barra, mirando videos con Gabriel, y yo conversaba a media voz con Diego, cerveza y cigarrillos a mano. —P
La construcción había quedado inconclusa más de quince años atrás, dejando un enorme esqueleto de concreto con pisos y unas pocas paredes internas. Una escalera de tramos cortos se enroscaba en torno a un pozo oscuro regado de basura y escombros, trepando desde el subsuelo hasta el cuarto piso, que tenía el cielo por techo más allá de las vigas de cemento que se encontraban allá arriba en un ángulo agudo. La cerca de chapas que rodeaba el amplio lote abandonado había sido abierta en un solo lugar, como si los grupitos de adolescentes y las parejas que solían darse cita ahí no quisieran que el acceso fuera demasiado evidente.En el silencio de la madrugada, aparté la chapa sólo lo indispensable para deslizarme dentro del predio, dos mil metros cuadrados de concreto y malezas. Me detuve en la luz anaranjada que llegaba desde la calle y observé la enorme estructura, ir