El archidemonio apareció como por arte de magia e hizo una reverencia ante ella. Arayda señaló el cadáver de la chica. La bestia se apresuró a agarrarlo por el tobillo y llevárselo a rastras.
—¿Qué novedades hay? —le preguntó Blas antes de que saliera.
El otro se detuvo con una pata ya afuera. Se tomó todo un segundo para tragarse la furia de que el Caído se dirigiera de esa forma a alguien de su jerarquía, y consiguió enfrentarlo sin que le supurara demasiado odio por todos los poros. Arayda encontró placer en su humillación. Yo también.
—Estamos dando cuenta de una avanzada. Los vamos a derrotar, pero no nos queda mucho tiempo. El grueso de sus fuerzas nos va a caer encima pronto.
—Obvio. Somos fáciles de encontrar, con esas auras roñosas como balizas —dije—. Hasta yo podría seguirles el
Lucía no llegó a tocar el piso cuando cayó.Un torbellino cegador se abatió sobre ella, envolviéndola, ocultándola a mis ojos.No me di cuenta que estaba gritando con todas mis fuerzas hasta que sentí el peso cálido, firme en mi cabeza. El brillo disminuyó y reconocí a mi señor Miguel inclinado hacia mí. Era su mano sobre mi cabeza. Estaba rodeado por miles de guerreros de luz, de pronto todos perfectamente visibles para mí. Sus manos fuertes y gentiles me sostuvieron cuando entre varios exorcistas me liberaron de la cadena maldita de Tespiah. Me desmoroné en sus brazos llorando, llamando balbuceante a Lucía.—Yael, Misael, cuiden de su hermano.El frío me invadió cuando Miguel se apartó de mí y sentí las manos amables de mis antiguos hermanos sujetándome. Quería ver qué había pasado
Desde chica tuve la certeza de que el cielo, el paraíso, no se parecía a ninguna de las descripciones que dan las distintas religiones, y que se parecía a todas a la vez. Mi idea del paraíso era que cada uno encuentra lo que esperaba encontrar antes de morir.Yo lo bauticé el Jardín de las Columnas.Y considerando que nunca me había detenido a pensar cómo creía o quería que fuera el paraíso, tuve que reconocer que me sorprendía mi propia imaginación.Era un prado de hierba y tréboles florecidos, rodeado por un bosque antiguo que lo cerraba como un muro vivo. En su centro había un espacio circular cubierto de losa blanca y rodeado de columnas altas, también blancas, sin techo. Una cornisa las unía entre sí, como un anillo trunco.Más allá estaba la Fuente del Principito. La llamaba así porque desde que la vi por
El murmullo dulce del agua en la orilla se mezcló con otro rumor dulce proveniente del bosque. Era música. Un cántico. Las voces eran tan delicadas y armoniosas que parecían instrumentos de viento y cuerdas. Me volví hacia las columnas, atraída por el sonido. Era la primera vez que escuchaba música en el Jardín.Subí los escalones sin apuro, pasé junto al estanque y crucé el prado hacia los árboles, siguiendo los cánticos. Encontré un sendero angosto que parecía conducir hacia la música. Lo seguí.Caminé por el bosque sin pájaros ni viento, de hojas perfectas, quietas, invariables. El cántico sonaba más cercano. Finalmente desemboqué en otro prado como el del Jardín. Era un poco más grande, y en su centro se levantaba un pequeño templo circular de piedra gris, con cúpula anillada.El
Todo reverberó con un resplandor enceguecedor. Cuando logré ver algo a mi alrededor, el templo había desaparecido, y Raziel también. Me erguí para ver dónde estaba pero no reconocí ninguna forma. Era un vastísimo campo de luz. Había varias criaturas reunidas allá adelante. Yael estaba de pie detrás de mí, Misael y Arael me flanqueaban. Traté de hacer a un lado mi pena. Comprendí que no había lugar para negativas al llamado que Yael me transmitiera y por eso estaba ahí. Esperé.Las figuras reunidas no tenían la menor resemblanza humana. Traducirlas a palabras que representaran formas era igualmente difícil, y me acordé de algunos relatos del Antiguo Testamento. Con que a esto se referían. Las únicas palabras que empezaban a aproximarse a las formas ahí adelante eran árbol, estrella, fuente, rueda, columna. Una d
Atardecía.Al otro lado de la ventana, la noche avanzaba desde la estepa sobre el lago.¡La noche! ¡El sol se había ocultado!Me senté agitada en la cama y sentí los tirones de las diversas porquerías que tenía enchufadas al cuerpo: respirador, electrodos, suero, sonda. Me las arranqué apurada, aparté las mantas y salté fuera de la cama. Menos mal que alcancé a agarrarme a la mesa, porque mis piernas cedieron apenas les puse un poco de peso. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente para debilitarme así?Mientras esperaba que las rodillas dejaran de temblarme, me tomé un momento para mirar bien dónde estaba. Una habitación de hospital. El San Carlos, a juzgar por la vista desde la ventana. Y estaba sola. Si no había nadie cuidándome, quería decir que había pasado bastante tiempo vegetando, estable, y
Me vino a la memoria la última sonrisa de Miguel al despedirse de mí.—¿Serías mi mensajera, Lucía? —había preguntado.De pronto me di cuenta de que la conversación había sido más larga de lo que yo había registrado, y que sabía más de lo que creía. Enfrenté a Lucas muy seria.—Quiero que me escuches con atención, porque no sé si lo puedo explicar con claridad —dije, hablando rápido para que no me interrumpiera—. Raziel no murió. Vos seguís siendo Raziel y…—No, amor, cuando te saqué…—Sí, sí, te quemaste casi íntegro. Pero Miguel te salvó. Separó tu esencia sutil de tu cuerpo físico para que pudieras seguir vivo como humano. Se llevó tu esencia con él, y allá arriba la puso al cuidado de Rafae
Un CaídoEso es lo que soyExtraviado a mitad de caminoEntre el Cielo y el InfiernoAnte míEl abismo que evitoA mis espaldasEl tremebundo resplandorQue me rechazaA mis pies un caminoQue nunca me atrevíA recorrer.¡Hola a todos!Bienvenidos a Los CaídosY bienvenidos al lugar que más amo en el mundo, donde tengo la suerte de vivir: San Carlos de Bariloche, en la Patagonia argentina, porque esta historia está 100% ambientada ahí.Y hablada 100% en argentino, así que no duden en preguntarme cualquier cosa
Un rugido estremeció el bosque. Ronco, gutural, sus ecos fueron a morir a orillas del lago, que reflejaba la noche quinientos metros más allá. La luz de la luna en el claro reveló la silueta, gruesa y bestial ahora que la criatura había revelado su verdadera forma y se erguía sobre sus ancas. Sus ojos rojos relumbraron como brasas al clavarse en mí, que quedaba empequeñecida por sus más de dos metros de altura. Me permití sonreír ante su furia incrédula. Era comprensible. A los treintiocho años ya no te molesta saberte anodina y común, carente de cualquier característica que pueda llamar la atención. Y yo, en particular, estaba agradecida de ser así. Todo los que me conocían veían un par de etiquetas inevitables: estatura arañando la media, una cara bonita gracias a los ojos celestes, oficinista, madre. Además de inevitables eran ciertas. Tan cierta como la más grande de mis etiquetas, la única que yo mantenía invariablemente oculta: cazadora. Como mis dos hermanas.