Me vino a la memoria la última sonrisa de Miguel al despedirse de mí.
—¿Serías mi mensajera, Lucía? —había preguntado.
De pronto me di cuenta de que la conversación había sido más larga de lo que yo había registrado, y que sabía más de lo que creía. Enfrenté a Lucas muy seria.
—Quiero que me escuches con atención, porque no sé si lo puedo explicar con claridad —dije, hablando rápido para que no me interrumpiera—. Raziel no murió. Vos seguís siendo Raziel y…
—No, amor, cuando te saqué…
—Sí, sí, te quemaste casi íntegro. Pero Miguel te salvó. Separó tu esencia sutil de tu cuerpo físico para que pudieras seguir vivo como humano. Se llevó tu esencia con él, y allá arriba la puso al cuidado de Rafae
Un CaídoEso es lo que soyExtraviado a mitad de caminoEntre el Cielo y el InfiernoAnte míEl abismo que evitoA mis espaldasEl tremebundo resplandorQue me rechazaA mis pies un caminoQue nunca me atrevíA recorrer.¡Hola a todos!Bienvenidos a Los CaídosY bienvenidos al lugar que más amo en el mundo, donde tengo la suerte de vivir: San Carlos de Bariloche, en la Patagonia argentina, porque esta historia está 100% ambientada ahí.Y hablada 100% en argentino, así que no duden en preguntarme cualquier cosa
Un rugido estremeció el bosque. Ronco, gutural, sus ecos fueron a morir a orillas del lago, que reflejaba la noche quinientos metros más allá. La luz de la luna en el claro reveló la silueta, gruesa y bestial ahora que la criatura había revelado su verdadera forma y se erguía sobre sus ancas. Sus ojos rojos relumbraron como brasas al clavarse en mí, que quedaba empequeñecida por sus más de dos metros de altura. Me permití sonreír ante su furia incrédula. Era comprensible. A los treintiocho años ya no te molesta saberte anodina y común, carente de cualquier característica que pueda llamar la atención. Y yo, en particular, estaba agradecida de ser así. Todo los que me conocían veían un par de etiquetas inevitables: estatura arañando la media, una cara bonita gracias a los ojos celestes, oficinista, madre. Además de inevitables eran ciertas. Tan cierta como la más grande de mis etiquetas, la única que yo mantenía invariablemente oculta: cazadora. Como mis dos hermanas.
—Turismo Alerces, buenas tardes, habla Lucía. La puerta del local se abrió y se cerró un segundo antes de que Mauro se asomara a la oficina posterior. —¿Quién vendió cuatro Cruce de Lagos en quince minutos? —exclamó radiante. Mauro, mi socio, tenía treinta años, pelo corto pero abundante y desordenado al mejor estilo Harry Potter, y la sonrisa fácil. Nos conocíamos hacía mucho, y en el 2004, tres años atrás, había aceptado su propuesta de invertir mis magros ahorros en abrir juntos la agencia. Una decisión por la cual todavía me felicitaba, porque Mauro era el mejor socio y compañero de trabajo que podría haber tenido. Le guiñé un ojo sin desatender el teléfono, anoté en la planilla de salidas el nombre que me dictaban, me despedí y corté. —¿Y quién completó la salida al Bolsón con tres llamados? —repliqué satisfecha, mostrándole la planilla en la pantalla de mi computadora. —¡Vamos todavía! Ya puedo sentir los ceros acumulándose en la
El Dutch estaba vacío cuando llegamos. Gabriel, el dueño del bar, jugaba ajedrez en la barra con Diego, el único cliente tan temprano. Diego tenía unos veinticinco años, vestía siempre pantalones cargo y gorra calada sobre los ojos, ensombreciendo su cara. Era lo que podría llamarse mi informante, la única persona fuera de mi familia que sabía a qué me dedicaba realmente. Años atrás había sacado de su casa a un espíritu vengativo, y desde entonces, cada vez que se enteraba de algo que pudiera interesarme, “me pasaba el caso”, como solíamos decir. Interrumpieron su juego cuando la puerta se abrió con un chirrido de madera quejosa. Al vernos entrar, Gabriel apartó el tablero con cuidado de no mover las piezas. Mauro y yo fuimos a sentarnos a la barra junto a Diego y aceptamos la botella de cerveza que Gabriel abría para nosotros. Poco después, Mauro estaba tras la barra, mirando videos con Gabriel, y yo conversaba a media voz con Diego, cerveza y cigarrillos a mano. —P
La construcción había quedado inconclusa más de quince años atrás, dejando un enorme esqueleto de concreto con pisos y unas pocas paredes internas. Una escalera de tramos cortos se enroscaba en torno a un pozo oscuro regado de basura y escombros, trepando desde el subsuelo hasta el cuarto piso, que tenía el cielo por techo más allá de las vigas de cemento que se encontraban allá arriba en un ángulo agudo. La cerca de chapas que rodeaba el amplio lote abandonado había sido abierta en un solo lugar, como si los grupitos de adolescentes y las parejas que solían darse cita ahí no quisieran que el acceso fuera demasiado evidente.En el silencio de la madrugada, aparté la chapa sólo lo indispensable para deslizarme dentro del predio, dos mil metros cuadrados de concreto y malezas. Me detuve en la luz anaranjada que llegaba desde la calle y observé la enorme estructura, ir
La noticia me llamó la atención enseguida. Un chico de diecisiete años había muerto la noche anterior en una casa abandonada a orillas del lago Gutiérrez. Al parecer estaba en el cumpleaños de un amigo en Villa Los Coihues y alguien apostó a que él y dos chicos más no se animaban a entrar en la vieja casa de los Quireipan. Típico. La casa embrujada del barrio. Una leyenda urbana de cuando yo era chica. Varias personas habían muerto ahí a lo largo de los años. Nada violento, muertes naturales, pero se decía que sus fantasmas permanecían en la casa y atacaban a cualquiera que entrara en su territorio. Historia para fogones en la playa, a la hora de los cuentos de miedo para que las chicas chillen y los chicos se hagan los valientes. Así que estos tres chicos habían aceptado la apuesta y habían entrado. Y por lo que contaban los dos sobrevivientes, adentro los habían atacado varios perros grandes, que mataron a su amigo a mordiscones antes de que ellos pudieran hacer na
Conocía esa casa. Claro que la conocía.Los kilómetros rodaron bajo el colectivo mientras la recordaba.Había sido la primera vez que mamá me había permitido acompañarla en una cacería. Yo tenía diez o doce años y estaba súper excitada. En la casa de los Quireipan no había ningún fantasma, sino un demonio nivel cinco: un perro infernal. Por algún motivo había establecido su territorio ahí cuando la familia se mudó, y había dado origen a la leyenda urbana de la casa embrujada. Nunca llegué a verlo. Mamá había destruido su cuerpo antes de llevarme, y la acompañé sólo para practicar la forma de sellarlo.Me había dejado trazar los pentagramas en las paredes, incluso el grande en el suelo, en el centro exacto de la casa. Hasta me había permitido empuñar su Cruz, y habíamos
No le conté a Ariel mis planes para esa noche. Esperé a que se durmiera y recién entonces me abrigué, me colgué al hombro la funda de mi katana y salí, justo a tiempo para tomar el último colectivo a Villa Los Coihues.La calle que bordea el lago Gutiérrez hacia la Cascada de los Duendes (nombre nuevo y turístico al que no terminaba de acostumbrarme) estaba vacía y silenciosa. En un par de meses se llenaría de turistas a pie y en auto a toda hora, pero en plena primavera todavía estaba tranquila. Caminé a buen ritmo hasta poco antes del límite del ejido municipal con el Parque Nacional, donde terminan todas las construcciones y el alumbrado público. Crucé el alambrado y el jardín invadido de mosqueta hasta la casa, ubicada a sólo diez metros de la orilla del lago. Me detuve a observarla. Oscura y silenciosa, las ventanas tapiadas, con un aire entre c&a