—Turismo Alerces, buenas tardes, habla Lucía.
La puerta del local se abrió y se cerró un segundo antes de que Mauro se asomara a la oficina posterior.
—¿Quién vendió cuatro Cruce de Lagos en quince minutos? —exclamó radiante.
Mauro, mi socio, tenía treinta años, pelo corto pero abundante y desordenado al mejor estilo Harry Potter, y la sonrisa fácil. Nos conocíamos hacía mucho, y en el 2004, tres años atrás, había aceptado su propuesta de invertir mis magros ahorros en abrir juntos la agencia. Una decisión por la cual todavía me felicitaba, porque Mauro era el mejor socio y compañero de trabajo que podría haber tenido.
Le guiñé un ojo sin desatender el teléfono, anoté en la planilla de salidas el nombre que me dictaban, me despedí y corté.
—¿Y quién completó la salida al Bolsón con tres llamados? —repliqué satisfecha, mostrándole la planilla en la pantalla de mi computadora.
—¡Vamos todavía! Ya puedo sentir los ceros acumulándose en las ganancias de este mes.
—¡Los ceros! ¡Dios te oiga! ¿Querés que te pase las reservas…?
—¿Mientras yo hago mate? ¡Perfecto!
Mauro odiaba pasar las reservas de los mails a las planillas, así que se apuró a meterse en la cocinita que habíamos improvisado en la parte delantera del baño de la oficina. Pronto me alcanzaba un mate humeante y se sentaba al otro lado de mi escritorio, al lado de la puerta interna al local, para ver si entraba alguien.
—¿Ya decidiste quién va a guiar mañana Circuito Chico? —preguntó.
—No estoy segura. Es el primer grupo de Tango, tiene que ser bueno —respondí pensativa—. Pero Germán está ocupado, así que había pensado llamar a…
—Vos sabés quién es el mejor para grupos de gringos —me interrumpió con una sonrisita burlona.
En ese segundo que apartó la vista de la puerta, se abrió y una voz potente retumbó en el local y la oficina. —¿Alguien habló del mejor guía bilingüe de la Patagonia?
Un hombre alto se asomó a la oficina con una gran sonrisa. Ahogué un gruñido poniéndome los anteojos y volví a concentrarme en mis planillas, ignorándolo mientras él y Mauro se saludaban con sus vozarrones futboleros.
—¡Lucas, querido!
—¡Maurito, cada día más groso!
Evité enfrentar a Lucas mientras pude. Su mera presencia bastaba para ponerme de mal humor. Era una reacción instintiva que nunca había logrado explicarme, así que había terminado por aceptarla y ya no la reprimía. Todo en él me molestaba. Que llevara tan bien sus cuarenta años. Que su cara fuera tan perfecta, que siempre oliera tan bien, que toda su ropa pareciera haber sido cortada exclusivamente para que él la vistiera, que su pelo claro y corto fuera tan sedoso a ojos vistas, el brillo de sus ojos grises, su sonrisa suficiente, esa confianza en sí mismo a prueba de balas. Que todos los hombres quisieran tenerlo de amigo y que todas las mujeres quisieran tenerlo de amante.
Se dieron la mano riendo y Mauro cruzó una mirada rápida conmigo. Al ver que yo asentía, le indicó a Lucas que se sentara frente a su escritorio.
—Hola —disparó Lucas al pasar frente a mí.
—Hola —repliqué en el mismo tono cortante, sin siquiera mirarlo.
Su tono cambió por completo al volver a hablarle a Mauro. —¿Entonces tenés algo para mí?
Mi socio le tendió la lista de pasajeros recién impresa.
Él la leyó de un vistazo. —Bien. Más gringas que gringos.
—Tranquilo, galán, que es un tour de jubilados —rió Mauro—. Es el primer grupo de la cuenta que hace meses que tratamos de conseguir, y ésta es su primera excursión. El fuerte de esa empresa son jubilados americanos y canadienses, así que a vender mucho y olvidate de seducirme una pasajera. ¡No quiero que me infartes a los vejetes!
Lucas iba a responder cuando sonó el celular de Mauro. Él leyó al vuelo quién llamaba y atendió apurándose hacia afuera. Lucas lo vio salir sorprendido, la lista de pasajeros todavía en la mano. Un silencio incómodo llenó la oficina hasta que sonó el teléfono. Mi tono al atender era cortés, muy diferente al que usaba con Lucas. Pero sabía que a él no le importaba. Por más que no nos pudiéramos ni ver, trabajo es trabajo: yo manejaba la mesa de operaciones de una de las pocas agencias que podía ofrecerle trabajo regular durante todo el año, y él era un excelente guía bilingüe, con buena presencia y buen trato con la gente. Y era el mejor amigo de mi socio. Así que no teníamos más alternativa que tolerarnos.
Mientras yo hablaba por teléfono, Lucas se cebó un mate y miró a su alrededor, sin saber bien qué hacer. Antes de que pudiera cortar me entró un mensaje al celular. Vi de quién era y alcé la vista hacia él, mi cara un cartel de neón que le preguntaba qué hacía ahí todavía. Él me mostró la lista de pasajeros. Asentí sin el menor rastro de una sonrisa.
—¿A qué hora mañana? —preguntó en voz baja.
Cambié el cartel de mi cara por otro: “¿todavía no sabés a qué hora salen las excursiones?” —Nueve menos cuarto.
Salió con un simple cabeceo. Apenas estuve sola, terminé la llamada tan rápido como pude y abrí el mensaje de Diego. Era raro que me escribiera. Quería decir que tenía algo.
—¡La veo esta noche!
La alegría de Mauro parecía demasiada para la estrecha oficina cuando volvió a entrar. Le devolví la sonrisa y el mate vacío. No necesitaba preguntar de quién hablaba. Mauro se dejó caer en su silla giratoria y dio un par de vueltas, sonriéndole al techo de oreja a oreja.
—Me puede, Lu —suspiró, las manos tras la nuca—. Va a ir con sus amigas al Dutch esta noche. ¿Me harías el aguante? Una birrita y te libero temprano, lo juro… ¡ay, tu hijo! No podés, ¿no?
—Tranquilo, Romeo. Ariel está con el padre y yo estoy libre. Podemos ir cuando cerramos. Después de comer algo que corre por tu cuenta.
—¡Gracias! ¡Sabía que podía contar con vos!
—Pero quiero más mate.
—Tomá. ¿Y Lucas?
—Se fue mientras vos hablabas con tu Julieta. No te preocupes, le confirmé la excursión.
—Bien. Vas a ver que mi suegro te trae a los gringos contentos y con ganas de gastar.
—¡Tu suegro! ¡Vergüenza debería darte! ¿No te podías fijar en la hija de cualquier otro?
—Nada qué hacerle. Y vos podrías suavizar tus púas así salimos los cuatro. ¡Como una familia!
Vio mi cara y sus carcajadas llenaron la oficina hasta que se quedó sin aliento.
El Dutch estaba vacío cuando llegamos. Gabriel, el dueño del bar, jugaba ajedrez en la barra con Diego, el único cliente tan temprano. Diego tenía unos veinticinco años, vestía siempre pantalones cargo y gorra calada sobre los ojos, ensombreciendo su cara. Era lo que podría llamarse mi informante, la única persona fuera de mi familia que sabía a qué me dedicaba realmente. Años atrás había sacado de su casa a un espíritu vengativo, y desde entonces, cada vez que se enteraba de algo que pudiera interesarme, “me pasaba el caso”, como solíamos decir. Interrumpieron su juego cuando la puerta se abrió con un chirrido de madera quejosa. Al vernos entrar, Gabriel apartó el tablero con cuidado de no mover las piezas. Mauro y yo fuimos a sentarnos a la barra junto a Diego y aceptamos la botella de cerveza que Gabriel abría para nosotros. Poco después, Mauro estaba tras la barra, mirando videos con Gabriel, y yo conversaba a media voz con Diego, cerveza y cigarrillos a mano. —P
La construcción había quedado inconclusa más de quince años atrás, dejando un enorme esqueleto de concreto con pisos y unas pocas paredes internas. Una escalera de tramos cortos se enroscaba en torno a un pozo oscuro regado de basura y escombros, trepando desde el subsuelo hasta el cuarto piso, que tenía el cielo por techo más allá de las vigas de cemento que se encontraban allá arriba en un ángulo agudo. La cerca de chapas que rodeaba el amplio lote abandonado había sido abierta en un solo lugar, como si los grupitos de adolescentes y las parejas que solían darse cita ahí no quisieran que el acceso fuera demasiado evidente.En el silencio de la madrugada, aparté la chapa sólo lo indispensable para deslizarme dentro del predio, dos mil metros cuadrados de concreto y malezas. Me detuve en la luz anaranjada que llegaba desde la calle y observé la enorme estructura, ir
La noticia me llamó la atención enseguida. Un chico de diecisiete años había muerto la noche anterior en una casa abandonada a orillas del lago Gutiérrez. Al parecer estaba en el cumpleaños de un amigo en Villa Los Coihues y alguien apostó a que él y dos chicos más no se animaban a entrar en la vieja casa de los Quireipan. Típico. La casa embrujada del barrio. Una leyenda urbana de cuando yo era chica. Varias personas habían muerto ahí a lo largo de los años. Nada violento, muertes naturales, pero se decía que sus fantasmas permanecían en la casa y atacaban a cualquiera que entrara en su territorio. Historia para fogones en la playa, a la hora de los cuentos de miedo para que las chicas chillen y los chicos se hagan los valientes. Así que estos tres chicos habían aceptado la apuesta y habían entrado. Y por lo que contaban los dos sobrevivientes, adentro los habían atacado varios perros grandes, que mataron a su amigo a mordiscones antes de que ellos pudieran hacer na
Conocía esa casa. Claro que la conocía.Los kilómetros rodaron bajo el colectivo mientras la recordaba.Había sido la primera vez que mamá me había permitido acompañarla en una cacería. Yo tenía diez o doce años y estaba súper excitada. En la casa de los Quireipan no había ningún fantasma, sino un demonio nivel cinco: un perro infernal. Por algún motivo había establecido su territorio ahí cuando la familia se mudó, y había dado origen a la leyenda urbana de la casa embrujada. Nunca llegué a verlo. Mamá había destruido su cuerpo antes de llevarme, y la acompañé sólo para practicar la forma de sellarlo.Me había dejado trazar los pentagramas en las paredes, incluso el grande en el suelo, en el centro exacto de la casa. Hasta me había permitido empuñar su Cruz, y habíamos
No le conté a Ariel mis planes para esa noche. Esperé a que se durmiera y recién entonces me abrigué, me colgué al hombro la funda de mi katana y salí, justo a tiempo para tomar el último colectivo a Villa Los Coihues.La calle que bordea el lago Gutiérrez hacia la Cascada de los Duendes (nombre nuevo y turístico al que no terminaba de acostumbrarme) estaba vacía y silenciosa. En un par de meses se llenaría de turistas a pie y en auto a toda hora, pero en plena primavera todavía estaba tranquila. Caminé a buen ritmo hasta poco antes del límite del ejido municipal con el Parque Nacional, donde terminan todas las construcciones y el alumbrado público. Crucé el alambrado y el jardín invadido de mosqueta hasta la casa, ubicada a sólo diez metros de la orilla del lago. Me detuve a observarla. Oscura y silenciosa, las ventanas tapiadas, con un aire entre c&a
No era el primer perro infernal que enfrentaba, y pronto comprobé que era mucho más fuerte de lo que se suponía que podía ser. Saltó sobre mí con otro gruñido, su cuerpo en llamas describiendo un arco ardiente en el aire, las garras delanteras extendidas y la boca abierta. Lo rechacé como pude. Esa habitación estrecha no me convenía. Necesitaba más espacio para no convertirme en una presa demasiado fácil.El demonio cayó parado y giró hacia mí. Además de demasiado fuerte, era más rápido que sus hermanos. Amagué atacarlo y logré quedar de espaldas a la puerta abierta, a sólo dos pasos. Cuando el perro volvió a saltar hacia mí, retrocedí hacia el pasillo. Me alcanzó en un instante. Corría con movimientos elásticos, como un lobo. Me adelantó sin que yo pudiera evitarlo y se plantó
La noche se reflejaba plácida sobre el lago y me llevó un momento reconocerlo: el Gutiérrez. Miré a mi alrededor un poco sorprendido. ¿Cómo sabía dónde estaba? ¿Por qué estaba tan seguro de que ése era el nombre del lago? ¿Por qué tenía en mi cabeza un mapa tan claro que me decía que estaba en una ciudad llamada Bariloche, en una región llamada Patagonia, en un país llamado Argentina? ¿Por qué era el año 2007? Mi último recuerdo era Francia durante la Segunda Guerra Mundial, o sea… ¿1941?Entonces sentí el tirón. Venía de una casa oscura a orillas del lago. La energía que llegaba hasta mí indicaba que había un demonio ahí. También había un humano. Un momento de concentración me indicó que el humano y el demonio se buscaban mutuamente.
Me despertó el mismo impulso que me sentó en la cama. Encontré a tientas el celular en la mesa de luz para ver la hora. Las tres de la mañana. ¿Qué hacía despertándome a esa hora después de haber soñado con la socia de Maurito? Reformulé la pregunta: ¿qué mierda hacía soñando con ella? Se me nubló la vista y se me cayó de la mano el celular. ¿Celular? ¿Qué era un celular? Sí, era esa cosa negra y rectangular que resbalara entre mis dedos, pero, ¿para qué servía? Una punzada de dolor entre los ojos me hizo apretarme el puente de la nariz. Abrí los ojos lentamente, sólo lo necesario para mirar a mi alrededor. ¿Dónde estaba? ¿De quién era esa casa? ¿Por qué estaba ahí? Un momento atrás estaba a orillas de un lago llamado Gutiérrez, frente a una