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—Heather, por favor, ¡¡no!! –gritó Georgina desde la puerta de la enorme mansión, corriendo a pesar de sus tacones detrás de su hija, quien se internó en el deportivo haciendo oídos sordos a los llamados de su madre—. ¡Por favor, escúchame!

— ¡Púdrete! –gritó Heather, enseñándole el dedo medio de su mano. Soltó los frenos casi al tiempo que pisaba el acelerador, y en el enorme jardín sólo se escuchó el chirrido de las llantas y la risa de Keith, el actual novio de Heather.

Georgina se detuvo en medio de la calzada del car lobby frente a su mansión y se llevó una mano a sus labios, intentando contener el llanto desesperado que pugnaba por salir.  ¿Qué iba a hacer con esa muchacha? Acababan de entregarle un pequeño sobre con un polvo blanco que le habían encontrado entre sus cosas. El servicio estaba entrenado y tenía orden de denunciar cualquier comportamiento de este tipo en su hija, pero eso a ella no le importaba; siempre, de algún modo, lograba meter de contrabando las porquerías que desde adolescente consumía.

Esta noche no volvería a casa, estaba segura, y aquello empeoraba las cosas. Habían organizado una cena con Raphael Branagan, el prometido de Heather, y ella no iba a estar.

—Ay, Dios, ¿qué voy a hacer? –y lo peor era que Phillip, su esposo, le echaría toda la culpa a ella, como solía hacer. Si la relación entre Heather y Raphael no se consolidaba con el matrimonio; si por cosas de la vida Raphael decidía que Heather no era la esposa adecuada para él; si Heather no cambiaba pronto, si no enderezaba su camino y decidía por una vez en la vida hacer lo que sus padres le pedían, ella estaría en serios problemas.

Una lágrima recorrió el pálido rostro de Georgina, e inmediatamente buscó un pañuelo para secarla. Su esposo no debía ver lo atribulada que estaba, ni Raphael, cuando llegara. Tendría que hacer ella sola de anfitriona, y excusar con mil mentiras la ausencia de su hija.

— ¿Y ahora qué quería? –preguntó Keith, mirando fijamente el cabello de Heather, de un rojo encendido, y largo hasta la cintura.

—La muy maldita acabó con mis reservas. No sé cómo hizo, pero lo encontró. Mi casa no es un lugar seguro, nunca lo ha sido.

— ¿Y ahora?

—Ahora… —rezongó Heather—. Ahora busca a tu contacto y pide una nueva dosis. La necesito.

—Heather, no es tan fácil.

— Ah, ¿no? Años haciéndolo, ¿y ahora me vas a decir que no es una cosa fácil de hacer? –gritó ella con sus ojos grises más pálidos que de costumbre por la cólera. Keith hizo girar sus ojos en sus cuencas. Heather no era muy popular por su paciencia, tenía la mala costumbre de exasperarse con facilidad, y a la menor provocación, gritar y putear.

— ¡Está bien! ¡Pero ten cuidado! Has doblado la dosis, y…

— ¡Maldita, sea! ¡No eres mi puto padre! ¡Ni la puta hermana de la caridad! A buena hora vienes a hablarme de tener cuidado cuando fuiste tú mismo quien me dio la primera dosis…

— ¡Ya! Está bien, ¡te la conseguiré!

Heather aceleró el deportivo internándose en la autopista.

Aquella fue una noche como las que le gustaban. Licor, drogas, sexo, mucho sexo, y otra vez licor, y otra vez drogas.

—Ah, Oh, dioses, ¡Keith! –murmuró Heather, no desnuda del todo; llevaba las bragas de encaje negro enredada en uno de sus tacones puntilla, y Keith la penetraba con fuerza y rapidez. Heather apretaba los dientes sintiéndolo en lo profundo, pero, aun así, anhelando mucho más.

—¡¡Waaaahh!! ¡¡¡Qué escena más putamente sexy!!! –gritó Justin, entrando de repente a la habitación en la que copulaban Heather y Keith. Estos ni se inmutaron.

Detrás de Justin entró Craig, con su teléfono móvil en la mano y buscando la aplicación para hacer un video.

— ¿Un trío? –propuso Craig, y antes de terminar la pregunta, ya Justin se había desnudado. Heather extendió la mano hacia el miembro de Justin, ya erecto, mientras Keith no paraba en sus embates. De alguna manera, verla con el miembro del otro en su mano, y luego en su boca, lo excitaba más.

— ¿Por qué estás tan contenta, Heather? –preguntó Craig, sintiendo en sus pantalones una erección y tocándose. Heather era extremadamente hermosa, con su piel blanca, el cabello rojo encendido, los ojos grises, sus facciones perfectas y delicadas, y unos senos totalmente apetecibles.

—Hoy tuvo su ración de coca, a que sí –rio Justin, y los tres hombres le hicieron coro.

Heather no escuchaba nada, no entendía, no quería saber. Se sentía sublime, adorada, llena.

Luego de la sesión, a la que pasados unos minutos se unió Craig, volvió a tomar su deportivo, a deambular por la ciudad. Iba ebria de poder, dueña del mundo, y de los tres hombres que iban con ella en el coche. ¿Y si probaba a conducir de pie?

— ¡Hey!, ¿qué haces? –gritó Keith.

—Estoy… tan…

— ¿Feliz? —Ayudó Justin.

Heather lanzó un grito jubiloso y pisó el acelerador. En casa, seguramente estaba su madre inventándose mil excusas ante el estúpido de Raphael Branagan, y luego de la cena, su padre discutiría con ella por ser una pésima madre, por no haber cumplido con su labor, la única que tenía: cuidar a su hija.

Se echó a reír al imaginar el rostro compungido de Georgina, y la pose tiesa, como si tuviera un palo metido en el culo, de Phillip.

Pero cuando pensó en Raphael casi se desternilla de la risa. ¿De verdad creía ese nuevo rico que podía casarse con alguien como ella, domarla, montarla y aguantar la cabalgata? Realmente, daba asco.

Lo había visto un par de veces, la vez que le anunciaron que se casaría con él, y una vez en una fiesta a la que se vio obligada a ir. Era guapo, no lo podía negar, pero de hombres guapos estaba ella constantemente rodeada; él la miraba de arriba abajo con desprecio, odiando el convenio entre sus padres tanto como ella. Iba siempre de punta en blanco, bien peinado, bien vestido… era el hijo de un pobre diablo que se había hecho asquerosamente rico de un momento a otro y ahora dominaba el mundo financiero. Su padre estaba en un apuro burocrático, así que la mejor solución había sido unir la fortuna Calahan con la Branagan a través de un matrimonio.

Iba a ser el infierno.

Se iba a casar, claro que sí. Si no, le cortarían todos sus ingresos, las tarjetas, y demás entradas. Pero ah, cómo se divertiría haciéndole la vida imposible a ese malnacido.

El deportivo iba a más de ciento veinte, violando las normas de tránsito, y el cabello parecía querer quedarse atrás. Los ojos le lagrimeaban, los dientes se le secaban por estar sonriendo… no vio el coche que más adelante intentaba adelantar, y el impacto se produjo.

Samantha se hallaba en ningún lugar.

Ese era el nombre que le había dado a ese espacio donde todo era niebla, y, sin embargo, tenía los pies firmes sobre suelo. No se veía sus manos, ni sus pies, pero sabía que allí estaban. No tenía un cuerpo, por lo tanto, las mil dolencias habían desaparecido.

Una cosa buena, entre tanta confusión.

De pronto, el eterno silencio fue interrumpido por una voz un tanto femenina.

¿Qué es lo que más deseas en el mundo, Samantha Jones?

Aquella era una pregunta injusta, porque deseaba demasiadas cosas. ¿Por dónde empezar?

Tic, tac. Tic, tac –apuró la voz.

Empezó a desesperarse cuando se dio cuenta de que no podía organizar sus prioridades. ¿Qué primero? ¿Volver a su juventud? ¿A esa noche en que Ralph fue a su casa? ¿O antes? ¿O después, y casarse con Robert, el hombre que le propuso matrimonio cuando tenía ya cuarenta, y así no quedarse sola? ¿Qué deseaba realmente?

¿No quieres nada? Qué aburrido. Tanto trabajo para nada…

— ¡Espera! –gritó Samantha.

Entonces, ¿sí quieres algo?

Si Samantha hubiese tenido ojos, de ellos habrían salido lágrimas.

—Volver a empezar –susurró.

¿Qué?

—Desearía volver a empezar.

— ¡Todo esto es tu culpa! –vociferaba Phillip Calahan a su mujer, en el pasillo de un hospital, paseándose de un lado a otro, impaciente.

Habían traído a Heather inmediatamente después del accidente. Sus signos vitales iban en picada cuando al fin lograron internarla en urgencias, y ahora esperaban noticias.

Raphael Branagan miró su Rolex sin saber siquiera qué desear. Habían estado compartiendo una sombría cena, debido a la ausencia de la anfitriona que se suponía él debía ver, y pasada una hora recibieron una llamada donde se les comunicaba que su prometida había chocado en su auto por exceso de velocidad, por ir ebria y drogada junto con otros tres tipos.

Era un poco embarazoso ver a Phillip gritarle a su mujer que era ella quien tenía la responsabilidad de los actos de una mujer de ya veintitrés años, cuando estaba claro que tampoco él había sido el mejor padre del mundo.

Respiró profundo y paseó sus verdes ojos por la sala de espera. No había nadie más. Irse ahora sería muy descortés, pero era lo que quería.  Fue entonces que al fin salió un médico con su uniforme verde y el tapabocas aún en el rostro dando el parte médico.

Heather estaba a salvo, fuera de peligro. La habían perdido por unos minutos durante la operación, pero gracias a la rápida acción de los médicos, habían conseguido traerla de vuelta. Ahora estaría bajo observación.

Georgina sollozó de alivio, sola, pues Phillip no le dio su hombro para apoyarse. Un poco mal por eso, le ofreció el suyo.

— ¿Podemos verla? –preguntó Georgina. El médico habría querido decirle que no, pero aquellos no eran unos cualesquiera, así que les prometió que en unos minutos podrían entrar en la habitación que le habían asignado.

Ella estaba a salvo, lo que no se podía decir de uno de sus acompañantes, que había muerto en la colisión, ni del otro, que al parecer había sufrido una fractura en su columna vertebral.

Ella, la causante de todo aquel embrollo, estaba a salvo.

Raphael Branagan se preciaba de ser un hombre independiente, se había devuelto a Inglaterra cuando cumplió los veintiuno y había vuelto hacía sólo unos meses cuando su padre le pidió la única cosa que él no estaba muy dispuesto a hacer: casarse con una niña rica.

Había aceptado; su padre estaba un poco enfermo, aunque nadie lo sabía, y encima, había soltado un discurso acerca de que quería verlo establecido y con un hogar… 

Tendría que hablar con su padre y decirle que, al fin y al cabo, no podía casarse con una mujer de carácter tan disoluto, una que iba y se metía en problemas poniendo en riesgo no sólo su vida, sino la de todo aquel que estuviera a su alrededor.

Aquello era simple supervivencia.

Samantha abrió sus ojos.

¡Tenía ojos!

Y la luz le hería las retinas.

Intentó mover una mano (que también tenía, eso ya no era discutible), pero no pudo. Estaba atada a alguna cosa y no le dejaba movilidad. Entró en pánico.

—No, no hagas eso. Todo está bien. Todo va a estar bien.

Trató de enfocar su vista, pero lo que vio sólo la desconcertó más: una mujer rubia, de unos cuarenta años, le pasaba el dorso de sus dedos por sus mejillas, acariciándolas. En sus pálidos ojos grises había lágrimas.

No la conocía de nada, ¿por qué estaba allí? Esperaba ver a Tess, no a esa mujer. Y de todas las cosas, ¿por qué había despertado? Diablos, ¿iba a vivir de veras hasta los ochenta?

Cerró sus ojos y una voz tronó en su cabeza:

Hazlo bien esta vez.

Abrió los ojos de nuevo. Esa voz le traía recuerdos de un extraño sueño que había tenido, pero trataba de capturar imágenes, los restos de un diálogo, y no, no podía, todo se esfumaba, como espuma entre sus dedos, como el aire que escapa de un globo, ¿por qué…?

—Tranquilízate, hija, por favor –rogó la voz de una mujer.

— ¿Hija? –Susurró Samantha.

—Soy tu madre… Oh, Dios, ¿no me recuerdas? –Samantha abrió los ojos como platos, y al fin pudo levantar una mano… una mano blanca, de piel tersa y uñas perfectas… una mano joven.

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