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Samantha tenía los ojos cerrados. Había aprovechado la oscuridad de su habitación para explorar su cuerpo, y no había lugar a dudas; ese no era el suyo.

Recordaba perfectamente la forma y la sensación del cuerpo con el que había pasado los últimos ochenta años y no era para nada esbelto, ni de formas firmes.

Ahora tenía senos redonditos cuyos pezones apuntaban justo al frente, no hacia abajo; piernas largas, abdomen plano y cintura estrecha. Parecía una modelo de revista.

Y el cabello, ¡por Dios! Había visto su color antes de que apagaran las luces, y lo tenía de un rojo encendido, abundante y largo, muy largo.

No se había mirado a un espejo aún, pero intuía que no era fea. Quizá tenía ojos redondos, o tal vez almendrados. Tal vez tenía pestañas pálidas, o más bien oscuras y rizadas. Intuían que sus labios eran carnosos y firmes, pero no lo sabía a ciencia cierta, y su nariz, decididamente, era fileña. Tenía el cuello esbelto y largo, y se le pintaban un poco los huesos de la clavícula. Su piel era tan suave como pétalos de rosas, e igualmente tersa.

¿Quién era la pobre jovencita cuyo cuerpo ella estaba usurpando?

Y era real; si las teorías que decían que el dolor te despertaba de los sueños eran ciertas, ella no estaba soñando, pues habían venido innumerables enfermeras a pinchar su cuerpo con agujas y no había despertado de lo que debía ser un sueño muy extraño.

¿Cuánto tiempo estaría allí de ocupante?

No es que tuviera muchas ansias por volver a su cuerpo anciano, enfermo, que había perdido estatura con el paso de los años, se había puesto más bien redondo y sus senos habían pasado a ser un par de molestias colgando de su pecho, pero no podía dejar de pensar en que aquello era realmente antinatural.

¿Quién le había hecho esto?

La imagen de una espesa niebla se vino a su mente, pero de igual manera desapareció.

¿De veras era aquello una segunda oportunidad que le estaba dando la vida?

“Hazlo bien esta vez”, había dicho una voz.

¿Hacer bien qué?

Está bien, su vida como Samantha Jones había sido cuando poco, patética. Una vida estéril, sin amor, sin familia, nada. ¿Le estaba dando alguna deidad la oportunidad de comenzar de nuevo?

Sintió una punzada en su cabeza.

Si bien no tenía los dolores de Samantha, los de la pelirroja no eran pocos. Al parecer, venía de un grave accidente, de donde casi se mata. La rubia que había declarado ser su madre así se lo había dicho, y al parecer, era ella misma quien conducía cuando se produjo la colisión.

Tal vez había perdido el control del coche. Tal vez habían fallado los frenos.

Ella no sabía conducir, de todas formas; toda su vida se había transportado en el sistema público, así que no tenía modo de saber en qué había fallado.

Miró hacia la ventana, y vio que el sol ya se asomaba. No había podido quedarse dormida en toda la noche, ni aun con los sedantes ni los analgésicos para el dolor que le habían aplicado las enfermeras.

Estaba un poco asustada. Se sentía cometiendo un delito realmente grave. ¿Pero qué podía hacer? No había sido ella quien decidiera despertar allí. Ella, de hecho, lo que había deseado era morir para dejar de tener que soportarse a sí misma.

—Vaya, parece que has madrugado –dijo la enfermera que entró con una nueva ronda de inyecciones y pastillas—. Te darán el alta mañana, no tendrás que estar aquí mucho tiempo.

—Estoy familiarizada con los hospitales –murmuró Samantha.

La enfermera la miró un poco confundida. No era propio de una joven sana como ella estarlo, pero no dijo nada.

La mañana se fue pasando, y a eso de las diez, volvió la mujer rubia a visitarla. Su madre.

Después de medio siglo, volvía a tener madre.

— ¿De verdad no me reconoces? –le preguntó, y Samantha meneó la cabeza. Ella era realmente hermosa, con sus ojos gris pálido y un cutis envidiable. Las líneas de expresión eran realmente pocas, y su tono rubio no dejaba a la vista las canas—. Mi nombre es Georgina, soy tu madre; y tú eres Heather, mi única hija. Los médicos dicen que la amnesia puede ser temporal, así que tal vez pronto recuerdes… todo.

Heather. El nombre de la chica era Heather. ¿Y ella? ¿Quién era ella ahora? ¿Samantha? ¿Heather?

Miró de nuevo a su madre, analizándola. Ahora que estaba despierta, ella no le acariciaba las mejillas con el dorso de sus dedos, ni le alisaba el cabello con manos delicadas. ¿Qué pasaba allí?

—Tú… estabas conmigo cuando desperté.

—Ah… sí… estabas un poco asustada. No es para menos, luego de lo sucedido.

— ¿Qué sucedió?

—Bueno, chocaste contra otro coche.

— ¿Perdí los frenos? ¿Qué pasó? –Georgina apretó los labios, rehusándose a contestar, y afortunadamente para ella, en el momento entró Phillip.

—He hablado con tus médicos, saldrás mañana mismo de aquí –dijo el padre con voz autoritaria—. Ya contraté a un par de enfermeras para que cuiden de ti y te obliguen, si es necesario, a tomarte tus medicinas… —miró severo a Heather y continuó—: quiero que sepas que no estoy para nada contento con tu última locura. ¡Casi te matas!

—Phillip –intentó tranquilizarlo Georgina.

—No, mujer, ella tiene que ponerse a sí misma los límites, y si no lo hace ella, ¡con mucho gusto lo haré yo! Desde ahora, todas tus salidas están restringidas. Si no voy yo, o tu madre, o cualquiera que yo diga, no saldrás de la mansión. Reduciré un cincuenta por ciento tus ingresos, y definitivamente no saldrás de noche a fiestas ni a ningún otro lugar. Desde hoy estarás custodiada por uno de mis hombres que será tu sombra ¡hasta en el baño! Casi me cuestas la asociación con los Bran…

—Phillip, ¡por favor! –exclamó Georgina con voz aguda. Miró a Heather esperando la consabida cólera por todos y cada uno de los dictámenes, pero ella miraba a su padre con expresión tranquila.

— ¿Eres rico? –le preguntó, y eso dejó totalmente fuera de base a Phillip, que miró a Georgina interrogante. Ésta no pudo evitar la risa, que parecía más bien un ataque de histeria.

Phillip se acercó a la cama y miró de pies a cabeza a su hija, su pecho estaba un poco agitado, y en su rostro tenía una expresión de confusión.

—A mí no lograrás engañarme.

—Tú pareces difícil de engañar. Si esa astucia la aplicas en tus negocios, seguro que te va bien.

Phillip volvió a mirar a su mujer, parecía un poco sorprendido por las palabras empleadas por su hija, y porque, de hecho, aquello era un cumplido.

—Realmente te diste un buen golpe en la cabeza.

—Ah, bueno. Si el accidente fue tan grave, parece que es un milagro que esté viva –ella frunció el ceño como si cayera en cuenta de algo—. ¿Estuve muerta? –Phillip encontró aquella conversación demasiado extraña.

—Los médicos aseguran que sí.

—Claro, eso lo explica todo.

— ¿Qué, viste algún túnel? –preguntó Georgina— ¿O un camino de rosas?

—Voto por el túnel –murmuró Phillip.

—Nada. No recuerdo nada –contestó ella. Cuando era Samantha, había pasado de tener un día normal a sufrir luego un paro cardíaco, y ahora estaba aquí, pero eso no se lo podía contar a los que ahora aseguraban ser sus padres. Ahora se llamaba Heather. Tendría que practicar para responder cuando la llamaran por ese nombre, y comenzar a conocer la vida de la antigua ocupante del que ahora era su cuerpo.

No sabía cuánto duraría aquella anomalía, pero mientras durara, debía cuidar de aquel cuerpo, de aquella vida, y de aquellas personas que ahora la rodeaban.

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