Francesco frenó el coche con un chirrido de neumáticos justo al borde de la acera, impaciencia que se reflejaba en cada uno de sus movimientos al abrir la puerta y salir.Sus pies apenas tocaron el pavimento antes de que avanzara a grandes zancadas hacia la entrada, con la mirada fija en el umbral, como si el tiempo mismo se estuviera escurriendo entre sus dedos.Detrás de él, con el aliento entrecortado y una expresión de esfuerzo en el rostro, Vito lo seguía a duras penas, sus pasos resonando como un eco apresurado de los de Francesco.La urgencia en sus acciones era palpable, una atmósfera de apremio que los envolvía mientras se apresuraban, cada segundo contado en el tic-tac invisible de un reloj impaciente.Vito jadeó ligeramente, se detuvo un instante para recuperar el aliento y preguntó con curiosidad:—¿Qué sucedió?Francesco, que recuperaba la compostura gradualmente, respondió con un tono aliviado:—Todo ha llegado a su destino, Vito. La mercancía sustraída será recuperada p
El hilo de sus palabras se vio súbitamente truncado por el resonar de la voz del maestro de ceremonias, que cobró protagonismo en el ambiente, y por la aparición de una sucesión de imágenes vibrantes que comenzaron a desfilar en las pantallas estratégicamente dispuestas por todo el salón.Estas proyecciones dinámicas tenían como cometido anunciar y presentar cada una de las prestigiosas casas de diseño y joyería que participaban en la tan esperada exhibición.La atención de los presentes, dispersa hasta ese momento en conversaciones privadas, se volcó unánimemente hacia el espectáculo visual y auditivo que marcaba el inicio formal del evento y el comienzo de la presentación de las codiciadas creaciones.—¿Acaso esa fue la recopilación del año anterior? —inquirió Catalina con curiosidad.—En efecto, gracias a ella obtuvimos diversos acuerdos mercantiles de gran relevancia —respondió Francesco en un murmullo.—Una compilación estética y admirable —comentó ella con sinceridad.—Nada tien
Catalina se quedó con el corazón en un puño, el aire se espesó a su alrededor y contuvo la respiración con fuerza cuando la pantalla gigante del escenario se iluminó con el nombre que Francesco había elegido para su esperada presentación:«Colección de cenizas».Al leerlo, un escalofrío le recorrió la espina dorsal, una mezcla de asombro e inquietud punzante. Pero la sorpresa se intensificó aún más cuando debajo del título principal apareció, con una tipografía elegante y destacada, el nombre de la pieza central, el alma de toda la colección:«El corazón del fénix».La magnitud de estas palabras resonó en su interior, evocando imágenes poderosas de destrucción y renacimiento, de fragilidad y fortaleza, dejando en ella una sensación de profunda expectación y una ligera punzada de temor ante lo que estaba a punto de presenciar.Un torrente cálido de lágrimas brotó de sus ojos y rodó libremente por sus mejillas mientras observaba con el corazón henchido cada una de las exquisitas piezas
Tobías.—Ya es hora, Marta —espeté con desdén. —Catalina cumple 18 años. Basta ya de esta farsa. Que empaque sus cosas y se vaya. No necesitamos parásitos aquí.Marta me miró con incredulidad, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.—¿Cómo puedes decir eso, Tobías? ¡Es nuestra sobrina y la quiero como a una hija!Solté una risa fría, como si nada me importara.—¿Nuestra sobrina, dices? No me hagas reír. Es una carga, una molestia. Además, ya es mayor, que se busque la vida.Su rostro se enrojeció de rabia.—¡Eres un monstruo! ¿Cómo pude casarme contigo?Me acerqué a ella sonriendo con burla.—¿No lo recuerdas? Eras una simple cantinera, una inmigrante sin futuro. Yo te saqué de la miseria, te di un apellido, una vida. Deberías estar agradecida.—¡Te odio! Eres un ser despreciable —respondió Marta aterrorizada.—El odio es un sentimiento y tú no tienes derecho a sentir nada. Ahora haz lo que te dije. Empaca sus cosas y desaparece de mi vista.Me di la vuelta y le di la espalda a
Catalina.Esas palabras aún me taladran el alma.—¡No tengo a dónde ir! —le rogué con cada fibra de mi ser temblando—, no puedes echarme así.Sentía las lágrimas calientes resbalar por mis mejillas, un río salado que no podía detener.Mi pecho me dolía como si un puño gigante lo apretara, y cada bocanada era una puñalada, como si el aire mismo se negara a entrar en mis pulmones.Pero su respuesta me heló la sangre en las venas.—Por supuesto que puedo.Cada sílaba resonaba con una crueldad fría y calculada. Y luego, ese grito, esa furia volcánica dirigida hacia mí, hacia el recuerdo de mi madre...—¡No quiero nada que me recuerde a la maldita zorra de tu madre!En ese instante, sus ojos... Nunca olvidaré la bilis que destilaban. Puro odio, puro desprecio. Era como si yo no fuera su sobrina, sino una mancha, un recordatorio constante de alguien a quien detestaba.Sentí cómo se encogía mi corazón, cómo una parte de mí se rompía en mil pedazos. ¿Cómo podía alguien a quien se suponía que
Catalina.En lugar de girarme, dejé que las lágrimas siguieran su curso y mojaran mi rostro. Mis manos subían y bajaban por mis brazos tratando de generar algo de calor en aquella helada noche romana.Sentía el frío punzante calándome hasta los huesos. Entonces, noté algo cálido sobre mis hombros. Era el abrigo de tía Marta. Su tacto me dio un respiro, un pequeño oasis en este desierto de frío y soledad.—No quiero irme —alcancé a decir, mientras la voz quebrantaba y no podía contener un sollozo. Era la verdad. A pesar de todo, una parte de mí no quería abandonar lo poco que conocía, aunque ese «poco» estuviera lleno de dolor.Sentí la mano de tía Marta acariciando mi pelo.—No sé lo que le pasa a tu tío, no entiendo cómo tiene corazón para hacerte daño, mi niña.Sus palabras eran suaves y denotaban una tristeza genuina. Cerré los ojos por un instante, deseando con todas mis fuerzas que ella fuera mi madre. ¿Cómo sería mi vida entonces? Seguramente, no estaría temblando de frío y mied
Catalina.Di dos pasos más mientras el tembloroso haz de luz de mi móvil rasgaba la oscuridad de las sucias paredes del callejón. Y entonces, la luz tropezó con algo. Se trataba de un hombre. Tirado en el suelo, la oscuridad lo engullía casi por completo, pero la sangre que lo rodeaba se veía bajo la luz húmeda y oscura.—¿Quién es...?La pregunta tembló en mis labios, sin encontrar voz. ¿Quién podía infligir una brutalidad así? La respuesta, fría y desoladora, se abrió paso en mi mente como una cuchillada: hacía tiempo que la humanidad había extraviado su camino. Por unas míseras monedas, la vileza humana no conocía límites.Un torbellino de emociones me sacudió. El miedo seguía allí, agudo, recordándome el peligro y la posibilidad de que quien le hizo esto aún estuviera cerca. Pero, por encima de ese terror, sentí una oleada de indignación y una pizca de lástima.Dudé por un segundo, mientras la imagen borrosa de sus heridas se grababa en mi mente. ¿Debía involucrarme? ¿No sería más
Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios al ver la puerta. Por fin estaba en casa. El cansancio me oprimía cada hueso y cada fibra de mi cuerpo. Solo anhelaba la suavidad de las sábanas, la promesa de desconexión, aunque fuera por unas pocas horas.—Hogar, dulce hogar —murmuré al girar la llave y abrir la puerta. Mi pequeño piso, acogedor y humilde, no se parecía en nada a la opulenta mansión donde crecí y donde fui tan infeliz.Una oleada de gratitud me invadió al pensar en lo plena que me sentía ahora, en esta nueva vida que había construido con esfuerzo.Quizás la gente tenía razón después de todo: el dinero no podía comprar la felicidad. La mía la había encontrado en la libertad, en la paz de mis propios espacios y en la certeza de que, a pesar de las cicatrices, era dueña de mi destino.Al cruzar el umbral, la oscuridad me recibió y una punzante sensación de miedo, de peligro acechando en las sombras, me erizó el vello de la nuca al instante.Me quedé paralizada en la puerta d