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A medida que avanza la semana, mi ánimo decae un poco. Es el cumpleaños de Anna y la foto enmarcada que tengo de las dos parece que resplandece más.

El jueves cuando me despierto no tengo ganas de hacer mucho, si estuviera en casa iría al cementerio con los Bennett y me quedaría sentada en el suelo junto a su tumba aunque estuviera lloviendo. Hoy me siento rara, como si estuviera fallando a todo el mundo por no estar allí, incluso a mí misma.

Antes de que Kay se despierte de mal humor por mi alarma (o por la suya) yo ya estoy en la calle deambulando por la ciudad hasta la playa. Los primeros en llamarme son mis padres. Se preocupan.

—¿Estás bien allí? —me preguntan, y se refieren a si ya he empezado a lamentarme.

—Sí.

Estoy bien, estoy mejor que en casa.

Me siento en el muro de piedra que delimita la playa, me cuelgan los pies y no puedo hacerme una coleta que recoja mi pelo para que no me moleste. Está muy animado todo, sé que a nadie le importa este día.

—¿Has hablado ya con los B
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