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Peter aparca delante de un centro deportivo, entre un monovolumen y una farola. Tengo que hacer malabares para salir sin rayar el otro coche pero lo consigo y camino atenta a su lado. Seattle no tiene ni punto de comparación con esto. Miami es más... amplio, huele a una playa más intensa y parece que la gente es más feliz. En casa está lloviendo ahora mismo y el clima hacía toda la situación aún más deprimente.

Peter empuja la puerta por mí y avanzamos juntos por el pasillo del centro. Las gradas del pabellón ya están llenas de padres y otros niños y el corazón se me revuelve en el pecho. Antes solía ir a todos los partidos de baloncesto con Anna, ella lo hacía más bien porque yo le suplicaba ir a ver a Jack jugar. Después, fui un par de veces a ver a Roy cuando salíamos juntos, pero nada era lo mismo.

Ahora me siento con Peter en la segunda fila de la grada a media altura de la cancha.

—¿Sabes de baloncesto? —me pregunta.

—Algo si sé —confieso—. Antes solía ir a muchos partidos en e
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