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Latidos del corazón
Latidos del corazón
Por: Tory Sánchez
Capítulo 1. En manos del destino

El reloj de la sala del médico marcaba las tres de la tarde cuando Stella recibió la noticia que tanto temía.

—Lo siento, Stella —dijo el médico con un gesto compungido—. Ninguno de los tratamientos ha funcionado. Tu corazón se ha ido debilitando y las cámaras se han agrandado. Como resultado, tu corazón ya no puede bombear suficiente sangre a tu cuerpo. Necesitas un trasplante urgente.

«Necesitas un trasplante urgente»

Los ojos de Stella se llenaron de lágrimas mientras escuchaba las palabras del médico, sintiendo cómo la esperanza se desvanecía poco a poco.

—Sé que es difícil de aceptar, pero el costo de la operación es alto y sé que no cuentas con los recursos para cubrirlo.

Stella asintió con tristeza. Provenía de una familia humilde y el gasto que implicaba una cirugía de ese tipo era simplemente inalcanzable para ellos. La joven de cabello oscuro y mirada desgarrada se sentía impotente ante su destino.

—¿No hay nada que se pueda hacer, doctor? —preguntó con la voz temblorosa. Intentando aferrarse a una esperanza.

El doctor suspiró.

—Podemos ponerte en la lista de espera para un trasplante, sin embargo, la lista es larga y no podemos garantizar cuánto tiempo tomará conseguir un donante adecuado para ti.

Stella asintió de nuevo, sintiendo cómo la esperanza se desvanecía aún más. Ahora estaba en manos del destino y debía esperar una oportunidad que tal vez nunca llegaría.

El dolor se abrió paso por su cuerpo, controlo sus lágrimas y con dificultad agradeció al doctor.

—Gracias por todo, doctor Marchetti —susurró.

—Lamento no poder hacer mucho por ti, Stella, de verdad que lo lamento —expresó ante la terrible verdad.

Stella había sido su paciente por mucho tiempo y saber que no había muchas esperanzas para ella le provocaba tristeza. Como profesional y como humano, lamentaba no poder darles buenas noticias a sus pacientes.

—Ya ha hecho mucho por mí, gracias —reiteró.

Stella empujó la silla con cuidado para que no hacer ruido, le dedicó una triste sonrisa al galeno y salió de la habitación con un nudo en su garganta y el deseo de gritar y llorar hasta quedarse sin voz.

Sentía que algo le pesaba en el pecho y no era la falta de aire, era la vida, la que se le escapaba de las manos, meses y meses de tratamiento. Una vida a medio vivir, sueños truncados, esperanzas rotas.

—¿Por qué? —susurró al cielo, al tiempo que este se abría y dejaba caer una cortina de agua sobre ella.

Las lágrimas de Stella se mezclaron con la lluvia, su mano se aferró a su blusa sobre su pecho, mientras un alarido de dolor escapó de su garganta.

Dolía no tener esperanza, dolía saber que estaba apagándose poco a poco. Marchitándose lentamente como una flor que no recibía agua, ni sol, dolía saber que pronto sus ojos se cerrarían y no volvería a ver a su madre jamás.

Las piernas de Stella cedieron y cayó de rodillas en la fría y húmeda acera, mientras un llanto desgarrador era liberado de su garganta… Esa tarde, Stella lloró como nunca antes lo había hecho, ni siquiera fue consciente del tiempo que pasó tirada en la acera, ni de cómo hizo para llegar a su casa…

«El doctor Marchetti te ha traído»

Stella no recordaba haber visto al doctor, tampoco haber estado en su auto, pero entonces, ella recordaba poco de esa tarde, había llorado tanto, que su corazón se agitó y fue arrastrada por un manto de oscuridad.

En los días siguientes, Stella intentó seguir con su vida normal, fue a su trabajo como todas las mañanas, disfrutó de cada momento, entregándose a una de sus pasiones, costuró cada pieza de cada vestido como si quisiera dejar su huella en ellas, para que quien la usara pudiera sentir la pasión y el amor con que fue hecho. Sin embargo, cada latido emocionado de su corazón era un recordatorio constante de su fragilidad. Sentía como si la muerte estuviera respirándole en la nuca, esperando el momento oportuno para llevarla consigo. Cada día que pasaba en la lista de espera sin tener noticias positivas, sus esperanzas de vivir se morían un poco más.

—Tenemos que continuar, Stella, no podemos perder la fe —pronunció su madre aquella mañana, mientras Stella se preparaba para un día más de trabajo.

—Aún tengo fe —susurró para calmar a su madre. Stella sabía los esfuerzos que su madre hacía para parecer fuerte delante de ella.

Chiara animaba a su hija todas las mañanas, pero por dentro su corazón se estremecía de dolor al ver cómo la vida de su única hija se escapaba como agua entre los dedos. Incluso en secreto, había solicitado al doctor Marchetti, le hiciera las pruebas necesarias para poder donarle su propio corazón. Así era el amor que sentía por ella, para su pena y desgracia, no era una persona apta para la donación.

 —No estás sola, hija, yo siempre estaré contigo —le prometió Chiara.

Stella dejó lo que estaba haciendo y abrazó a su madre, dejó que sus lágrimas se derramaran por sus mejillas, dejó que fueran libres y desahogar de esa manera la presión que sentía en el corazón.

—Lo sé, mamá, sé que siempre estarás a mi lado. Te amo —le dijo, dejando un beso sobre la frente de la mujer.

—Te amo, mi cielo —sollozó la mujer.

Stella se obligó a sonreír, respiró un par de veces y habló.

—Dejemos el drama, mamá, el próximo fin de semana nos iremos de paseo. Recorreremos las calles de Milán y no repararemos en gastos, te invitaré a comer a uno de esos restaurantes famosos cerca de Duomo Rooftops.

—Comer allí debe costar una fortuna, hija —refutó ella.

—Qué importa, mamá, será una vez —dijo, luchando para que el nudo en su garganta no la dejara sin voz.

Chiara asintió.

—Está bien, hija, nos iremos de paseo —dijo.

—No se diga más, este fin nos aventuramos fuera de estas cuatro paredes. Quiero visitar los grandes almacenes de ropa, quizá pueda reconocer alguna de mis prendas —dijo.

Desde aquel día, Stella arrastró a su madre por las calles de Milán, visitó calles que jamás imaginó, se permitió ilusionarse, se permitió soñar, aunque todo fuera un mero sentimiento efímero, se permitió ser feliz y gozar los últimos días de su vida. «Vive Stella, vive como si hoy fuera el último día de tu vida», le había dicho el doctor Marchetti en su última consulta. En el último mes, ni un solo paciente había sido movido en la lista.

—Stella, ¡Stella! —llamó Emilia, su mejor amiga.

—Perdón. ¿Qué me decías? —le preguntó.

—Me pregunto… ¿Quién ocupa tus pensamientos?

Stella negó, mientras dobló el corte y remató la puntada.

—Lo siento, me distraje.

—¿Es un chico? —preguntó Emilia con curiosidad.

—Estás loca, Emilia, ¿en mi condición?

—No tienes una enfermedad contagiosa, Stella.

—No, pero de igual manera, tarde o temprano me llevará a la muerte —dijo, cortando el hilo y viendo que todo estuviera perfecto en el vestido que recién había terminado.

—¿Tan malo es? —preguntó la chica, sentándose en el banco, justo al lado de Stella.

—Necesito un corazón nuevo para vivir —susurró ella en tono bajo—. No es tan malo —añadió con una sonrisa que no llegó a sus ojos.

Emilia abrió la boca, pero no pudo emitir palabra alguna, no sabía que su amiga estuviera tan mal.

—Es tarde, debemos volver a casa —dijo Stella, no quería hablar más sobre su enfermedad, nada de lo que dijera cambiaría su destino.

—¿Estás segura de que no hay nada que se pueda hacer?

Stella negó.

—Nada —repitió.

—Lo siento mucho, Stella —susurró.

—Estoy bien, Emilia, no te aflijas por mí —mintió con ánimo.

La muchacha tomó la mano de Stella y le dio un ligero apretón.

—Sabes que cuentas conmigo, ¿verdad?

—Lo sé, gracias.

—Salgamos de aquí, es tardísimo —dijo al fijarse en la hora, el reloj marcaba las diez de la noche.

—Tendremos que pagar un taxi —señaló Stella.

—Podemos caminar, el ejercicio le hace bien al corazón —dijo…

Stella negó, aun así, tomó sus cosas y salió detrás de su amiga.

Lorenzo observó el cuerpo desnudo de su esposa Lionetta enredado entre las sábanas, con marcas inequívocas de lo que habían hecho recientemente. Se habían dejado arrastrar por la pasión aquella tarde, luego de disfrutar de un almuerzo en honor a su quinto aniversario de casados.

—Voy a desgastarme si continúas mirándome de esa manera —pronunció ella, fue un susurro perezoso y excitado que hizo estremecer a Lorenzo. Luego de cinco años de matrimonio, él seguía locamente enamorado de su mujer.

—Te he visto de esta manera por los últimos cinco años, Lionetta, y sigues igual de hermosa.

—Me adulas demasiado, Lorenzo —refutó ella con una media sonrisa en los labios.

El hombre deslizó la punta de su nariz por el cuello de su esposa.

—Me limito a decir la verdad, Cara mía.

Lionetta dejó escapar una suave y melodiosa risa que calentó el corazón de Lorenzo.

—¡Nunca me cansaré de ti! —aseguró, tomando su boca, dispuesto a volver a hacerle el amor.

—Detente, Lorenzo —pidió ella, intentando alejarlo.

—¿Qué pasa, Cara?

Ella se mordió el labio.

—Me gustaría tener otro bebé —susurró ella.

Los ojos de Lorenzo se abrieron de par en par, su corazón se agitó dentro de su pecho y casi enloqueció de felicidad.

—¡Me encanta la idea! —gritó—, sobre todo, la práctica —añadió con picardía.

Lionetta lo besó dispuesta a entregarse de nuevo, esa noche había dejado de tomarse la píldora, en verdad, quería buscar un hermanito para Valentina, pero sus intenciones fueron interrumpidas por el sonido estrepitoso de su móvil.

—No respondas —gruñó Lorenzo cuando la vio estirarse para ver cuál de los dos teléfonos sonaba.

—Es una llamada del hospital, no puedo dejar de responder —dijo.

Lorenzo protestó cuando ella se apartó de él y atendió la llamada.

—¿Es urgente? —la escuchó preguntar, mientras Lionetta buscaba su ropa, algo le decía que su noche de aniversario había llegado a su fin.

Lionetta era pediatra y una de las mejores, pero su trabajo no tenía horario y las emergencias en más de una ocasión le habían dejado con ganas.

—¿Tienes que irte? —preguntó besando la curva de su cuello, se había levantado de la cama, mientras ella cortaba la llamada.

—No quisiera, pero tengo una emergencia, un caso de apendicitis en un niño de seis años —explicó con rapidez.

—Te llevaré —se ofreció Lorenzo apartándose de ella para buscar su ropa.

—No es necesario, cielo, además, Valentina puede despertar y no quiero que se quede sola.  —Lionetta le acarició la mejilla antes de darle un corto beso en los labios—. Volveré y entonces terminaremos lo que dejamos pendiente —añadió con una dulce sonrisa.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo, siempre volveré, Lorenzo, siempre —le aseguró.

—Y yo siempre voy a esperarte —le prometió él.

—Lo sé, te amo —le dijo antes de caminar hacia la puerta de la habitación.

—¡Ti amo cara! —le gritó Lorenzo desde la puerta mientras ella bajaba las escaleras.

 La risa de Lionetta llenó de felicidad el corazón de Lorenzo, sin pensar que era la última vez que iba a escucharla.

Lorenzo nunca imaginó que solo una hora más tarde, la vida le iba a cambiar para siempre, cuando el sonido de su móvil se escuchó.

—Aló.

—¿Señor Bianchi?

—Sí, con él habla.

—Soy el agente Zanatta, le hablo desde el hospital para informarle que su esposa, ha sufrido un accidente.

—¿Qué? ¿Cómo que un accidente? —preguntó con un nudo en la garganta— ¿Cómo está ella?

—Lo siento mucho, señor Bianchi.

—¡¡¡No!!! ¡¡¡No!!! —gritó Lorenzo de manera desgarradora.

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