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Capítulo 5. Nostalgia

Stella trató de concentrarse en su trabajo, faltaba poco para la hora de salida y quería terminar el vestido en el que había estado ocupada todo el día; sin embargo, sus pensamientos estaban muy lejos de los talleres. No comprendía el motivo por el cual no podía dejar de pensar en esa niña. «Valentina».

Su corazón se agitó en el momento que su nombre sonó en su cabeza.

—¡Auch! —gritó, la aguja se le había enterrado en el dedo.

—¡Stella! —gritó Emilia, llamando la atención de las otras costureras.

—Estoy bien —musitó.

—¡¿Bien?! ¡Tienes el dedo atravesado por la aguja! —gritó la muchacha, mientras un hilo de sangre se precipitaba hacia la tela.

Stella se las arregló para liberar su dedo, hizo presión para que la sangre no estilara al piso, evitando manchar el vestido que costuraba.

—Solo necesito presionarlo un poco —susurró para tranquilizar a Emilia. La muchacha estaba pálida.

—Debe dolerte —dijo.

—Hay peores dolores, Emi, esto no es gran cosa —musitó, cuando en realidad quería gritar.

—Te llevaré a la enfermería.

—Emilia.

—Vamos, es mejor que te revise el médico —le insistió la muchacha. Stella no tuvo más opciones que acompañar a su mejor amiga…

Mientras tanto, Lorenzo acarició la pequeña frente de su hija, le dejó un beso y peinó sus rebeldes rizos con los dedos.

—Me has dado un susto de muerte —le susurró.

—Me siento culpable, Lorenzo, no debí perderla de vista. —Bruna se acercó con una taza de café.

—Gracias —musitó Lorenzo sin verla, dejando el café sobre la mesa de centro.

—Te prometo que pondré especial atención en ella a partir de ahora —dijo, tocando el hombro de Lorenzo.

—No tienes que dividirte, ocúpate de los asuntos de la empresa y yo lo haré de mi hija —respondió, apartándose del toque de Bruna.

La mujer hizo una mueca, apretó la mano en un puño cuando perdió el contacto con Lorenzo, pero le sonrió cuando él se giró para verla.

—Sabes que no será ningún sacrificio para mí, quiero hacerlo. Por ti, por Valentina y por la memoria de Lionetta, era mi mejor amiga y cuidar de la niña es la única manera que tengo para honrar su memoria —dijo, con una triste y forzada sonrisa.

Lorenzo estaba demasiado devastado para fijarse en los pequeños detalles o cambios en el semblante de Bruna.

—Stella —susurró Valentina, moviéndose sobre el sillón en la oficina.

Bruna frunció el ceño al no comprender los balbuceos de la niña.

—¿Qué fue lo que dijo? —preguntó.

—No lo sé, no alcancé a escuchar, quizá esté soñando.

—Mamá, mamita, no te vayas —sollozó.

El corazón de Lorenzo dolió, fue como si cientos de dagas lo apuñalaran al mismo tiempo.

—Aquí estoy, mi niña —le susurró, acariciando sus cabellos.

—Despiértala, debe estar soñando o teniendo una pesadilla —le urgió Bruna.

Lorenzo le besó la frente, colocó su mano sobre el vientre de Valentina y le susurró a su oído.

Valentina abrió los ojos, estaba confundida, se había quedado dormida, rodeada de cientos de rollos de tela.

—¿Dónde estoy? —preguntó, restregándose los ojitos.

—En la oficina de tu padre, no debiste irte —interrumpió Bruna, mostrando en exceso su preocupación.

Valentina frunció el ceño ante el tono empleado por la mujer.

—Quiero irme a casa, papito —susurró sin ver a Bruna.

—Te llevaré, pero tú y yo tenemos que hablar. Me prometiste portarte bien —la regañó Lorenzo.

—No hice nada malo, papito. Me divertí mucho jugando con los trozos de tela que la chica del taller me regaló —dijo, dibujando una sonrisa en su rostro.

Lorenzo sintió un nudo formarse en su garganta, los ojos de su hija brillaban como hace meses no lo hacían.

—¿Qué chica? —preguntó Bruna.

Valentina no respondió.

—Déjame a solas con mi hija, Bruna. Gracias por tus atenciones, nos vemos mañana —la despidió Lorenzo al notar la tensión en los pequeños hombros de Valentina.

—Está bien, cualquier cosa, no dudes en llamarme. No tengas en cuenta la hora, estaré disponible siempre para ti —dijo—, para ustedes —añadió.

Lorenzo asintió.

Bruna salió de la oficina, preguntándose a quién se refería Valentina, aunque tenía la sospecha de que se trataba de un producto de su imaginación. La niña había rechazado a más de una niñera, así que dudaba que esa mujer fuese de carne y hueso.

—¿Me dirás de qué chica hablas? —le preguntó Lorenzo, ayudándola a sentarse.

Valentina miró a su padre.

—Tiene el cabello como mamá, es muy bonita —dijo.

—No sé de quién me hablas, cariño.

Valentina frunció el ceño.

—La muchacha del taller, ella me dio muchos trozos de tela para jugar.

Fue ese momento que Lorenzo recordó a la chica que cargaba a Valentina en brazos cuando llegó al taller, él no se había fijado mucho en ella. Su preocupación por su hija hizo desaparecer todo a su alrededor.

—¿Puedo verla, papi? —preguntó, batiendo sus largas, hermosas y rizadas pestañas, dibujando un mohín en sus labios.

Lorenzo estaba sorprendido, era la primera vez que Valentina mostraba tanto entusiasmo ante otra persona de sexo femenino. De alguna manera, una chispa de esperanza se encendió en su corazón, quizá esa chica era la indicada para hacerse cargo del cuidado de su hija; era una posibilidad que fue ganando poco a poco fuerza.

—Papi, porfis, porfis —insistió Valentina, halando el saco de su padre para convencerlo.

Lorenzo dibujó una ligera sonrisa en el rostro. Había esperanza.

—Solo será una visita corta, cariño, debemos volver a casa, tu tía Anna nos espera.

—No va a pasarle nada si nos espera un tantito más —dijo emocionada.

Lorenzo asintió, tomó su mano y salió de la oficina para buscar a la chica de los retazos.

—¿Cómo llegaste al taller? —le preguntó Lorenzo mientras caminaban por los pasillos, tomados de la mano.

—No lo sé, me perdí —respondió ella sin más.

Lorenzo siguió haciéndole preguntas sencillas.

—Tenía la falda sucia, dijo que un tipo en un auto le había echado agua —le contó.

Lorenzo se detuvo.

—Dijo que era un bruto.

Él se tensó.

—¿Y qué le dijiste?

—Que habías sido tú, papi —dijo con voz cantarina.

Lorenzo cerró los ojos y suspiró. Valentina pasó de no hablar nada a acusarlo delante de una completa desconocida.

—Vamos, se nos hace tarde —dijo, llevando a la niña de la mano hasta los talleres.

—Señor Lorenzo, buenas noches —saludó la jefa del área al encontrarse con su jefe en el pasillo de camino al taller.

—Buenas noches, Alda. Quiero pedirle un favor —dijo.

—Por supuesto, señor Lorenzo, el que usted quiera —respondió la mujer de inmediato.

Alda era una mujer regordeta, de mirada y sonrisa cálidas. Llevaba trabajando en la empresa desde que Lorenzo era un joven sin experiencia.

—Busco a una de las modistas, su nombre es Stella —dijo.

La mujer frunció el ceño.

—Tengo dos chicas con ese nombre, Stella Di Santis y Stella Rizzo —dijo.

Lorenzo miró a su hija, ella se encogió de hombros y negó.

—¿Puedo ver a las dos?

Alda dudó un momento que fue notorio para Lorenzo.

—Verá, señor, una de ellas sufrió un incidente mientras costuraba. La aguja le picó el dedo y en enfermería la enviaron a casa —susurró. La mujer tragó por temor a ser regañada.

—Entonces, puedo ver a quien sigue en el trabajo —no era una pregunta.

—Claro que sí, por favor —dijo, apartándose de su camino para dejarlo pasar primero. Alda siguió los pasos de Lorenzo, preguntándose la razón por la que el dueño estuviera buscando a Stella.

—¿Quién es? —preguntó, al llegar al área de costura, había varias mujeres en el lugar, él las miró a todas y Valentina hizo lo mismo.

—¡Stella! —gritó Alda—. Ven, Stella, el señor Bianchi quiere hablarte.

Una mujer de aproximadamente treinta años apareció delante de ellos, cabello oscuro y ojos bonitos, su rostro tenía forma de almendra.

—¿Cómo puedo ayudarle, señor? —preguntó ella, mirando a Valentina, regalándole una ligera sonrisa—. Hola —dijo, acercándose a la pequeña.

Valentina retrocedió ante el intento de la mujer por acariciar sus cabellos. Lorenzo supo que no era esa la mujer que él buscaba.

—Vuelve al trabajo —respondió Lorenzo.

La mujer lucia confundida, no entendía lo que estaba pasando. Por lo que, no se movió de su sitio.

—¿Señor?

—No es ella la mujer que buscamos —respondió, tomando la mano de Valentina de nuevo y marchándose del taller. Dejando a las dos mujeres sin palabras.

—¿Cómo sabías que no era ella? —preguntó Valentina. El tono de su voz era triste y su rostro había perdido todo rastro de alegría.

—Simplemente, lo supe —respondió Lorenzo.

Valentina asintió, salieron del edificio y se dirigieron a casa, quizá mañana podría volver a verla…

Horas más tarde, Stella intentó conciliar el sueño, pero le fue imposible. Sentía un peso sobre el pecho, como si algo grande y muy pesado le presionara el corazón; el miedo a tener una recaída la aturdió y lágrimas llenaron sus ojos. Una recaída podía ser terrible, sería como volver a empezar.

—¿No puedes dormir? —preguntó Chiara, los movimientos de Stella la había despertado.

—Siento algo extraño en mi pecho —dijo.

Chiara se levantó de su cama y se acercó a Stella.

—¿Es tu corazón? —había miedo en su voz y Stella se lamentó ser la causante de darle una nueva preocupación.

—No lo sé, mamá. Solo sé que tengo muchos deseos de llorar. No sé lo que me pasa —sollozó.

—Llora, cariño, llora.

Stella rompió en llanto, sentía una tristeza que no podía explicarse. Una nostalgia que le destrozaba el alma, ni siquiera sabía el motivo, pero era una necesidad. La muchacha no supo cuánto tiempo pasó o en qué momento de la noche se quedó dormida en brazos de su madre. Tampoco supo por qué esa noche soñó con Valentina…

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