VICTORIA

Si las paredes hablaran, dirían tantas cosas sobre mí. Contarían a propios y extraños mis problemas alimenticios, miles sabrían de mis fetiches sexuales que alguna relación deben de tener con el divorcio de mis padres. Mis juegos acabarían en la basura, sería una mentirosa más. Afortunadamente no hablan, de lo contrario, sabrían que acabo de liarme con otro tipo casado.

Mi nombre es Victoria. Nací hace dieciséis años, en Argentina, pero llevo quince gastándomela en esta ciudad de confusas pretensiones. Tuve una infancia aburrida, o al menos eso creía. Mis padres abandonaron la celeste y blanca pensando que acá se vivía mejor. Pobres ilusos. Pobre mamá. Papá halló consuelo en moteles baratos, acariciando a mujeres caras. Mamá se resignó.

—¿Qué le hago? —decía cada que le descubría una nueva conquista a Santana. Qué difícil llamarlo papá.

¿En qué momento dejé de quererlo?

A palabras de él, nunca lo quise. Me lo dijo en la última navidad y no pude contradecirlo.

—Nunca me has querido.

—¿Por qué piensas eso?

—No lo pienso.

—¿Entonces?

—Lo aseguro. No tienes de qué avergonzarte. Tu familia no es de esas típicas a las que les basta con compartir apellido para montarse un cuentito de amor verdadero. Ese se crea, no se impone. Se da, incluso se gana, no se ordena. Eres mi hija, llevas mi sangre y te quedarás con parte de mi herencia. Sin embargo, eso no es motivo suficiente para que me quieras.

—¿Tú me quieres?

—Te estimo.

Se va. A su costumbre, me deja con mil dudas y cero respuestas. En otros tiempos hubiese corrido tras él y le exigiría una explicación. Ahora no. Sé que es un perdida de tiempo. Además, ¿para qué contradecirlo?, si en el fondo estamos de acuerdo.

Esta noche veo a Santana. Me citó en un café cercano a ese instituto donde supuestamente la hace de maestro. Si supieran a qué se dedica, seguro lo despiden. Podría evidenciarlo, ir con los directivos del instituto y rescatar a las señoritas antes de que caigan en su trampa. Antes de que este sujeto les atrofie las ideas.

—Hola.

—¿Cómo estás?

—Quiero recuperarte.

—¿Perdón?

—Llevas mi apellido, Victoria. Mi lucha…

—¿Cuál lucha? Lo que haces es terrible, Santana. Nefasto. No puedes ir por la vida destruyéndole el mundo a niñas inocentes.

—Necesito que te inscribas en el instituto.

Es increíble su descaro. Es terrible lo que pretende.

¿Por qué le hice caso?

Ni yo sé, pero llevo un año metida en esta escuela que me gustó más de lo que creí. Bien porque no todos los maestros son como papá, pero también por los compañeros que me encontré.

Si no fuera escéptica a la amistad, diría que son mis amigos. Sobre todo Verónica. Me cae tan bien como sus besos en martes por la mañana, cuando su madre la deja más temprano de lo normal y le permite ser lesbiana.

—¿Cómo estás? —me saluda Verónica.

—Bien. ¿Y tú? —le respondo con un beso en la mejilla.

Es lunes y hay más compañeros. No estamos dispuestas a evidenciar nuestro romance. Será mañana.

Platicamos de cosas sin sentido, ofreciendo la peor de las actuaciones ante la peor de las audiencias. Son tan idiotas, que en ocho meses de relación nadie se ha dado cuenta.

—Está raro el ambiente —participa Faith.

Conozco sus intenciones. Está de cumpleaños y quiere que todos la feliciten. Verónica tiene prohibido felicitarla, pero esta niña de ojito almendrado se las ingenia para enredarla.

—No lo sé. Quizás es la vejez.

Nefasto su chiste. Faith le agradece y yo no la volteo ni a ver. Sabe que no la felicitaré, así que se va. Estoy por reclamarle el gesto a Verónica, cuando el rector nos cita en sala de juntas.

Mi vida va mejor desde que me acepté producto de una rara mezcla entre la calentura y la demencia de Santana. Nunca quiso hijos, pero necesitaba una niña para materializar su experimento. Mamá puso mucho de su parte para que mi infancia fuera lo menos rara posible, pero todo quedó en buenas intenciones.

—¿Estás bien? —pregunta Joel detrás de la puerta.

—Sí, solo dame unos minutos —respondo mientras planeo cómo librarme de este gordo.

Si no estuviera casado, ni en loca lo volteaba a ver.

—Tenemos que hablar.

—Descuida. Entiendo que te sientes arrepentida, pero…

—¿Arrepentida? Lo que le sigue.

—¿Tan mal estuve?

—¿Estás de broma? Si me arrepiento es porque no podré aguantarme las ganas de repetirlo. Estás casado. No quiero ser siempre la otra.

Miento. Quiero ser siempre la otra, eso me excita. Pero más me excita imaginarlo derrotado, frustrado con la vida por dejarse engañar por una mocosa.

—Voy a dejarla.

—No digas tonterías.

—En serio, no puedo estar sin ti. Mis manos se congelan al tocar a mi mujer y saber que no eres tú. Te quiero a ti. Te quiero para el resto de mis días.

—Te doy una semana.

—Es perfecto.

Una semana después, el hombre llega a mi pieza con una sonrisa de oreja a oreja. Yo se la apago al ponerlo al tanto de mi chiste.

—Te vas a arrepentir —me dice molesto.

—Tengo información suficiente para destruirte. ¿Correrías el riesgo? —le respondo valiente.

Se va llorando. Seguro busca a la esposa y esta lo manda al diablo. Si lo perdona, tendré que volver a intervenir. La mujer no perdona dos veces al mismo pecador por el mismo pecado. O quizás sí, siempre y cuando no tropiece dos veces con la misma piedra. Yo sería su piedra. Jamás lo perdonaría.

No lo perdona. Misión cumplida. El siguiente, por favor.

Me dirijo a sala de juntas sin hacerme grandes expectativas. Mis compañeros van pálidos, imaginan que el rodeo se debe a lo que hicimos el fin de semana. Ilusos. Si supieran que Santana tiene pacto con el diablo y libra todas las balas, cambiarían el gesto por uno menos amargo.

Podría decirles, tranquilizarlos y quitarles la cara de espanto. Sin embargo, hacerlo me pondría en evidencia.

¿Por qué sabría tales cosas del maestro?

Por ser su hija, claro está. Ustedes lo entienden porque conocen mi historia, mas en el instituto nadie sabe de nuestro parentesco.

No me juzguen, que esto no fue idea mía. Fue él quien quiso infiltrarme en el instituto para fraternizar con sus pupilas. No llevo su apellido, tampoco nos parecemos demasiado, aunque el retrato que llevo en mi cartera indica lo contrario.

Eran otros tiempos, claro. Al Santana lleno de vida si que me le parezco, no a este viejo decrépito y demente.

Volviendo al tema, nadie sospecha que somos padre e hija, y eso nos conviene a los dos. A él para cumplir con sus loqueras, a mí para tener una vida medianamente normal.

—Muy buenos días a todos. Lamento quitarles un poco de su tiempo, prometo no tardar demasiado —ya pasó demasiado y aún sigue sin decir algo importante—. El maestro Santana ha sido reportado como desaparecido.

Todos se miran entre sí. ¿Qué le habrá pasado?, ¿estará bien?, lo vi medio raro la última vez.

La angustia se palpa en cada uno de mis compañeros; yo sigo tranquila. Incluso me divierto con sus malas actuaciones. No les interesa qué le pasó a Santana ni si está bien. Tampoco lo vieron medio raro, sino raro completo porque así es él. Lo que quieren es rendirle tributo a este escenario angustiante. Sentirse parte de una pena que, conociendo a este hombre, sé inexistente. Seguro está en un bar aferrado a botellas sudadas. O en un hotel barato pagando por caricias caras. O inhalando algo. O haciendo un poco de todo. Lo que sea, menos en peligro. Sé que no está mal. Su pacto lo protege.

Nos envían al salón tres; yo recibo una llamada de Joel.

¿En qué momento me enamoré de tan despreciable sujeto? ¿Cuándo me volví víctima de mi propia trampa?

Me escabullo entre la gente y atiendo la llamada. Estoy en el patio del insituto; alejada de todo el escándalo que se montó Santana, cuando una bala me cruza el pecho.

Estoy a punto de romper mis propias reglas. Joel pasará por mí e iremos a cenar. Habla de una platica entre amigos, pero sé cómo acabarán las cosas. Y aunque no terminen como imagino, la salida en sí representa un punto de quiebre a mis pretensiones.

—Quiero agradecerte.

—¿Por qué?

—Las cosas van de maravilla desde que dejé a mi mujer.

—Vaya.

—¿Estás bien?

—Claro. ¿Por qué habría de estar mal?

Estoy mal. Esto debió ser un castigo para Joel, una amarga lección cuyo recuerdo le queme las venas. Mi misión es que los infieles carguen una cruz por el resto de sus días, no ayudarlos. Nunca ayudaría a un adultero.

Estoy mal, también, porque no dejo de pensar en él.

—Quiero que nos sigamos viendo. No lo tomes a mal, no intentaría propasarme contigo.

—Ese es el problema.

—¿Perdón?

—Olvídalo.

Abandono el lugar deseando que la duda lo atormente. Que me piense todo el día hasta volverlo demente. Que me desee la muerte, incluso, mas nunca me olvide.

—Que tengas buena vida —dice a modo de despedida.

Quiero darme la vuelta e insultarlo; desnudarme frente a sus ojos encontrados si es necesario. Tal vez así acabo con su sonrisa manchada… esa que tanto lío me causa. Esa que tanto me encanta.

Sin embargo, no me atrevo a mirarlo. Ojalá que el destino vuelva a juntarnos.

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