La tonta perfecta
La tonta perfecta
Por: MATAI
Capítulo 1

Augusto se despertó con pesar con una ligera presión en la cabeza, siendo un residuo más de la noche anterior. 

Miró a su alrededor: la luz suave de la mañana se filtraba por las cortinas de la lujosa suite de hotel. La mujer que había pasado la noche a su lado seguía dormida, desnuda y envuelta en las sábanas arrugadas. La observó por un momento, sin una pizca de remordimiento en su mirada. Para él, era solo una más, un pasatiempo, nada más. Nunca las mujeres significaban algo más para él, solo un acoston de una noche y nomás. 

Se incorporó de la cama sin hacer ruido, tomando una rápida mirada al reloj de su muñeca. 

Las diez de la mañana. No era extraño para el dormir hasta tarde, había días en los que despertaba a más de medio día.

Pero aún así había cosas que hacer, y esa mujer era solo una distracción momentánea, una que ya no le interesaba, en los más minimo.Tomó su camisa del suelo, la sacudió y la puso sobre su cuerpo de manera mecánica. Al salir de la habitación, cerró la puerta suavemente, como si nunca hubiera estado ahí. No le importaba que la mujer siguiera dormida, no le interesaba irse y dejar que despertara sola y confundida.

—Carlos, haz que le paguen a la señorita de la habitación 704 —dijo Augusto con voz grave, sin detener su paso. Mientras el estaba en el teléfono dando ordenes a Carlos.

Carlos, su asistente personal y abogado estaba acostumbrado a esas órdenes frías de Augusto, siempre lo había estado. Ya que Augusto creía que el mundo giraba solo para él. 

Apenas murmuró una respuesta estabdo de acuerdo antes de que Augusto colgara sin esperar una palabra más.

El CEO caminaba como si todo le perteneciera. Como si su mundo fuera una maquinaria perfectamente engranada que, si no le convenía, simplemente ignoraba todo lo demás. Los pasillos del hotel parecían abrirse ante él, y no tenía que hacer nada más que existir para que todo fuera según sus deseos. Era una persona cruel y narcistas que solo pensaba en él y nadamás que en él, si eso no entraba en su concepto de perfección simplemente lo botaba.

La llamada interrumpió su marcha casi automática. El número en su pantalla le hizo fruncir el ceño. Su abuela. La mujer que siempre intentaba meter su nariz en su vida, que creía tener todo bajo control y que lo mantenía atado con el peso de sus expectativas. 

Augusto dejó que el teléfono sonara un par de veces más antes de responder, dejando claro que el tiempo era suyo, no el de nadie más.

—¿Qué quieres, abuela? —dijo, con su voz cortante, casi desdeñosa.

La voz al otro lado de la línea no tardó en salir con un tono autoritario, como si lo estuviera regañando desde la distancia.

—Augusto, tienes que casarte. Tu vida está siendo una irresponsabilidad, y ya basta de jugar. Este comportamiento no tiene sentido, no tienes futuro si sigues así. Necesitas asentarte. ¿Qué pensará la gente de ti? Y quiero que te presentes en la empresa —su tono era de reproche, de quien está harto de escuchar excusas.

Augusto se detuvo en seco y sonrió con amargura. Se apoyó en la pared cercana mientras se pasaba una mano por el cabello, como si la respuesta le resultara un juego aburrido.

—Abuela, ¿me estás pidiendo que me case? —dijo con sarcasmo, casi riendo—. Si quieres que te diga la verdad, tengo todo lo que necesito para vivir una vida feliz, ¿para qué voy a complicarme con eso? No está en mis planes, y no te voy a mentir, tampoco me interesa. ¿Qué ganaría con eso? No quiero ninguna esposa, y mucho menos la que tú me encuentres.

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea. La señora Martínez estaba visiblemente molesta, algo que raramente ocurría. Ella se hizo escuchar, con su tono ahora mucho más fuerte, casi amenazante.

—No es una opción, Augusto. Si en dos meses no has conseguido una esposa, voy a desenredar todo. Voy a quitarte la empresa, a la cual ni asistes. No lo dudes. He tenido paciencia contigo, pero todo tiene un límite.

La amenaza estaba clara, pero no intimidaba a Augusto. De hecho, lo irritó aún más. La vieja podía pensar que tenía el control sobre todo, pero no sabía con quién estaba tratando. 

Augusto nunca se había detenido por nada ni por nadie, y no lo haría ahora. Contestó con dureza, con su voz fría como hielo.

—Me parece que no sabes con quién hablas, abuela. No te voy a permitir que me hables así. Y en cuanto a la empresa… sabes bien que no tengo ninguna intención de "hacer presencia" en ese lugar, como siempre me pides. Pero si tanto insistes, haré lo que me pides, solo para que dejes de joderme. El día de mañana iré. Pero te advierto, no esperes que cambie nada. Si crees que esto me preocupa, estás equivocada.

Escuchó el suspiro indignado de su abuela al otro lado de la línea.

—De acuerdo, pero recuerda lo que te dije. Dos meses, Augusto. Si no lo haces, te arrepentirás.

Antes de que ella pudiera decir algo más, Augusto colgó sin decir una palabra. 

Estaba harto de las expectativas de los demás, de las imposiciones, y de que siempre lo quisieran encajar en un molde que no era para él.

Su mirada se endureció mientras salía del edificio de lujo en el que se encontraba. Los rayos del sol lo recibieron como siempre, sin preocupación por lo que pasaba a su alrededor. La ciudad continuaba su curso, pero para él, todo se reducía a una cuestión de poder y control. La vida, esa vida que todos le pedían que viviera, no le interesaba en absoluto.

En el camino hacia la salida pensaba en la empresa, a donde iría al día siguiente como una obligación, su mente ya empezaba a planear lo que haría con su abuela. No iba a permitir que alguien más le dijera qué hacer, y menos su propia familia.

Al llegar a la salida dirigió su vista a Carlos, que lo esperaba cerca de la puerta. El asistente le entregó un par de informes, pero antes de que pudiera hablar, Augusto lo interrumpió.

—Mañana tengo que hacer presencia, haz que todo esté listo para cuando llegue —dijo, mirando al suelo con desdén. La idea de estar allí no le gustaba, pero la amenaza de su abuela no le dejaba muchas opciones. —Y quiero conocer a mi secretaria.

Carlos asintió rápidamente, sabiendo que era inútil cuestionarlo.

—Lo tendré todo preparado, señor —respondió, casi sin inmutarse.

Augusto caminó sin prestarle más atención, con su paso firme. No le interesaban las discusiones, no le importaba lo que pensara la gente. Para él, la vida era solo una cuestión de alcanzar lo que quería, sin ataduras ni compromisos. 

La presión de su abuela era solo una distracción más que pronto desaparecería.

El día siguiente marcaría su presencia en la empresa, pero no sería más que una formalidad. Como siempre, lo que realmente importaba era lo que él decidiera hacer. No había nadie que pudiera controlarlo. Y eso, para Augusto Martínez, era lo único que necesitaba para ser feliz.

La vida, como siempre había creído, estaba en sus manos.

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