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Capítulo 3: Tiene sangre en la camisa

No sabía que los ojos podían tener filo hasta que noté los suyos sobre mí. Bajé la mirada al instante y apreté un poco más el bolso en mi mano.

Repasé una y otra vez el recuerdo de su rostro en mi mente mientras que mi vista estaba fija en el suelo, presa de vergüenza y nervios. No era el momento para encontrarme un sujeto atractivo. La ansiedad por el nuevo empleo me haría jugar una mala pasada.

Tenía la mandíbula marcada, era pálido y tenía el pelo más oscuro que había visto en mi vida. Una de sus cejas tenía un corte, pero no lucía como el que algunas personas se hacían intencionalmente, sino que parecía ser parte de una cicatriz que cruzaba en diagonal desde su sien hasta llegar a su mejilla. La otra mitad de su cara llamaba más la atención todavía, pues la mejilla tenía tres cortes más y lucía como si tuviera cicatrices de quemadura. Su cuello estaba lleno de tatuajes.

Lo que me llevaba a preguntarme, ¿qué hacía un sujeto que parecía recién salido del ejército en un edificio como el nuestro? ¿De dónde era? ¿Hacia dónde iba?

Sentía su mirada sobre mí. Me puse derecha con el ceño fruncido. No parecía el tipo de hombre que solía acosar, aunque no había uno en específico. Cualquiera era capaz de hacer eso y tal cosa era lo que volvía peligroso al mundo. Nunca sabes realmente a quién tienes al lado.

Respiré hondo viéndolo de reojo. Mi mano se ciñó aún más sobre el bolso. El descarado no dejaba de verme.

—¿Podría ver hacia otro lado? —pregunté, tal vez más brusca de lo que soné en mi mente.

Parpadeó, desorientado. Enarcó una ceja.

—No la estaba "viendo" como seguro cree, señorita —respondió agrio, desinteresado.

Ay, esa voz.

—¿No? —inquirí irónica, irritada, con la mandíbula apretada.

Sonrió de lado.

—No sé qué clase de compañeros de trabajo tiene usted, pero a mí no me interesa acosar a nadie, si es lo que insinúa. Solo iba a decirle que tiene sangre en la espalda. ¿Necesita ayuda?

Alcé las cejas. ¿Sangre...? Respiré hondo.

—N-no... Solo...

Sangre. Sangre. Sangre.

No pude pensar mucho más. Miré mis manos, pero por un instante dejé de estar ahí, en el elevador, con ese sujeto. No. Estaba, por el contrario, en otro sitio, con suelo de madera. Mis manos se vieron más delgadas, golpeadas y sangraban.

Jadeé. Retrocedí, con los ojos bien abiertos.

La firmeza de unas manos sobre mis hombros me sobresaltó y volteé, de vuelta a la realidad. Respiraba agitada, mi pecho subía y bajaba. Literalmente tuve que alzar la mirada para verlo a la cara.

Sonrió ligeramente.

—¿Doy tanto miedo? —sugirió.

Retrocedí. Escuché el sonido del elevador y salí rápido de este. Caminé desorientada directamente hacia la oficina principal del lugar, en la que estaba Caleb. Abrí sin tocar.

Mi hermano estaba sentado en su imponente escritorio, con su figura musculosa bajo la camisa que hacía suspirar a más de una y él lo sabía muy bien. El desgraciado parecía un modelo, lo que años anteriores me había proporcionado dolores de cabeza, todos y todas querían acercarse a mí para ir directamente hacia él.

Al oír la puerta levantó la mirada.

Me quedé rígida sobre mi lugar. La agitación de mi pecho todavía era evidente, así que con disimulo intenté controlar mi respiración nuevamente y sonreí.

—Caleb, llegué. —Sin permiso, me limité a sentarme en el asiento libre frente a su mesa y coloqué las manos sobre esta, entrelazadas.

Me vio, me midió. Estaba analizando si me encontraba bien.

Bueno, no del todo, pero eso no tenía por qué impedirle trabajar. No quería estar más tiempo encerrada, cada día dentro de su casa me hacía sentir como una inútil.

Así que para tranquilizarlo, a pesar de que mi vista seguía algo borrosa debido al ataque de pánico que acababa de tener segundos atrás, seguí manteniendo mi falsa y pequeña sonrisa.

—Eso veo. ¿Estás bien? Erick acaba de decirme por mensaje que te caíste accidentalmente en la entrada.

Apreté los labios en línea recta.

—Estoy bien, solo fue una pequeña caída. —Sonreí mostrando los dientes—. Creí que ibas a mostrarme mi oficina. ¿Vamos? —sugerí. Amagué a ponerme de pie.

Rio.

—Wow, vaya, tranquila. Acabas de llegar. ¿No quieres beber algo antes, agua? ¿Desayunaste?

Resoplé y me acomodé otra vez sobre el asiento.

Sí, era más como mi padre que mi hermano mayor. A veces, eso solía ponerme de malhumor. Claramente, por cuidarme a mí no había disfrutado del todo su adolescencia, a pesar de que durante gran parte de nuestras vidas vivimos bajo el cuidado de nuestros abuelos.

—Sí —dije en voz baja—. Prometiste no tratarme como una niña aquí dentro.

Entrecerró los ojos y se recostó contra el respaldo de su silla.

—Y tú me prometiste que ibas a decirme cuando te encontraras mal. No solo no lo hiciste, sino que creíste que no iba a darme cuenta de que algo te pasó en el camino porque estás agitada. ¿Es por la caída?

Sonaba molesto.

Me encogí un poco en mi lugar. Odiaba que me conociera tanto.

—Bueno, no, solo... tuve un recuerdo. Pero estoy bien, no es nada del otro mundo, ya estoy acostumbrada y...

—Mañana se va a concretar el divorcio, es comprensible si no te sientes bien. Podemos dejar esto para otro día —aseguró.

Negué con la cabeza.

—No —dije firme—. Quiero hacer esto. No quiero que lo que pasó me arrebate un día más de mi vida. Voy a quedarme. Estaré bien, lo juro.

Respiró profundamente. Dio un asentimiento.

—Siendo así... —masculló no convencido del todo—Antes de ir a la oficina que tienes asignada, quisiera presentarte al guardia encargado de tu protección. Lo seleccioné yo mismo, espero que se respeten mutuamente y al mínimo conflicto, acudas a mí para solucionarlo —dijo severo.

Reí bajo.

—Hablando así parece que contrataste al mismo diablo para cuidar de mí —dije algo inquieta—. ¿Por qué no a una mujer?

Se encogió de hombros.

—No se me había ocurrido —admitió.

Miró el reloj.

—Debe estar a punto de venir justo...

Sonaron tres golpes en la puerta.

Me miró con una sonrisa.

—... ahora —completó—. Es el mejor en su campo —susurró—. ¡Adelante!

Bien. Mi vida era un chiste. Sí, porque al pasar el sujeto, me di la vuelta y lo vi. Era el del ascensor. ¿Lo peor de todo? Llevaba una chaqueta negra, sí, pero debajo tenía una camisa blanca... manchada de rojo. Era sangre y era la mía, por supuesto. Frenó en su sitio al reconocerme, pero fue un instante.

—Él es el guardia del que te hablaba.

Dios, hasta su porte era militar.

—Nerea, él es el señor Nicholas Wilde. Señor Wilde, ella es Nerea, mi hermana menor.

Asintió a mi dirección como saludo.

—¿Está... bien? —cuestionó mi hermano, desorientado por esas manchas.

Sus ojos, fríos y verdes, me miraron.

—Yo sí —contestó. Percibí cierta burla en su voz. Ah. El desgraciado estaba a punto de delatarme.

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