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— Calioppe… ¡¿Calioppe?! Cuando el brasileño escuchó que la llamada se había colgado, su pulso se disparó y miró con los ojos abiertos a María. — Patrón… — ¿Dónde está? — exigió saber. La pobre mujer parpadeó. — Yo no lo sé, patrón. — ¿Cómo que no lo sabes? ¿Todo este tiempo has estado en comunicación y no me lo habías dicho? ¿Qué pasa con todo el mundo en esta casa? — No es así, patrón, verá, mi ahijada me llamó, me dijo que estaba bien, que se había ido con la señora Calioppe, pero… — Pero, ¿qué? — Pues me dijo que no volvería, y tampoco me dijo donde se encontraban — contestó en voz baja. Nicholas Dos Santos cerró los ojos, buscando tranquilizarse. Miró el aparato y devolvió la llamada al último número. Esperó varios tonos. Nadie contestó. Insistió, inquieto, varias veces. Nada. — ¡Carajo! — gruñó antes de salir de allí. Fue hasta su despacho. Necesitaba averiguar de quién era el número, o al menos de donde había llamado. Revisó la lista telefónica, número por númer
“Por favor, hazme llegar una copia cuando hayas firmado nuestro divorcio” Aquellas frías palabras no dejaron de repetirse en su cabeza una y otra vez durante su retorno a la hacienda. Ella había sido demasiado contundente, completamente precisa. Quería el divorcio. — Patrón… — lo llamó María, apenas entró por la puerta de la casa grande, con aquel documento fuertemente apretado. — Ahora no, María — gruñó entre dientes sin mirarla. Se encerró en el despacho, lanzó la carpeta en el escritorio y se la quedó mirando fijamente por largos minutos, como si quisiera desaparecerla, como si quisiera que, de alguna forma u otra, aquella decisión no fuese más que una pesadilla. Pero no lo era, por el contrario, era su castigo. Si firmaba ese papel, todo acabaría. Carajo, si firmaba ese papel sabía la perdería. Negó con la cabeza; completamente frustrado. No, se negaba. Debía volver a hablar con ella. Seguramente, si le rogaba un poco más, ella se retractaría. Estaba dispuesta a hacer lo
Días más tarde, los dos habían firmado aquel documento que los separaba para siempre. Nicholas estaba que no lo calentaba ni el sol. No sonreía, no hablaba, apenas comía y todo el mundo ya comenzaba a mirarlo con pena. Trabajaba hasta el agotamiento, hasta que las fuerzas no le daban y el sueño lo vencía, apenas tocaba la cama. Era lo mejor… lo mejor para no pensar. Recordaba haber insistido cada día antes de firmar, suplicado, pedido desde lo más profundo de su corazón que por favor lo considerara, que le permitiera enmendar el daño causado. Ella, por el contrario, se mostró más que decidida a dar ese paso. Sus días se habían vuelto oscuros, grises, y se sentía demasiado solo en aquella enorme casa. María se preocupaba porque no comía y Lisandro era quien prácticamente daba la cara con los proveedores, pues él solo pasaba en la cosecha con los jornaleros haciendo el trabajo pesado para así no tener que pensar, también se quedaba con su caballo por horas y por las noches regresaba
Su corazón había comenzado a acelerarse demasiado rápido, a latir con tanta fuerza que, podía escuchar el golpeteo detrás de sus orejas. Se llevó una de las manos a la parte baja del vientre y otra a la boca para contener aquel doloroso jadeo. — Quiero… quiero ir con él — musitó, no, suplicó a la pelirroja que en seguida asintió y rodeó su cintura en un acto de protección. — Por supuesto que sí, cariño — respondió, miró a su esposo, este en seguida asintió y ordenó a su capataz que tuviesen listo el helicóptero para despegar. Durante el trayecto, lágrimas seguían resbalando de sus ojos. Francisca la miraba con pena. Ese último mes la había visto sufrir muchísimo y empeoró después del divorcio con el patrón. Su bebé le daba fuerzas, pero sabía que su corazón lo echaba de menos. No le gustaba verla así, ella la quería mucho, sabía que era buena y no merecía estar pasando por todo aquello… no después de lo que le contó Sara en aquella llamada. — ¿Seño? — musitó, sacándola de sus cav
— Mis padres eran drogadictos… ella murió de una sobredosis cuando yo tenía siete — comenzó a decir con la mirada clavada en algún punto fijo. Calioppe intentó mostrarse serena, pero no podía alcanzar a imaginar el dolor de un niño de esa edad al perder a la persona que se suponía lo vería crecer. Tras varios largos minutos, él se había sincerado, completa y dolorosamente. Sus padres habían despilfarrado todo su dinero gracias a esa porquería. Él era demasiado inocente como para comprenderlo, hasta que se vio obligado a crecer y a hacerse cargo de sus hermanos con apenas siete años. Fue allí cuando comenzó a culparlos incansablemente. Cuando cumplió los siete, esa demoledora noticia lo sacudió todo; sin embargo, su padre no hizo absolutamente nada para reivindicarse, sobre todo porque ya no tenían ni siquiera para comer y estaba endeudado hasta el cuello. Con ocho años, había tenido que hacer de padre y madre para Alexia y Rodri; sus dos hermanos pequeños. Aguantarse el hambre para
Ninguno de los dos supo por cuanto tiempo estuvieron así, respirando del otro, compartiendo aquel enigmático beso tan cargado de emociones. Caricias sutiles, electrizantes, ajenas a todo. Las manos de Nick viajaban lentas por la curvatura de su espalda, mientras tanto, las de ella, se habían aferrado a su cuelo como una tabla salvavidas. No querían soltarse, no querían volver a experimentar lo que era estar lejos del contacto del otro. Dios, se habían echado tanto de menos. El brasileño pegó su frente a la suya, respirando agitados; los dos lo hacían. Alzó la mano para apartar un mechón de cabello dorado de sus mejillas. No quería que nada se interpusiera entre su rostro y el de ella. — Te amo, Calioppe — le dijo desde lo más profundo de su corazón —. Te amo y me encargaré de demostrártelo cada día de mi existencia. A ti y a… — la instó a sentarse al borde de la camilla con delicadeza, tocó su vientre — nuestro hijo. Lágrimas adornaron los ojos de la preciosa joven. — Nuestro hij
Calioppe llegó a la hacienda tan pronto se enteró de que el padre de su hijo estaba enfermo. — Por aquí, señorita, sígame, el patrón la espera — le indicó María cuando la vio llegar, mostrándole el camino hasta el jardín principal de la casa. Ella arrugó las cejas. — ¿No se supone que debe estar en cama? ¿Qué hace en el…? — se detuvo de súbito bajo el marco de la puerta que conectaba con el jardín. Se llevó las manos al vientre por instinto y ahogó una exclamación. El lugar estaba perfectamente adecuado para una cena romántica. Una mesa con un mantel largo, blanco, que caía a los pies de la grama recién cortada, varios candelabros encendidos en puntos estratégicos y pétalos de rosas rojas por todos lados. Junto a todo aquello, estaba Nicholas Dos Santos; el hombre por el cual su corazón estaba bombeando a toda máquina, de pie, con un precioso y ramo de más rosas rojas en su mano. — Con permiso — musitó María antes de retirarse a la cocina. También deseaba ponerse al día con su te
Las caricias. Los besos. Los gemidos entrecortados. La avalancha de emociones que estaban experimentando en ese momento… en ese nuevo comienzo, era sin duda algo extraordinario. Nicholas había adornado a Calioppe con palabras dulces, tiernas, y a su vez, excitantes. Gemía. Gemía contra su hombro mientras él le susurraba contra el lóbulo de la oreja lo preciosa que era, y lo mucho que había echado de menos tener su cuerpo bajo el suyo, tan dispuesto, tan entregado… tan perfecto. Él se incorporó a los pies de la cama. La luz de la luna se había colado traviesa por la ventana, junto a una pequeña ráfaga de viento; propia de finales de esa temporada. La observó durante un largo rato. Quería atesorar un poco más la imagen que tenía de ella en ese instante. Pasó un trago, fascinado, hambriento de ese cuerpo desnudo. Necesitaba poseerlo, necesitaba adentrarse hasta lo más profundo de ese maravilloso ser. — Date la vuelta — pidió, como acostumbrada. Calioppe se incorporó sobre sus codo