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Días más tarde, los dos habían firmado aquel documento que los separaba para siempre. Nicholas estaba que no lo calentaba ni el sol. No sonreía, no hablaba, apenas comía y todo el mundo ya comenzaba a mirarlo con pena. Trabajaba hasta el agotamiento, hasta que las fuerzas no le daban y el sueño lo vencía, apenas tocaba la cama. Era lo mejor… lo mejor para no pensar. Recordaba haber insistido cada día antes de firmar, suplicado, pedido desde lo más profundo de su corazón que por favor lo considerara, que le permitiera enmendar el daño causado. Ella, por el contrario, se mostró más que decidida a dar ese paso. Sus días se habían vuelto oscuros, grises, y se sentía demasiado solo en aquella enorme casa. María se preocupaba porque no comía y Lisandro era quien prácticamente daba la cara con los proveedores, pues él solo pasaba en la cosecha con los jornaleros haciendo el trabajo pesado para así no tener que pensar, también se quedaba con su caballo por horas y por las noches regresaba
Su corazón había comenzado a acelerarse demasiado rápido, a latir con tanta fuerza que, podía escuchar el golpeteo detrás de sus orejas. Se llevó una de las manos a la parte baja del vientre y otra a la boca para contener aquel doloroso jadeo. — Quiero… quiero ir con él — musitó, no, suplicó a la pelirroja que en seguida asintió y rodeó su cintura en un acto de protección. — Por supuesto que sí, cariño — respondió, miró a su esposo, este en seguida asintió y ordenó a su capataz que tuviesen listo el helicóptero para despegar. Durante el trayecto, lágrimas seguían resbalando de sus ojos. Francisca la miraba con pena. Ese último mes la había visto sufrir muchísimo y empeoró después del divorcio con el patrón. Su bebé le daba fuerzas, pero sabía que su corazón lo echaba de menos. No le gustaba verla así, ella la quería mucho, sabía que era buena y no merecía estar pasando por todo aquello… no después de lo que le contó Sara en aquella llamada. — ¿Seño? — musitó, sacándola de sus cav
— Mis padres eran drogadictos… ella murió de una sobredosis cuando yo tenía siete — comenzó a decir con la mirada clavada en algún punto fijo. Calioppe intentó mostrarse serena, pero no podía alcanzar a imaginar el dolor de un niño de esa edad al perder a la persona que se suponía lo vería crecer. Tras varios largos minutos, él se había sincerado, completa y dolorosamente. Sus padres habían despilfarrado todo su dinero gracias a esa porquería. Él era demasiado inocente como para comprenderlo, hasta que se vio obligado a crecer y a hacerse cargo de sus hermanos con apenas siete años. Fue allí cuando comenzó a culparlos incansablemente. Cuando cumplió los siete, esa demoledora noticia lo sacudió todo; sin embargo, su padre no hizo absolutamente nada para reivindicarse, sobre todo porque ya no tenían ni siquiera para comer y estaba endeudado hasta el cuello. Con ocho años, había tenido que hacer de padre y madre para Alexia y Rodri; sus dos hermanos pequeños. Aguantarse el hambre para
Ninguno de los dos supo por cuanto tiempo estuvieron así, respirando del otro, compartiendo aquel enigmático beso tan cargado de emociones. Caricias sutiles, electrizantes, ajenas a todo. Las manos de Nick viajaban lentas por la curvatura de su espalda, mientras tanto, las de ella, se habían aferrado a su cuelo como una tabla salvavidas. No querían soltarse, no querían volver a experimentar lo que era estar lejos del contacto del otro. Dios, se habían echado tanto de menos. El brasileño pegó su frente a la suya, respirando agitados; los dos lo hacían. Alzó la mano para apartar un mechón de cabello dorado de sus mejillas. No quería que nada se interpusiera entre su rostro y el de ella. — Te amo, Calioppe — le dijo desde lo más profundo de su corazón —. Te amo y me encargaré de demostrártelo cada día de mi existencia. A ti y a… — la instó a sentarse al borde de la camilla con delicadeza, tocó su vientre — nuestro hijo. Lágrimas adornaron los ojos de la preciosa joven. — Nuestro hij
Calioppe llegó a la hacienda tan pronto se enteró de que el padre de su hijo estaba enfermo. — Por aquí, señorita, sígame, el patrón la espera — le indicó María cuando la vio llegar, mostrándole el camino hasta el jardín principal de la casa. Ella arrugó las cejas. — ¿No se supone que debe estar en cama? ¿Qué hace en el…? — se detuvo de súbito bajo el marco de la puerta que conectaba con el jardín. Se llevó las manos al vientre por instinto y ahogó una exclamación. El lugar estaba perfectamente adecuado para una cena romántica. Una mesa con un mantel largo, blanco, que caía a los pies de la grama recién cortada, varios candelabros encendidos en puntos estratégicos y pétalos de rosas rojas por todos lados. Junto a todo aquello, estaba Nicholas Dos Santos; el hombre por el cual su corazón estaba bombeando a toda máquina, de pie, con un precioso y ramo de más rosas rojas en su mano. — Con permiso — musitó María antes de retirarse a la cocina. También deseaba ponerse al día con su te
Las caricias. Los besos. Los gemidos entrecortados. La avalancha de emociones que estaban experimentando en ese momento… en ese nuevo comienzo, era sin duda algo extraordinario. Nicholas había adornado a Calioppe con palabras dulces, tiernas, y a su vez, excitantes. Gemía. Gemía contra su hombro mientras él le susurraba contra el lóbulo de la oreja lo preciosa que era, y lo mucho que había echado de menos tener su cuerpo bajo el suyo, tan dispuesto, tan entregado… tan perfecto. Él se incorporó a los pies de la cama. La luz de la luna se había colado traviesa por la ventana, junto a una pequeña ráfaga de viento; propia de finales de esa temporada. La observó durante un largo rato. Quería atesorar un poco más la imagen que tenía de ella en ese instante. Pasó un trago, fascinado, hambriento de ese cuerpo desnudo. Necesitaba poseerlo, necesitaba adentrarse hasta lo más profundo de ese maravilloso ser. — Date la vuelta — pidió, como acostumbrada. Calioppe se incorporó sobre sus codo
Despertaron en medio de besos y suspiros cargados de felicidad. Había sido una noche maravillosa, como ninguna otra. Francisca les llevó el desayuno a la recámara y se mostró feliz al escuchar las pequeñas risas y susurros que provenían del cuarto de baño. Se sonrojó con picardía y decidió no molestarlos, así que dejó la charola en la cama con los alimentos bien surtidos y nutritivos, sobre todo para ella, que estaba gestando al nuevo patroncito, y salió sin hacer ruido. A media mañana, la pareja de reconciliados ya había ingerido lo que se les había subido, al tiempo que compartían miradas indiscretas y besos en medio de cada bocado. Ella estaba sentada a la orilla de la cama, peinando su sedoso cabello, atrapada en el albornoz, cuando el brasileño la rodeó por la cintura y le besó el hombro. — Ya no te puedo tener lejos de mí, lo sabes, ¿verdad? — susurró contra su lóbulo. Calioppe sonrió y ladeó la cabeza para darle un suave beso en los labios. — ¿Vas a secuestrarme? — bromeó
— Ven, acércate, creo que jamás he tenido la oportunidad de presentarte a Magda — le dijo él, ofreciéndole su mano para que se acercara. Calioppe parpadeó, recelosa. — ¿Magda? — preguntó, curiosa. — Sí, es mi yegua — presentó al imponente animal que se dejaba acariciar con naturalidad, como si las manos de ese hombre representaran un lugar seguro para ella. Era una yegua de color café y con mirada profunda. — ¿No me hará nada? — quiso saber, temerosa. — Es indefensa, vamos, tócala — tomó su mano y la depositó sobre el lomo del animal. Ella respondió un tanto nerviosa — No temas, ella presiente. Confiada, sabiendo que él la tenía sujeta de la cintura con gesto protector, y que no consentiría que nada malo le pasara, se armó de valor y deslizó su mano por el suave y brilloso pelaje del animal. — Hola, Magda — la saludó con una adorable sonrisa —. Eres una yegua encantadora, ¿lo sabías? — Ella también opina lo mismo de ti — la aduló el brasileño, besándole el hombro. — ¿Te comun