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— Calioppe, responde — le exigió, contenido —. ¿Por qué te harías una prueba de embarazo? ¿Por qué saldría positiva? Su voz gruesa la paralizó por varios segundos. — Y-yo… — No, no titubees ahora, responde mi pregunta, es simple. ¿Por qué ha dado positiva esta prueba? Calioppe no comprendía esa actitud. Y sí, ella se había quedado tan sorprendida como él con el resultado, pero jamás se horrorizó de esa forma. Jamás pensó que fuese una noticia desagradable traer un hijo al mundo. ¡Un hijo de ambos! ¿Por qué parecía que él no…? Negó, ni siquiera quería pensarlo, no lo soportaría. — Yo me hice la prueba porque mi periodo no bajó este mes — respondió, tímida, nerviosa — Pero… quise esperar a contártelo porque podría ser un falso positivo. — ¡Lo tiene que ser! — exclamó sin preámbulos, mirándola como si de pronto le hubiesen salido dos cabezas — ¡Tú no puedes estar embarazada! Calioppe parpadeó, aturdida. — Pero podría estarlo. — No, es imposible — negó con la cabeza, miró la vari
La noche llegó, y junto a ella, una lluvia torrencial. Nick y Calioppe evitaron verse todo el día. Cada uno sufriendo en silencio, a solas. El brasileño de Villa Dos Santos, desde que se encerró en el despacho, no atendió ni siquiera el llamado urgente de su capataz. Por su lado, la joven e inocente esposa, no había dejado de sentirse pequeña y sola, profundamente sola… aunque una parte de ella sabía no volvería a estarlo nunca más. — No te preocupes, pequeñito, yo te voy a cuidar con todo mi ser, y si nadie te quiere, yo tendré suficiente amor para los dos — musitó con una sonrisa triste mientras acariciaba su vientre. Varios golpecitos sobre la puerta la hicieron alzar la vista. Un instante después, Francisca asomó la cabeza. — ¿Puedo? — preguntó la muchacha con timidez. Ella asintió, invitándola con un gesto dulce para que se acercara — No quería molestarla, pero… como no ha comido nada hoy, pensé que quizás se le antojaba algo. Calioppe torció una triste sonrisa. — Gracias,
Dolor profundo sacudió el pecho de Calioppe. Nick salió rápido de la cama, buscando acercarse a su esposa. — ¡No te atrevas, Nicholas Dos Santos! — lo señaló, herida. — Calioppe, esto no es… — apretó los puños, desconcertado. No entendía que diablos estaba pasando. Miró a Romina — ¿Qué carajos haces en mi recámara? Romina lo miró con ojos de fingida inocencia. — ¿De qué hablas? Tú me lo pediste, Nick… dijiste que me necesitabas. — ¡No mientas! ¿Cómo… cómo diablos has podido? — ¡Nick, pero, si tú sabías que tarde o temprano tu esposa se enteraría de que nosotros...! — ¡Cállate! — rugió, histérico. Volvió la vista a Calioppe, pero ella tan solo negó con la cabeza, alzó el mentón, orgullosa, y salió de allí. No, no. ¡Mierd4! — ¡Calioppe! Francisca miró a Romina con los ojos entornados. — ¡Eres una descarada! — Tú cállate y ve a consolar a tu patroncita — le dijo a modo de burla. Calioppe no se detuvo, e iba a cerrar la puerta de la recámara cuando su marido se lo impidió. — ¡
— Kika, no digas tonterías — le dijo Calioppe con una sonrisa triste a esa muchacha que había ganado su corazón desde el primer día. — No, seño, estoy hablando en serio, si usted se va de la hacienda, yo me voy con usted. — Pero llevas toda tu vida viviendo aquí, además, yo no tengo a donde ir, solo pasarías penurias a mi lado. — Pues con más razón, seño, yo no la pienso dejar sola, usted es bien buena y… yo la quiero mucho. Nuevas lágrimas inundaron los ojos de Calioppe. — Ay, Kika, yo también te quiero mucho — le acarició la mejilla —. ¿En serio te quieres ir conmigo? — ¡Muy en serio, seño! — exclamó, ahora feliz — ¡Usted dígame cuando y yo empaco mis cosas, no son muchas, así que será bien rapidito! — Ven aquí — la dijo, sonriendo, y la estrechó en sus brazos. Terminaron de empacarlo todo, al menos lo más importante, e iban a salir cuando de pronto, al abrir la puerta, vieron a dos de los peones de la hacienda custodiando la habitación. Calioppe y Francisca se miraron, inte
A Calioppe le dolía alejarse del hombre que, inevitablemente, se había enamorado sin preverlo durante los últimos meses. Una silenciosa lágrima rodó por su mejilla. Junto a él había conocido la entrega absoluta, las mariposas en el estómago cada vez que lo veía y el pulso disparado por culpa de sus besos y caricias. Dios, con él, se había dejado llevar de una forma irrepetible. Había sido su mujer. Suya. En cuerpo y alma, y como resultado… llevaba al hijo de ambos en el vientre. Pero también, gracias a él, había conocido lo que era el desamor, un corazón roto y la traición más encarnizada… el rechazo. — Seño… ¿Está usted bien? — le preguntó Kika después de largos minutos caminando. Ella conocía muy bien esas tierras, así que sabía el camino más corto hasta el límite de la hacienda. — Sí, lo siento, no me hagas caso — musitó, limpiándose las mejillas con el dorso. Echó un vistazo a su alrededor. Pocas eran las luces y la lluvia había cedido muchísimo, tan solo caían pequeñas gotas —
Estaba enfurecido, no, estaba que se lo llevaba el diablo. ¿Cómo es que nadie allí sabía nada? ¿Es que se habían escabullido así, sin más? ¿Cómo era posible que nadie las hubiese notado irse? ¡Carajo! María, Sara, Lisandro y el par de peones a cargo de vigilar la puerta de Calioppe se plantaron frente a sí tras su orden. Nicholas los miró a cada uno con los ojos entornados. Su pecho subiendo y bajando. Dientes apretados y mejillas trémulas. — Quiero una jodida explicación — habló pausado —… y la quiero ahora. María sollozaba en silencio. Estaba preocupada por su ahijada y, por supuesto, por esa joven embarazada. Sara jugaba con sus dedos, temblorosa, inquieta. Paulo y Ernesto se encontraban con la mirada clavada en el piso; contrariados y avergonzados. No comprendían como una cosa así pudo haber ocurrido. Por su lado, Lisandro parecía inalterable. Se había enfrentado a la furia Dos Santos demasiadas veces, aunque jamás lo había visto en ese estado que, lejos de la rabia, se re
Sin darse cuenta, se quedó dormido en aquella recámara que todavía guardaba su aroma. — ¿Se ha comunicado Francisca contigo? — preguntó a María cuando entró a la cocina. La mujer negó, cabizbaja, mientras cortaba un par de tomates para el desayuno. El brasileño pasó un trago y apretó los puños. Su interior dolía… dolía profundamente. El siguiente par de días no fue para nada distinto, la misma respuesta a sus preguntas y el mismo infierno encarnizado. Salió de allí, despavorido, no atendió al llamado de un peón y saltó sobre el lomo de su caballo para cabalgar el ejemplar con esa destreza que lo caracterizaba, y con la esperanza de que la adrenalina menguara todo el desprecio que sentía por sí mismo en ese momento. No lo consiguió. Cuando volvió, el mismo peón de hace un rato lo interceptó en la entrada — ¡Patrón…! — ¿Qué quieres? — preguntó con amargura, sin mirarlo. — No es nada importante, pero imaginé que quería saberlo. Es que… el conejo de la señora Calioppe no está con
— Calioppe… ¡¿Calioppe?! Cuando el brasileño escuchó que la llamada se había colgado, su pulso se disparó y miró con los ojos abiertos a María. — Patrón… — ¿Dónde está? — exigió saber. La pobre mujer parpadeó. — Yo no lo sé, patrón. — ¿Cómo que no lo sabes? ¿Todo este tiempo has estado en comunicación y no me lo habías dicho? ¿Qué pasa con todo el mundo en esta casa? — No es así, patrón, verá, mi ahijada me llamó, me dijo que estaba bien, que se había ido con la señora Calioppe, pero… — Pero, ¿qué? — Pues me dijo que no volvería, y tampoco me dijo donde se encontraban — contestó en voz baja. Nicholas Dos Santos cerró los ojos, buscando tranquilizarse. Miró el aparato y devolvió la llamada al último número. Esperó varios tonos. Nadie contestó. Insistió, inquieto, varias veces. Nada. — ¡Carajo! — gruñó antes de salir de allí. Fue hasta su despacho. Necesitaba averiguar de quién era el número, o al menos de donde había llamado. Revisó la lista telefónica, número por númer