Gabriel y Ángela se fueron a un hotel donde esperarían su vuelo para viajar a Sudamérica. Ángela se sentó en el borde de la cama y se dobló en dos.
―¿Qué pasa, darling?
―Me duele.
―¿Qué te duele?
―El vientre.
―Espera, llamaré al médico del hotel.
Lo hizo y en pocos minutos llegó el doctor y le explicaron lo sucedido, incluso lo ocurrido en la fiesta. En tanto hacían eso, Ángela comenzó a sangrar.
―Debe acostarse, le sugiero que llame a su obstetra, deben realizar una ecografía para corroborar que todo esté bien, el sometimiento a un estrés tan fuerte puede provocar problemas en los embarazos.
―Pero ella estaba bien, doctor.
―Sí, quizá la adrenalina la tenía muy alta y eso impidió que pudiera darse cuenta de que no estaba todo lo bien que pensaba.
Los meses pasaron y una mañana, me desperté con un fuerte dolor en mi vientre. Ya tenía las treinta y ocho semanas, así que podía tener al bebé. Claro que jamás imaginé el dolor que eso significaba. Aun así, fue un parto normal, sin contratiempos. Había hecho reposo todo el embarazo y mis cuidados y los controles, permitieron que mi niña se desarrollara sin problemas. Abigail nació a las doce y media del día, una hermosa niña de tres kilos y medio y cincuenta centímetros de alto. Era muy despierta y sonriente, casi no lloraba. Tenía los ojos de su padre. ―Es una niña feliz ―me comentó mi padre cuando la niña llegó a casa―. Sabe que es muy amada. ―Sí, papá, es una niña amada por todos, crecerá rodeada de amor. ―Te amo, hija, gracias por este hermoso regalo, conocerte es lo más bello que me ha pasado en la vida. ―Te amo, papi, gracias por haberme buscado, no sé qué habría hecho en Chile sola, sinceramente, no creo que hubiera sopo
Avancé con paso vacilante al notar que alguien me seguía. A pesar de la gente que circulaba en ese momento por esa transitada calle, estaba segura de que ese hombre iba detrás de mí. ¿Sería posible? Quizá no era más que el fruto de mi imaginación, de tantos tiempo casi sin dormir.Alenté un poco mi andar e intenté relajarme. Era imposible que alguien me siguiera a las dos de la tarde en tan concurrida avenida. Miré hacia atrás y vi a ese hombre que me miraba con una expresión extraña, parecía asqueado. Seguí avanzando, ya faltaba poco para entrar al edifico donde trabajaba. Solo unos pasos más y estaría a salvo. Volví a mirar hacia atrás y ya no estaba. Lo busqué con la mirada por todas partes, pero no se veía. No era un hombre que pasara desapercibido, claramente no era chileno, era rubio y medía
El hombre me tomó la mano con una de las suyas y con la otra acarició mi mejilla.―No me tengas miedo, por favor, jamás te haría daño, no a propósito, al menos ―me aseguró.―Es que...―Ya te dije que no quiero hacerte daño, solo quiero hablar, aclarar ciertos temas.Yo hice un puchero y me tapé la cara con las manos, no quería que ese hombre me viera llorar.―Niña, mi pequeña..., no llores. Ven acá. ―El hombre me pegó a su pecho de modo paternal y me dejó llorar―. No debes temer, mi pequeña, nada malo te pasará.―Es que... ―hipé, pero no pude continuar.―Ya, pequeña, tranquila, estás segura aquí.―Mi mamá...―¿Qué pasa con ella? ¿Te espera? ―me preguntó sorprendido.―No. ―Volví a llorar con más fuerza.<
Pese al impasse, disfruté de la comida. David era muy parlanchín y alegre, por lo que me acoplé de inmediato a su carácter y nos contamos anécdotas de niños. Gabriel parecía ajeno a la conversación y Ángelo parecía disfrutar mucho de la charla.Al finalizar, mi padre nos invitó al bajativo en la sala.―¿Qué quieres beber, hija?―No sé, yo nunca tomo alcohol.―¿Te gusta algo?―La menta podría gustarle, papá ―dijo Gabriel.―Tienes razón.Me sirvió un vasito de menta y me lo extendió, le di un sorbo y arrugué toda mi cara.―Está rico, pero fuerte ―dije algo atorada.David se largó a reír.―Menos mal que no estábamos en una fiesta de gala. Tendrás que acostumbrarte, no puedes poner esa cara cuando te sirvan un trago ―se burl&
Hubiese querido discutir, pero no me sentía bien, estaba mareada y sentía que me había drogado. Cerré los ojos y creo que me dormí, porque cuando desperté iba en los brazos de Gabriel, no dije nada, acomodé mi cabeza en su hombro y sentí su exquisito aroma; solté un gemido.―¿Te duele algo? ―me preguntó en un susurro.―No ―respondí, pero de inmediato me di cuenta del por qué me preguntó―. No me siento bien ―agregué, no podía decirle que no había sido un quejido, precisamente.―Ya estarás en tu cama y allí te quedarás.―¿Y papá?―Ya vendrá a verte, está arreglando unos asuntos.―¿De verdad me tengo que ir con ustedes?―No te vamos a dejar sola aquí con el riesgo de que te suicides.―¡No me voy a matar! ―protesté.―Sh
Mi dormitorio era maravilloso, estaba decorado en tonos pastel y crema. Mi cama era inmensa, me perdería allí. Tenía las comodidades de cualquier ciudad grande. Tenía un televisor gigante, un equipo de música, un escritorio con una laptop, un mueble tocador, un sofá y un enorme ventanal. Había dos puertas juntas en una pared, entré a una y era una pieza clóset, no tenía mucha ropa, pero toda parecía hecha para mí, no sabía de dónde la habían sacado, de hecho, solo en ese momento, me di cuenta de que no había llevado equipaje, todas mis cosas se habían quedado en Santiago. Abrí la otra puerta y era el baño, entré, me lavé los dientes y me acosté. Ni siquiera tenía maquillaje, todo lo había dejado en Chile. Me coloqué un pijama que había encima de la cama y me acosté.No s&eacut
Gabriel me miró con sorpresa, creo que no se esperaba mi reacción.―¿Estás segura de que eres capaz de soportar toda la verdad? Te recuerdo que todavía estás convaleciente.―Claro que soy capaz, no soy una débil mujercita.―No fue eso lo que vi en Chile ni anoche.―Eso fue distinto.―¿Lo crees? Quizá sea peor.―¿Qué quieres decir? ―espeté.―Gabriel... ―masculló nuestro padre.―Nada, no quiero decir nada ―replicó Gabriel y tiró la servilleta a la mesa, salió furioso.Yo miré a David, que estaba pensativo observando la nada, luego me giré hacia mi padre, que me miraba fijo, con una expresión de enojo.―¿Qué fue eso?―Gabriel es algo intenso, no le hagas caso ―me aconsejó.―Parecía muy seguro de lo que decía, ¿qu&eacu
Cuando desperté iba en la ambulancia, Gabriel me acompañaba y tenía tomada mi mano. Parecía un deja vu, pero más doloroso.―¿Cómo te sientes? ―me preguntó con suavidad.―Mejor, al menos ya no me duele todo, solo casi.―Eso es bueno, te pusieron un calmante.―Lo siento.―¿Qué sientes?―Si no hubiera...―Sht, no sabías. Agradezco haber mandado a ponerle amortiguadores mientras estuvimos en Chile ―me dijo y con su mano libre acarició mi mejilla.―Yo también lo agradezco, entonces.Cerré los ojos y apreté su mano.―Descansa.―Gracias por estar aquí ―susurré y me dormí.Volví a despertar, ya estaba en una camilla en el hospital. Tenía yeso en el brazo derecho, en mi pierna izquierda, un vendaje en mi torso y varios parches, incluso en mi ca