Insulina

Cuando Margarita vio a su jefe desmayado, se puso pálida y temió lo peor.

—¡Lucca! —exclamó espantada y corrió para socorrerlo—. ¿Está bien? —preguntó nerviosa tocándole las manos.

Nunca había visto a un hombre en aquellas condiciones. Él negó y estiró la mano con dificultad para señalar su escritorio.

—Agua —susurró él con la garganta seca.

—¿Qué? —preguntó ella, temblando completa.

—Agua —repitió él con dificultad.

Ella se levantó a tropezones para servirle un vaso con agua desde el dispensador.

Corrió para llevárselo y, aunque trató de ofrecérselo para que él lo recibiera, no hubo caso y Margarita terminó poniéndolo en sus labios para que el pobre debilitado de Lucca bebiera.

Le sostuvo la nuca con una mano y le ayudó a beber, complicada por volver a tocarlo.

Tenía un cabello sedoso y un aroma muy particular. Intentó no sentirse tan mareada como él y trató de mantener el control.

—¿Ya se siente mejor? —preguntó con ese sentimiento de culpa que no la dejaba sosegarse.

—No —ronroneó
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