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Un vistazo hacia el pasado

Ivette Russell, dos años atrás.

—Oh, Srta. Por mucho será la novia más bonita de todas —dijo mi nana, quien, hasta ahora, era la única persona con la cual se me permitía seguir en contacto.

—Por favor nana… —Bajé del pequeño estrado, tomando sus manos con ferviente desesperación—. Si hay alguien que puede ayudarme a librar este infierno, esa eres tú. No me dejes aquí, no dejes que me case con él.

Las esquinas de los ojos de la anciana se contorsionaron por el pesar.

—No me pidas eso, Ivette. No lo hagas, cuando sabes que no soy capaz de ayudarte. Ahora mismo sólo soy una vieja inservible para ti.

—Entonces ven conmigo —propuse—. Salgamos de aquí y vayámonos lejos. Conseguiré un empleo y viviremos bien, nos mantendré a las dos.

—Oh, mi niña. —Rio, dando un par de palmadas en mis manos—. La vida no es tan sencilla allá afuera, no con tiburones al acecho. Lo mejor será que aceptes tu destino.

Y vaya destino de m****a.

—Por favor, déjame sola —pedí—. Las maquilladoras vendrán en unos minutos y quiero tener al menos un par de ellos para poder llorar a gusto.

La anciana mujer salió de mi habitación y yo corrí en la misma dirección para echar pestillo a la puerta.

Tal y como lo había imaginado, ella también cedió antes los encantos y dinero de ese repugnante ser.

La empresa textil de mis padres venía arrastrando una crisis financiera desde hace más de dos años y la única solución que ellos veían era casarme con el hijo de la competencia. De este modo, ambas compañías podrían fusionarse y la firma Russell no se perdería del todo.

Solo que en lo que a mí respecta, me importaba muy poco la mentada firma, si por ella tenía que encadenar mi vida a un engreído y pretensioso desconocido.

Terminé de despojarme del vestido de novia, sacando del armario la gabardina que llevaba oculta ahí por semanas.

Porque sí. Este pequeño y valiente acto no era cuestión de mera improvisación. Desde el momento uno que supe del matrimonio arreglado, entendí que necesitaría muchos planes de emergencia.

Alguien llamó desde el otro lado de la puerta y mis manos temblorosas se detuvieron por una fracción de segundos. Pues, era cuestión de tiempo antes de que alguien regresara con una llave.

Abrí la ventana de la habitación saliendo al balcón y sin mucho pensarlo, me dejé caer desde un segundo piso sobre una pila de bolsas y desechos de la basura.

El impacto amortiguado aporreó mis costillas, pero no era momento para lamentarse por ello.

Bajé del contendor, cojeando por el callejón hasta la puerta trasera de ese viejo y abandonado bar.

Como esta no era la primera vez que había intentado escapar, Giuseppe tomó la previsión de confinarme en un lugar lejano. Uno, donde no tuviera acceso a ningún familiar o conocido.

Sin embargo, he logrado ver varias veces por la noche, como uno de sus hombres entra a este lugar y saca una motocicleta destartalada, lo suficientemente confiable como para llevarlo y traerlo en una pieza.

La puerta cedió ante mi mano al igual que mis piernas ante mi peso, al comprobar que había ido directo a una trampa.

Como si se tratase de una cruel broma, ahí estaba Giuseppe en compañía del notario.

—Cariño, por un momento pensé que serías capaz de dejarme plantado en el altar —dijo con socarronería, esbozando una sonrisa de oreja a oreja.

No hubo lectura de libro, tampoco testigos. Simplemente, ahí en el suelo, me fue acercado el documento para que lo firmara. Y lo que pensé que sería mi escape maestro, se convirtió en el principio de mi infierno personal.

Nos mudamos a un apartamento en el centro de la ciudad y en un par de meses ya estaba embarazada de Tabatha. Giuseppe fue el hombre más feliz en ese momento y de verdad por ese tiempo empecé a creer que tal vez yo estaba equivocada y que él no era un mal hombre.

Pero una noche, ese delgado manto se cayó de mis ojos al escuchar una conversación que mi esposo sostenía con su padre.

—¡Sabes bien que la basura hay que eliminarla por completo! —dijo mi suegro, elevado su tono de voz.

—Él era solo un niño padre, ¿Cómo podría hacer tal cosa?

—Era un niño y ahora es un hombre, uno muy poderoso. Así que, ¿Qué más da? —El tintinear del hielo contra el cristal del vaso hacía que la bebé diera unos cuantos saltitos en mi barriga.

—Eso del pasado… sabes que fue un accidente. Yo no quise hacerlo.

—Pero al final los mataste y en su momento no sentiste remordimiento por ello. ¿Ahora quieres que piense que eres diferente sólo porque tienes una mujer y esperas tu primer hijo?

—Es una niña… —Le corrigió.

—No me interesa lo que sea, sólo deshazte de René Chapman antes de que venga por ti y tu preciada familia de juguete.

Mis ojos se desorbitaron y me fue imposible refrenar esa ruidosa exhalación.

—¿Quién anda ahí? —habló el mayor de los hombres y yo me quedé petrificada.

La puerta del estudio se abrió completamente y la mitad del cuerpo de Giuseppe emergió de ella.

Nuestros ojos se encontraron en ese momento.

—No es nadie, padre —dijo, sin apartar la vista de mi—. Ha de ser la brisa. Esta casa tiene muchas ventanas.

Y después de eso, él volvió al despacho asegurándose de cerrar muy bien la puerta en esta ocasión.

Y fue ahí cuando escuché por primera vez el nombre de René Chapman. Quien dos años después, tenía la esperanza que fuera mi salvación.

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