#60:

Aguardó a que el conductor le abriera la portezuela y se apeó grácilmente con sus perfectos zapatos de charol. Antes de que yo abriera la mía, él ya había subido los tres escalones y tendía su abrigo al mayordomo, quien era evidente que había estado al tanto de su llegada.

Me derrumbé sobre el suave cuero del asiento para intentar digerir el nuevo dato que con tanta frialdad me había transmitido.

El pelo, el maquillaje, el cambio de programa, la consulta estresante de los dibujos, las botas de ciclista, todo para pasar la velada en una fiesta con el padre de mi jefe y su familia.

Arrugué el entrecejo. ¿Markus tenía un hermanastro?

Y para colmo, francés.

Me pasé tres minutos enteros recordándo que mi salida de Glitz y mi nuevo trabajo en el New Yorker se hallaba a solo un par de meses, que mi año de esclavitud estaba a punto de terminar, que seguro que podía soportar otra noche tediosa para conseguir el trabajo de mis sueños.

No funcionó.

De repente sentí un deseo desesperado por hace
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