Como Axel tenía que ir al Bronx dos veces por semana para cuidar de su hermano menor porque su madre trabajaba hasta tarde, esta le había regalado su viejo coche, pero no lo necesitaría hasta el próximo martes y yo pensaba estar de vuela antes de ese día. Además, ya había planeado pasar el fin de semana en casa de mis padres y ahora tenía una buena noticia que darles.
—Claro que no. Por supuesto que no me molesta prestártelo. Las llaves están sobre la mesa de la cocina. Llámame cuando llegues, ¿de acuerdo?
—Claro. ¿Seguro que no quieres venir? La comida de seguro está riquísima. Ya sabes que mi madre se vuelve loca cada vez que la visito.
—Es muy tentador. Sabes que iría, pero he quedado mañana con unos compañeros del trabajo para tomar algo. Pensé que eso nos ayudaría a trabajar como un equipo. Lo he organizado yo y no puedo faltar.
—Maldito buena gente, siempre estás creando buen ambiente donde sea que e vayas. Te odiaría si no te quisiera tanto.
Le di un beso.
—Exageras. Pásalo bien.
—Tú también. Adiós.
Encontré su pequeño coche gris al primer intento y solo tardé veinte minutos en salir a la alameda que me conduciría a la 95 Norte, la cuál, gracias a Dios, estaba muy despejada.
Ah, cómo echaba de menos conducir. Hacía un frío que pelaba para ser noviembre, estábamos a un par de grados y había placas de hielo en las carreteras secundarias.
No obstante, el sol brillaba y proyectaba esa luz de invierno que hace llorar a los ojos poco acostumbrados, y notaba el aire frío y limpio en los pulmones. Hice todo el trayecto con la ventanilla bajada, escuchando una y otra vez la banda sonora de Harry Potter. Me recogí el cabello todavía húmedo en una coleta para que no me cubriera los ojos y me fui soplando los dedos de las manos para mantenerlos calientes, o por lo menos lo bastante calientes para poder sostener el volante.
Había finalizado mis estudios hacía seis meses y mi vida ya estaba a punto de dar un gran paso adelante. Markus Preston, hasta el día anterior había sido un desconocido, pero poderoso hombre y me había elegido para trabajar en su revista. Ahora tenía una buena razón para salir del Bronx, mudarme a Manhattan por mi misma, como una verdadera adulta y convertirla en mi hogar. Cuando detuve el coche frente a la casa de mis padres, me sentía dichosa.
El retrovisor me mostró unas mejillas rojas a causa del viento y mi cabello alborotado. No iba maquillada y llevaba los bajos de los vaqueros sucios de caminar por el aguanieve de la ciudad, pero me sentía hermosa, natural, fresca, limpia y feliz.
Abrí la puerta y llamé a mi madre. Nunca antes me había sentido tan orgullosa de mi misma.
—¿Cinco días? Cariño, dudo mucho que puedas empezar a trabajar dentro de tan poco tiempo —observó mi madre al tiempo que removía el té con una cucharilla.
Estábamos sentadas frente a la mesa de la cocina, en nuestro lugar de costumbre, mi madre acompañada de su acostumbrado té light, y yo de mi acostumbrada taza de leche con café. Aunque hacía cuatro años que no vivía en casa de mis padres, solo necesitaba esas enormes tazas de leche con café preparado en el microondas y un par de sándwiches de mantequilla de cacahuete para sentir que no me había movido de allí.
—No tengo otras opciones y la verdad es que he tenido mucha suerte. No te imaginas lo insistente que fue la directora de recursos humanos. —dije. Mamá me miró con cara inexpresiva.
—En cualquier caso, no es algo que deba preocuparme. He conseguido un trabajo en una revista famosa con uno de los hombres más poderosos de la industria de la moda. Es un trabajo al que no puede aspirar cualquiera.
Sonreímos, pero la sonrisa de mi madre estaba teñida de tristeza.
—Me alegro mucho por ti —afirmó— se que tengo una hija talentosa. Cariño, estoy convencida de que será el comienzo de una época maravillosa de tu vida. Oh, recuerdo cuando terminé la universidad y me mudé a Nueva York, sola en esa enorme y loca ciudad. Estaba aterrada, pero era el cambio fue muy estimulante. Quiero que disfrutes de cada minuto que pases en Nueva York, del teatro y el cine, la gente, las tiendas, los libros. Sé que será la mejor época de tu vida. —Posó una mano sobre la mía, contemplándome con nerviosismo.
—Estoy muy orgullosa de ti.
—Gracias, mamá. ¿Significa eso que estás lo bastante orgullosa de mi, como para prestarme el dinero para poder comprarme un apartamento, algunos muebles y un vestuario nuevo?
—Claro, claro —respondió, y me golpeó la coronilla con una revista mientras se dirigía al microondas para calentar dos tazas más.
No había dicho que no, pero tampoco se había apresurado a buscar su billetera de cheques.
Pasé el resto de la tarde enviando correos electrónicos a todas las personas que conocía para preguntarles si necesitaban compañera de piso o sabían de alguien que estuviera buscando una. Puse algunos anuncios y telefoneé a gente con la que hacía meses que no hablaba.
Sabía que con Layla no podía quedarme. Mi amiga llevaba una vida fiestera demasiado violenta para mí gusto, y su apartamento solo contaba con una habitación. De ahí que yo durmiera todos este tiempo en su sofá.
Por otro lado, a veces dormía con Axel, pero no podía mudarme con él si él no me lo pedía.
Esperé durante varias horas y…
Nada.
Había decidido que mi única opción (si no quería instalarme de forma permanente en el sofá de Layla y acabar inevitablemente odiándola o irme al de Axel , algo para lo que ninguno de los dos estaba preparado) era alquilar una habitación hasta cogerle la vuelta a mi nuevo trabajo.
Deseaba disponer de un apartamento propio y, a ser posible, amueblarlo a mi gusto, para no sentir mal al regresar del trabajo por tropezarme con una alfombra de piso horrenda.
El teléfono sonó poco después de medianoche. Me abalancé sobre él y a punto estuve de caerme de la cama en el proceso. Sonreí al descolgar el auricular.
—Hola, campeona, soy Axel —dijo con ese tono que indicaba que algo había pasado. Imposible saber si se trataba de algo bueno o malo—. Acabo de recibir un mensaje electrónico de Carla Martin, una chica de Princeton, que está buscando compañera de piso. Creo que la conozco. Sale con Albert y es muy normal. ¿Te interesa?
—Claro, ¿por qué no? ¿Tienes su teléfono?
—No, solo su correo electrónico, pero te enviaré el mensaje y podrás ponerte en contacto con ella. Creo que te iría bien con Carla.
Envié un correo electrónico a la chica mientras terminaba de hablar con mi novio y finalmente pude regresar a dormir en paz.
Tal vez, solo tal vez, esta posibilidad funcione. Pensé, pero el lunes, al regresar hice una mueca de desagrado al salir del apartamento de Carla.
Descartada.
Él sitio era oscuro y deprimente, se hallaba en una zona infernal y cuando llegué había un yonqui en el portal. Los demás posible roomies no se quedaban atrás: una pareja que quería alquilar una habitación en su apartamento e insinuó que tenía que aguantar su constante y ruidosa actividad sexual; un pintor de treinta y pocos años con cuatro gatos y el deseo de adoptar otros más; una habitación sin ventana ni armario al final de un largo y oscuro pasillo. Cada cuarto lúgubre que visité costaba más de mil dólares mensuales. Mi salario era de 32.500 dólares al año.
Aunque las matemáticas nunca habían sido mi fuerte, no hacía falta ser un genio para deducir que el alquiler iba a comerse más de 12.000 dólares al año. Para colmo, mis padres tenían intención de confiscarme la tarjeta de crédito para casos de urgencia porque ya era una «adulta» y además ya había conseguido trabajo.
Genial.
Al final, fue Layla quien me sacó del apuro después de dos días de búsqueda frustrante. Dado que ella tenía un interés personal por sacarme de su sofá para siempre, envió mensajes a todos sus conocidos. Por lo visto una compañera de su programa de doctorado de Columbia tenía una amiga que tenía una jefa que conocía a dos chicas que buscaban compañera de piso. Telefoneé y hablé con una joven muy simpática llamada Susan , quien me contó que ella y su amiga Kendall buscaban a alguien para compartir su apartamento del Upper East Side, con derecho a un dormitorio minúsculo pero con ventana, armario e incluso una pared de ladrillos que dividía los dormitorios. Por ochocientos dólares al mes. Pregunté si el apartamento tenía baño y cocina. Tenía ambas cosas (naturalmente, nada de lavavajillas, bañera o ascensor, pero no podía esperar una vida llena de lujos la primera vez que me iba a vivir por mi cuenta).
Susan y Kendall resultaron ser dos chicas dulces y tranquilas que acababan de licenciarse en la Universidad de Duke, trabajaban un montón de horas en bancos de inversión y me parecieron, ese primer día y los siguientes, imposibles de distinguir.
Había encontrado un lugar donde vivir, en lo que comenzaba a trabajar y planeaba comprarme mi propio apartamento, más adelante.
¡Había llegado el gran día!Finalmente debía comenzar a trabajar, y muy pocos minutos caminando sin rumbo por una ciudad que empezaba a despertar me llevaron, de hecho, hasta la puerta del edificio de Glitz & Glamour. Envuelto en la penumbra de la mañana, el vestíbulo resplandecía al otro lado de la entrada de cristal, y por un instante me pareció un lugar cálido y acogedor, pero cuando empujé la puerta giratoria se me resistió. Apreté hasta tener todo el peso del cuerpo impulsado hacia delante y la cara a unos milímetros del cristal. Solo entonces se movió.Al principio lo hizo con lentitud, de modo que empujé con más fuerza.Entonces la bestia de cristal ganó velocidad y me golpeó por detrás, lo que me obligó a avanzar a trompicones y arrastrando los pies para no caer al suelo. El hombre situado detrás del mostrador de seguridad se echó a reír.—Jodido, ¿eh? No es la primera vez que veo ocurrir eso ni será la última — dijo con una risita burlona y un temblor en sus carnosas mejilla
—Caray, parece que Markus tiene obsesión por las corbatas —comenté, mirando la enorme colección de esas prendas que habían llegado como regalos para él, y porque no sabía qué otra cosa decir.—No creas. En realidad Markus tiene una ligera obsesión por los pañuelos.—Eliza desvió la mirada, como si acabara de revelar que nuestro jefe tenía una enfermedad contagiosa —. Es uno de esos detalles encantadores sobre él que debes conocer.—¿No me digas? —pregunté tratando de parecer impresionada en lugar de horrorizada.¿Obsesión por los pañuelos? A mí particularmente me gustan la ropa, los bolsos y los zapatos tanto como a cualquier otra chica, pero no llamaría «obsesión» a ninguna de esas cosas.—Bueno, aunque ahora necesita algunas de estas corbatas, los pañuelos son su auténtica pasión. Ya sabes, esos pañuelos que la caracterizan. —Me miró y probablemente mi rostro le comunicó que estaba del todo perdida—. Al menos te acordarás de cómo vestía cuando te hizo la entrevista, ¿no? De seguro
Me alegré de comprobar que el resto de aquella primera semana no difería mucho del primer día. El viernes, Eliza y yo nos encontramos en el blanco vestíbulo a las siete en punto, esta vez me entregó mi tarjeta de identificación personal, provista de una fotografía que no recordaba haberme hecho.—La hizo la cámara de seguridad —explicó cuando la miré atónita—.Están por todas partes. Ha habido graves problemas porque mucha gente robaba cosas, como ropa o joyaría, que traían para los reportajes fotográficos. Por lo visto los mensajeros y a veces hasta los propios redactores se quedaban con lo que querían.Ahora la, con este sistema le siguen la pista a todo el mundo. —Deslizó la tarjeta por la ranura y la puerta de cristal se abrió.—¿La pista? ¿Qué quieres decir exactamente?Ella avanzó por el pasillo con paso presuroso, contoneando las caderas bajo su ceñidísimo pantalón de pana marrón Seven. El día antes, me había dicho que debía pensar seriamente en la posibilidad de comprarme uno,
Tres empleados en el puesto de Verduras se volvieron para mirarme. El único obstáculo que me quedaba por salvar era la multitud agolpada alrededor de la Mesa del Chef, donde un cocinero invitado, vestido de blanco, disponía grandes trozos de sashimi para sus admiradores.Leí el nombre de la placa prendida a su almidonada camisa de cuello: Nobu Matsuhisa.Me dije que lo buscaría en Google, cuando llegara a la oficina en vista de que parecía ser la única empleadaque no lo adoraba. Seguramente era un chef famosísimo. ¿Qué resultaba más imperdonable, ignorar quién era el señor Matsuhisa o Markus Preston?Cuando me llegó el turno, la menuda cajera miró primero la sopa y luego mis caderas. Ya me había acostumbrado a que me miraran de arriba abajo allí adondequiera que iba, y habría jurado que la cajera me miraba con mala cara, como si tuviese delante a una persona de doscientos kilos cargada con ocho Big Macs. Elevó la vista lo justo, como si preguntara «¿Realmente necesitas eso?», pero
Era un viernes de diciembre por la mañana y la dulce, dulce libertad del fin de semana se hallaba a solo diez horas. Estaba intentando convencer a Gema Strong, ayudante de publicidad de Scholastic Book, y una persona totalmente ajena al mundo de la moda, de que Markus Preston era alguien muy importante, alguien por quien valía la pena hacer excepciones, concesiones y dejarse de remilgos. Y resultaba mucho más difícil de lo que había previsto. ¿Cómo ibava saber yo que tendría que explicar la importancia del cargo de Markus para influir en alguien que jamás había oído hablar de la revista de moda más prestigiosa de la tierra ni de su célebre director? En las tres semanas que llevaba como asistente,ya me había percatado de que esa pesada tarea y la búsqueda de favores constituían una parte esencial de mi trabajo, pero generalmente la persona a la que trataba de persuadir, intimidar o presionar cedía en cuanto mencionaba el nombre de mi infame jefe. Desafortunadamente para mí, Gema no
Estaba deseando que llegara el fin de semana. Los pies, los brazos y la región lumbar acusaban mis jornadas laborales de catorce horas. Las gafas habían sustituido a las lentillas que había utilizado durante una década porque tenía los ojos demasiado secos y cansados para aceptarlas. Y sobrevivía exclusivamente a base de cafés de Starbucks (a cargo de la empresa,naturalmente) y sushi (también a cargo de la empresa). Ya había empezado a adelgazar. Algo en el aire, supongo, o quizá esa insistencia con que se evitaba la comida en la oficina. Había sufrido una sinusitis y empalidecido notablemente, y todo ello en apenas tresbsemanas. Me tenían corriendo como canta loca por todo New York, cumpliendo las excentricidades de mi jefe, y él nisiquiera se había asomado aún por la oficina en todo ese tiempo. ¡Al cuerno con todo! Me merecía un fin de semana. A todo eso se había añadido cazar la última reedición de Las crónicas de Narnia y no me hacía ninguna gracia. Markus había llamado esa mañ
Había decidido invitar a Layla a pasar el día viendo pelis, terminamos con Titanic y Casablanca era la siguiente de la lista. —¿Puedes creerte una tontería así? —preguntó, mientras rebobinaba la nueva peli, para saltarse el título y los créditos introductorios de la peli que comenzábamos ver—. Caray, que ellos eran demasiado jóvenes, se conocían de hacía solo dos días , ¿y él dio su vida por ella? —Sí, parece extraño —grité desde la cocina, Layla era una escéptica emperdinada, y aborrecia el romance.—. En tiempos modernos, si él hubiera sobrevivido, de seguro habría sido un holgazán, un mantenido y un borracho. Layla me miró y se echó a reír. —No puede ser que simplemente se haya enamorado de ella y se sacrificara de esa manera, ¿verdad? Ya hemos dejado claro que eso es totalmente imposible, ¿no? —Verdad. No es una opción. ¿Entonces...? —En ese caso, no queda más opción que sospechar, que Jack lo hizo por dinero. Intentó separar a Rose de su prometido con esperanzas de vivir de e
¡Me iban a despedir! Lo sabía… y no podía hacer nada al respecto. Como una tonta, había dado por sentado que mi plan funcionaría y ni siquiera había reparado en que Uri no me había llamado para confirmar la recogida y la entrega del paquete. Busqué en la agenda de mi móvil y marqué su número de móvil,( a él se lo había dado Mark personalmente, para que el hombre estuviera localizable las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.) —Hola, Uri, soy Yessica. Lamento molestarte en domingo, pero quería saber si ayer recogiste el libro en la Ochenta y siete con Amsterdam. —Hola, Yess me alegro de oír tu voz —canturreó con ese acento ruso que siempre me resultaba tan exótico. Me llamaba Yess, como lo haría un viejo tío desde el día que me conoció, y viniendo de él, no me importaba. — Claro que sí, recogí el encargo, como me dijiste. ¿Crees que no quiero ayudarte? —No, claro que no, Uri. Es solo que Mark me ha dejado un mensaje para decirme que todavía no los han recibido y