3. Ataque de pánico

Cerré la puerta de mi habitación detrás de mí, y me fui rompiendo conforme me deslizaba por ella, aovillándome en el suelo y escondiendo mi rostro en medio de mis rodillas, sollocé el nombre de mi padre.

Me despojé de las prendas de ropa en silencio, hipando y temblando me hundí en el jacuzzi, despojándome de toda sensación asqueada que me producía el recuerdo asqueroso de las manos de Benjamín sobre mi cuerpo.

No supe si había transcurrido una hora o dos, pero cuando sentí que los parpados se me cerraban casi por inercia propia, me envolví en una bata de baño y me fui a la cama con el cabello húmedo aun y recostándome, las luces de Sídney se pagaron delante de mis ojos.

Estoy caminando en medio de la nada, la neblina y la brisa fría que desciende, me hace abrazarme a mí misma, estoy huyendo de algo pero desconozco de que se trata y, mientras más rápido avanzo, más cerca lo siento. El reflejo de algo moviéndose rápidamente me hace girar de un lado a otro, el sonido estruendoso y desgarrador de una risa profunda me hace querer gritar, pero es como si me hubiesen cortado la lengua, no puedo articular nada, no puedo gritar por ayuda, no puedo hacer absolutamente nada cuando los ojos de un lobo feroz me escudriñan y entonces sucede, grandes manos me aprisionan y no puedo gritar, su boca busca con desagrado la mía y cuando siento que no puedo más, un grito desgarrador puede salir de mi garganta.

— ¡No, no, no, no!

— ¡Ariel!

—No, basta, no me toques, no me toques.

— ¡Ariel, detente! ¡Despierta!

Entonces, abrí los ojos.

Mi rostro estaba humedecido por las lágrimas y mi cuerpo sudaba. Estaba tratando de respirar, pero no lo conseguía, mis pulmones estaban suplicando por aire, pero la acción era imposible de realizarse.

Mi cuerpo fue zarandeado por dos grandes manos, y de súbito levanté la cabeza, encontrándome con un par ojos preocupados y una boca que escupía palabras que yo no podía escuchar, pese a que la veía moverse rápidamente.

—Respira, Ariel, tienes que respirar. —Apenas y podía escuchar el murmullo—. ¡Demonios! Respira, hazlo conmigo ¿de acuerdo? Inhala, exhala.

Repetí sus movimientos, y poco a poco, sentí como el aire llegaba a mis pulmones, inhalando por más y más, pude conseguirlo, estaba respirando casi con normalidad y una vez que lo conseguí por completo, me abalancé a sus brazos, abrazándolo.

El gesto, lo recibí un par de segundos más tarde y temeroso, finalmente correspondió a mi tacto.

—Tuviste un ataque de pánico, pero ahora estas bien, lo estas. —Susurró sobre la parte superior de mi cabeza y acarició suavemente mi espalda—. Lamento haberte hablado de la forma en que lo hice.

No respondí, solo me limité a sentirlo así de cerca, me gustaba la sensación de protección que su abrazo cálido me ofrecía.

Mi cuerpo, poco a poco se destensó y nos alejamos con cuidado y casi por obligación, como si ninguno de los dos quisiera alejarse el uno del otro, al menos yo, no quería.

— ¿Quieres un vaso de agua? —Preguntó y yo negué de inmediato—. De acuerdo, cualquier cosa que necesites...

—Quédate. —Mi voz se había convertido en una súplica y su cuerpo de había tensado ante mi petición, lo vi dudar durante unos segundos antes de ceder.

Me hice a un lado, dejándole el espacio suficientemente para que se recostara y cuando lo hizo, agaché la cabeza y me hundí en su cuello, sintiendo como su aroma se impregnaba en mi piel.

—Descansa, sirena.

Y lo hice, con el corazón a mil revoluciones.

. . .

Desde aquel día, las cosas no siguieron igual. Apenas, y lo escuchaba entrar por el elevador en ocasiones, muy tarde en la noche. Ya no almorzaba ni cenada conmigo, no recibía llamadas ni mensajes de texto. No lo comprendía, aquella noche, pudo tenerme como suya y no lo hizo. ¿Qué pretendía? ¿Qué era lo que realmente buscaba Máximo Kahler en mí?

Todavía me encontraba nerviosa y aterrada por mi encuentro con Benjamín, cada vez que el recuerdo me golpeaba, sentía nauseas. Trataba de mantener mi mente ocupada en ayudar a Almita con recetas de comida deliciosa y postres de revistas.

Tal vez, una semana después, cuando decidí que quería retomar mis clases de manejo, me encontré con Flavio merodeando en la cocina, con una manzana en la mano y hablando de trivialidades con Amelia.

—Buenos días. —Ninguno de los dos se habían percatado de mi presencia.

—Buenos días, señorita Ariel. —Saludo Flavio. Educado, como siempre.

—Niña Ariel. —La sonrisa que me dedicó Amelia, me llegó al corazón.

Cada día le tomaba más aprecio. Era encantadora y parlanchina. Sin ella, no tendría la más mínima idea de permanecer cuerda en estas altas paredes. Fue una semana bastante solitaria.

Desayuné en silencio. Sonriendo ante las ocurrencias y experiencias amorosas que contaba Flavio, él era muy apuesto, rondaba alrededor de los veinticuatro. Al principio, era bastante serio y distante, después de haber entrado en confianza, era más abierto y platicador.

—Flavio, estoy lista para mis clases de manejo. —Le comenté.

Sus ojos se encontraron con los de Almita, quienes se ofrecieron una mirada cómplice y silenciosa. Los noté nervioso a ambos, sin embargo, esperé que el articulara algo.

—Lo siento señorita, pero no podrá ser. —Cabizbajo, torció el gesto.

— ¿Por qué? ¿Qué sucede?

Una vez más, se observaron y Almita y volvió a sus quehaceres, dejándole toda la oportunidad a Flavio de explicarme que sucedía.

—El señor Kahler. Bueno, el dejó ordenes de que así fuera.

Me mantuve en silencio, observándolo. Creyendo que me diría que se trataba de una broma, no obstante, cuando los segundos avanzaron, la expresión en su rostro me demostraba que estaba hablando completamente en serio.

—Entiendo.

Pero no, no lo entendía. Serena y despreocupada, salí de la cocina. Definitivamente no lo comprendía, pero si fueron sus órdenes, estábamos aquí para acatarlas, ¿no? ¿Qué me hacía diferente de ellos?

A ellos les pagaba por su servicio, y por mí, había pagado para hacer su voluntad. Con su dinero, lo controlaba todo.

Esperé que las puertas del elevador se abrieran, deseando tomar un poco de aire al menos por el perímetro residencial, cuando bajé, me encontré con dos de sus hombres paseándose a los rededores. Ambos, al notar mi presencia, se interpusieron en mi camino.

—Lo siento señorita, pero no puede salir del edificio. —Esto tenía que ser una broma, una muy mala.

— ¿Ordenes del señor Kahler? —Pregunté, sonriendo irónicamente.

Ambos asintieron como dos títeres cruzados de brazos.

Ese día, me mantuve inmersa en mi habitación. De un lado a otro, creyendo que eso aminoraría el remolino de sensaciones que sentía dentro de mí y que, de un momento a otro, estallarían esparciéndose.

Cuando la noche llegó, Amelia tocó a mi puerta, diciéndome que el señor Kahler me esperaba para la cena. Me negué, fue un completo y rotundo no. ¿Qué se creía? Si quería imponer su voluntad, que lo hiciera siempre y terminara con lo que tenía que hacer, tal vez si me tomara como suya, yo finalmente entendería cual era mi lugar aquí.

Con un suspiro y un gesto torcido, se acercó a mí. Sus ojos me observaron a través del reflejo en el espejo, mientras yo intentaba desenredar los mechones largos de mi cabello. Tomó el cepillo en sus manos e imitó mi tarea.

Con suavidad y en silencio, acariciaba mi melena hasta la cintura.

—No creo que al señor le haga mucha gracia su desplante, niña Ariel.

Por supuesto que no le haría ninguna gracia, bufe negando con la cabeza. Pero no podía actuar como si un día yo fuese al menos una gota de especial y al siguiente tenerme como una prisionera.

— ¿Tú sabes por qué yo estoy aquí? —Pregunté. Me avergonzaba la idea de saber que ella era consciente de que Máximo había pagado por mí.

—No soy quien pagar juzgar las decisiones del señor, pero él no es una mala persona. —Se detuvo y me sonrió—. No sé porque estás aquí, pero te aseguro que sus intenciones no pueden ser maliciosas.

—Él me ha comprado Amelia. —Confesé y no sé porque todavía sentía esa punzada en mi corazón al reconocerlo—. Le ofreció mucho dinero a mi madre por mí, ella no me quiere, en lo absoluto, me odia con todo su corazón y me lanzó a los brazos de Máximo sin importarle lo que el haría conmigo.

—Oh, mi niña...

—Él pagó por mí, para tomarme como suya. —Casi sollocé, pero me limité a tragarme la bilis en la garganta. Enviándola directamente hacia mi estómago.

—Eso no puede ser cierto. —Sus manos se colocaron sobre mis hombros y me giró hacia ella—. Debes estar equivocada, tal vez confundiste las cosas, la historia de Máximo, no le permitiría hacer algo así.

— ¿Su historia? —Pegunté. ¿A qué se refería con eso?

—Estoy completamente segura de que, con el tiempo, sea cual sea el motivo por el que te trajo aquí, va a contártela.

Me mantuve en silencio y asentí. ¿Qué podía haber de malo con su pasado? Un hombre como el, que lo tiene absolutamente todo.

Me vestí una vez que Amelia salió de la habitación. Dejándome con una maraña de preguntas que rondaban por mi cabeza. Finalmente, después de debatir si bajaba a la cena o no, lo hice.

Todo el comedor estaba sumergido en silencio, excepto por una suave melodía que se escuchaba de los altavoces, lenta y pasional. Me tembló el vientre cuando lo vi de pie al otro extremo de la estancia. Trajeado como siempre y observando una impresionante Sídney delante sus ojos.

Me aclaré la garganta después de contemplarlo por el tiempo suficiente. Lo vi girarse sobre su eje, y cuando sus ojos conectaron con los míos, no supe si fui al cielo o vine. Era tan increíblemente apuesto, que parecía ser sacado de una revista. Me avergoncé de mí misma y de mi aspecto. Nunca, podría representarlo en ningún lugar.

—Buenas noches, Ariel. —Me escudriño de pie a cabeza. Sin perderse ningún detalle—. Estás descalza.

Arrugué los dedos de mis pies ante su comentario. Estaba tan acostumbrada a estarlo la mayoría del tiempo, que esta vez, por inercia, lo olvidé. Agaché la mirada, sin responder a su comentario y jugué con el dobladillo de mi vestido.

—Siéntate. —Me exigió y yo obedecí.

La cena fue servida un instante después. Yo a un extremo de la mesa y él al otro. Sus ojos no se apartaban de los míos, pero y me dediqué a todos, menos a devolverle la mirada.

—Cuéntame cómo ha ido tu semana, Ariel.

— ¿Para una prisionera como yo? Bastante especial. —Solté, y la expresión que me ofreció su rostro, casi me asustó.

—Si hay algo que quieras decirme, hazlo sin altanería muchachita. —El tono que uso para dirigirse hacia mí, fue menospreciante, tanto que tuve que morderme la lengua para no soltarle una palabrota. No podía, siempre conseguía intimidarme observándome de esa manera.

—No, señor Kahler. —Una vez más, enfaticé su apellido en mi lengua, sabiendo que eso le provocaría mucha rabia—. Y si me lo permite, me retiro de la mesa.

Me puse de pie, creyendo que podría irme, cuan equivocada estaba.

— No te lo permito. Siéntate y termina tu plato.

—No tengo ham...

— ¡Siéntate! —Se puso de pie, tirando la servilleta sobre le mesa y colocando ambos puños sobre ella. Sus ojos demostraban autoridad y poca empatía.

— ¿Dígame porque estoy aquí, señor Kahler? — La furia habló través de mí, me enfrenté a él—. Ha pagado por mí. ¿Por qué finalmente no me toma como suya? ¿Por qué?

Su mandíbula se tensó y pude notar como las aletas de su nariz se inflamaban al coger aire. El ardor que emanaba su rostro fue casi irracional, tanto, que en un reflejo saltó a mí en apenas pasos contados. Con una mano, envió todos los platos de la mesa al suelo, pude escuchar cómo se quebraban uno a uno, y con la otra en un agarre fuerte me subió a la mesa sin esfuerzo.

— ¿Es eso lo que malditamente quieres? —Su voz estremeció mi cuerpo—. Es eso lo que voy a darte.

Tumbó todo mi cuerpo en la mesa y con ambas manos, arranco la prenda de mi vestido, dejando que todos los botones salpicaran por doquier. Todo había sucedido tan rápido, que cuando sus ojos se dieron cuenta de lo que acababa de hacer, retrocedió un paso. Su rostro palideció y lo vi tragar en seco. Todos sus músculos se habían contraído y sus hombros permanecieron en una línea recta.

Mis piernas, mis brazos, todo mi cuerpo casi desnudo temblaban. En silencio y con las lágrimas en los ojos, no me moví, me congelé en el acto. El vértigo que creció por mi torrente sanguíneo me envió directamente a abrazarme a mí misma. Me sentí tan pequeña y vulnerable que lo único que pude hacer, poco a poco y sosteniéndole la mirada, fue limpiarme las lágrimas que finalmente no pudieron esconderse más y me incorporé.

—Ariel... —Susurró, apenado y avergonzado. Esta vez, pude leer la expresión en su rostro.

— ¿Puedo ahora retirarme, señor? —Ni por un instante, dejé que mi voz se quebrantara.

Asintió observando a otro lado, menos a mí y mi cuerpo casi desnudo delante de él.

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