Mi príncipe
Leslie se acomodó en una de las habitaciones de huéspedes de Duncan, en la cuál él tuvo que manipular el sistema de persianas corredizas porque las paredes de todas las habitaciones de su casa eran de cristal, exceptuando las que dividían las habitaciones entre sí, y la vista mareaba a la rubia, al igual que la sensación de estar tan arriba.

Prácticamente podía sentirse en el cielo.

─¿Necesitas algo? ─le preguntó, sus brazos cruzados sobre su pecho mientras permanecía bajo el umbral de la puerta, ya desesperado.

Leslie no había comido desde que llegaron a su casa y eso había sido un par de días atrás. Se había pasado todo ese tiempo acurrucada en la cama o sollozando en el baño, a dónde Duncan tuvo que entrar a sacarla porque se había desplomado sobre las baldosas. Aunque no le prestó atención a la desnudez de su cuerpo en ese momento, la forma, color y textura del cuerpo de Leslie se había grabado a fuego en su mente y no había podido dejar de pensar en ello, junto a la desaparició
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