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La vendedora, que parecía conocer a Haidar muy bien, obedeció de inmediato y comenzó a sacar las piezas más exclusivas. Entre ellas, una gargantilla especialmente hermosa capturó la atención del árabe. Estaba hecha de oro blanco con pequeños diamantes incrustados, sutil pero llamativa.

—Ven aquí —le indicó a Brenda, señalándola con un dedo.

Ella dudó por un momento, pero finalmente se acercó. Antes de que pudiera prepararse, Haidar tomó la gargantilla y se inclinó hacia ella. Sus manos se movieron con precisión mientras colocaba el accesorio alrededor de su cuello. El ligero roce de sus dedos contra la piel desnuda de Brenda fue suficiente para que un escalofrío recorriera su cuerpo entero.

—Mírate —dijo él, guiándola hacia un espejo cercano.

Brenda levantó la mirada y se vio reflejada con la gargantilla en su cuello. Era, sin duda, una pieza espectacular, pero lo que más la perturbaba no era el lujo de la joya, sino el hecho de que todavía podía sentir el calor de los dedos de Haidar
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