Vittoria Bellucci caminaba hacia la entrada del exclusivo club con la cabeza en alto, su porte impecable como siempre. La humillación que su hijo había sufrido la noche anterior aún ardía en su orgullo, pero no iba a permitir que las habladurías la mantuvieran oculta. Era una Bellucci, y su presencia en el club era suficiente para callar cualquier rumor.Pero al llegar a la puerta, el guardia le bloqueó el paso con un gesto respetuoso pero firme.—Disculpe, señora Bellucci, pero no puede ingresar.Ella lo miró con incredulidad, como si las palabras no tuvieran sentido.—¿Qué estás diciendo? —preguntó con frialdad—. Siempre tengo acceso a este lugar.El hombre bajó la mirada, incómodo.—Lo lamento, señora, pero… hay cuotas pendientes.La sangre se le heló. Era como si el mundo entero se detuviera y las palabras del guardia resonaran como un eco interminable.—¿Cuotas pendientes? —repitió, en un tono bajo pero cargado de rabia contenida—. Esto debe ser un error.El murmullo a su alreded
Renata llevó la taza de té a sus labios, pero antes de beber, sus ojos se desviaron ligeramente hacia los alrededores. Las miradas furtivas de las mujeres en las mesas cercanas eran imposibles de ignorar, al igual que los cuchicheos que, aunque apagados, llegaban hasta ella como un murmullo constante.Bajó la taza lentamente, dejando que el gesto tuviera peso, y sus labios dibujaron una leve sonrisa que no alcanzó sus ojos.—Parece que en este país la gente acostumbra a humillar a otros por su posición social —dijo en un tono casual, aunque claramente dirigido tanto a Vittoria como a los oídos curiosos a su alrededor. Sus palabras resonaron con la precisión de una daga arrojada al centro de una diana.Vittoria levantó la mirada, sorprendida por el comentario, pero más aún por el control absoluto que Elise mantenía sobre la situación.—¿Qué piensa al respecto, señora Bellucci? —continuó Renata, apoyando una mano en el borde de la mesa, como si estuviera genuinamente interesada en la opi
Vittoria tomó su taza de té con delicadeza, su postura erguida como siempre, pero con un brillo calculador en los ojos.—He tenido el gusto de conocer a la señora Laurent —avisó, mirando a Ángelo con una sonrisa que no era del todo maternal—. Y tiene razón, hijo, estuvo muy mal que entraras a su gala como un intruso.Renata, que hasta entonces había mantenido una expresión impecable, apretó los puños bajo la mesa. «Sigue siendo el mismo hombre dominado por su madre», pensó con desdén. Pero no dejó que sus emociones alcanzaran su rostro.Vittoria, consciente de la tensión que se respiraba entre ellos, dejó su taza en el platillo con un suave tintineo.—Disculpen, voy al tocador. No tardo.Se levantó con elegancia y salió del salón, dejándolos solos. El silencio que quedó entre ellos era espeso, cargado de palabras no dichas y miradas contenidas.Ángelo fue el primero en hablar.—Lamento haber entrado de ese modo a su gala —se disculpó, su tono bajo pero firme. Sus ojos se mantenían fij
—¡Aaaaaah! —el grito desgarrador de Beatrice sacudió la mansión, como una alarma que encendía el caos en un instante.Renata, paralizada, aún sostenía el cuchillo, incapaz de comprender lo que había sucedido. Beatrice se sujetaba el brazo, con la sangre brotando entre sus dedos, mientras retrocedía con el rostro bañado en horror.—¡Ayuda! —clamó Beatrice, su voz un torrente de pánico y furia—. ¡Renata quiso matar a su hijo! ¡Está completamente loca!Vittoria apareció en la puerta, con los ojos abiertos de par en par y el rostro petrificado. Su mirada se deslizó del cuchillo ensangrentado en la mano de Renata al bebé en la cuna, y en un instante se colocó entre su nieto y Renata, fulminándola con una mirada de absoluto desprecio.—¡Ángelo! —exclamó Vittoria con voz temblorosa pero decidida—. ¡Tu esposa necesita ayuda! ¡Esta mujer está enferma, no puede estar cerca de nuestro nieto! —Se giró hacia Renata, alzando la voz—. ¡No tienes idea del daño que acabas de hacer! Esto es... es una l
Habían pasado ya algunos días desde que Renata había sido internada en el psiquiátrico, y la casa, que antes vibraba con la calidez de una familia recién formada, ahora se sentía sombría y vacía. El pequeño Dante, de apenas dos meses, lloraba sin cesar, sus llantos resonando en cada rincón de la mansión. Ángelo lo acunaba en sus brazos, intentando calmarlo, pero el bebé parecía inconsolable, como si reclamara la presencia de su madre ausente.Desesperado y agotado, Ángelo buscó refugio en la única persona que siempre había sido una constante en su vida: su madre, Vittoria. La encontró en el salón, su presencia imponente y serena, como si nada pudiera perturbarla. Con el bebé aun llorando en sus brazos, Ángelo suspiró profundamente y se acercó a ella, sintiendo que la duda comenzaba a enredarse en su mente.—Madre, ¿crees que…? —comenzó, sin atreverse a mirar a Vittoria directamente a los ojos—. ¿Crees que tal vez fue una mala idea internar a Renata en el psiquiátrico? —preguntó, s
Unos días después, Ángelo se detuvo frente a las puertas del hospital psiquiátrico, sintiendo un peso desconocido en el pecho. Había venido para asegurarse de que había hecho lo correcto, de que Renata, la mujer con quien había compartido los últimos años, estaba realmente mejor allí, lejos de su hijo, lejos de él. Pero la duda seguía agazapada en su mente, carcomiéndole la conciencia.Un hombre alto y de porte serio, vestido con una bata blanca, lo recibió en la entrada. Su rostro era severo y su mirada, casi vacía, le recordaba que este no era un lugar para personas sanas. Era el director del hospital, el Dr. Santori.—Señor Bellucci, bienvenido —saludó el director con una inclinación de cabeza. Su voz era fría y profesional, carente de toda emoción.—Doctor, he venido a saber cómo… cómo está mi esposa —dijo Ángelo, intentando que su voz sonara segura, aunque no pudo evitar que un leve temblor se colara en sus palabras.El Dr. Santori asintió, pero en sus ojos brillaba un destello
El sonido de la máquina de electroshock se encendió con un zumbido escalofriante. Renata estaba inmovilizada sobre la camilla, su cuerpo atado con correas, y sus ojos, antes llenos de vida, ahora reflejaban un dolor profundo y una angustia insondable. Los enfermeros preparaban los electrodos, sin prestar atención a los temblores que recorrían su cuerpo cada vez que uno de ellos se acercaba a ajustar los dispositivos.—¿Todo listo? —preguntó el enfermero con un tono mecánico y casi aburrido.—Adelante —respondió otro, a punto de apretar el botón que iniciaría la descarga.—¡Esperen! —La voz de un hombre los interrumpió de golpe, firme y autoritaria.Los enfermeros se detuvieron, sorprendidos, y se giraron para ver al recién llegado. Era un hombre alto, de mirada penetrante y expresión decidida, vestido con una bata blanca que denotaba su rol médico.—¿Qué es esto? —preguntó el psiquiatra, mirando la camilla y los preparativos con una mezcla de incredulidad y desaprobación—. ¿Qué est
Doménico observó a Renata desde el otro lado de la pequeña mesa de metal en la sala de entrevistas. Su aspecto era desolador: la piel pálida, las ojeras marcadas y un temblor casi imperceptible en las manos. Tenía las muñecas marcadas con ligeras contusiones, y su cuerpo parecía desgastado, como si llevara una eternidad sufriendo en ese lugar.Renata mantuvo la mirada baja, evitando los ojos de Doménico, pero él pudo notar el destello de miedo y agotamiento en su expresión. Tomó un suspiro profundo, tratando de encontrar el tono adecuado para no alarmarla más.—Renata —comenzó con voz suave, observándola atentamente—, quiero que sepas que estoy aquí para ayudarte. Todo lo que me digas queda entre nosotros, y estoy comprometido a tratarte con respeto y comprensión. ¿Me puedes contar qué ha pasado desde que llegaste aquí?Renata alzó la vista lentamente, con sus ojos llenos de un dolor silencioso. Dudó un momento, como si temiera decir algo que empeorara su situación, pero el tono am