Renata irrumpió en la suite del hotel como un torbellino, cerrando la puerta con tal fuerza que las paredes parecieron vibrar. Doménico, que estaba sentado en el sofá con un vaso de whisky en la mano, levantó la mirada al instante.—¿Qué demonios pasó ahora? —preguntó, dejando el vaso en la mesa y poniéndose de pie.Renata se giró hacia él, su rostro encendido por una mezcla de rabia y algo que no podía nombrar.—¡Se casó! —espetó, casi escupiendo las palabras—. ¡Se casó con Beatrice!, pero no solo eso, tiene una hija, y habla de esa niña con tanto orgullo y a Dante, mi niño, ni lo nombró.Doménico frunció el ceño, cruzando los brazos mientras la veía pasearse de un lado a otro, incapaz de quedarse quieta.—¿Y qué esperabas? —respondió con frialdad—. Han pasado cinco años, Renata.Renata se detuvo en seco, fulminándolo con la mirada.—¡No me digas eso como si no tuviera derecho a estar furiosa! —gritó, señalándolo con un dedo tembloroso—. ¡Un mes después de que yo “muriera”, Beatrice s
Renata permaneció frente a la ventana durante largos minutos, su pecho aun subiendo y bajando por la intensidad de la discusión que tuvo con Doménico. Su reflejo en el vidrio le devolvía una imagen que no reconocía del todo: una mujer atrapada entre la rabia y el dolor, tratando desesperadamente de mantener el control.“Esto no puede ser por Ángelo. No puede ser por él”Con un movimiento brusco, se giró y caminó hacia un cajón en el mueble junto a la cama. Lo abrió con fuerza y sacó un pequeño cofre de madera oscura, cerrado con un broche dorado. Se sentó en el borde de la cama, abrió el cofre con manos firmes, y comenzó a sacar las fotografías que había guardado con tanto cuidado.El primero en aparecer fue Ángelo. La fotografía lo mostraba con su porte impecable, una sonrisa calculada que tanto había odiado y amado. Sus dedos se apretaron alrededor de la imagen, y comenzó a hablar en voz baja, como si sus palabras fueran un mantra que la anclara.—Ángelo Bellucci… pagarás caro. Por
El ansiado domingo finalmente llegó, pero Renata había pasado la noche en vela. Su mente no le había permitido descansar, reproduciendo una y otra vez el posible encuentro con Dante. Cada vez que cerraba los ojos, imaginaba su pequeño rostro, su sonrisa, su mirada.“¿Me recordará de alguna manera? ¿Sentirá algo al verme?”Cuando la primera luz del amanecer entró por la ventana, Renata se levantó, incapaz de seguir fingiendo que podía dormir. Después de prepararse, tomó aire y caminó hacia la habitación de Doménico. Habían estado distantes desde aquella discusión acalorada, pero en ese momento lo necesitaba más que nunca.Se detuvo frente a la puerta, tocando suavemente.—Doménico… ¿puedo pasar?Desde el otro lado, escuchó un resoplido cansado, pero la puerta se abrió de inmediato. Doménico estaba ahí, con el rostro ligeramente abatido, como si tampoco hubiera dormido bien.—¿Qué necesitas, Renata? —preguntó con tono neutral, aunque la preocupación seguía presente en sus ojos.Renata e
—¡Aaaaaah! —el grito desgarrador de Beatrice sacudió la mansión, como una alarma que encendía el caos en un instante.Renata, paralizada, aún sostenía el cuchillo, incapaz de comprender lo que había sucedido. Beatrice se sujetaba el brazo, con la sangre brotando entre sus dedos, mientras retrocedía con el rostro bañado en horror.—¡Ayuda! —clamó Beatrice, su voz un torrente de pánico y furia—. ¡Renata quiso matar a su hijo! ¡Está completamente loca!Vittoria apareció en la puerta, con los ojos abiertos de par en par y el rostro petrificado. Su mirada se deslizó del cuchillo ensangrentado en la mano de Renata al bebé en la cuna, y en un instante se colocó entre su nieto y Renata, fulminándola con una mirada de absoluto desprecio.—¡Ángelo! —exclamó Vittoria con voz temblorosa pero decidida—. ¡Tu esposa necesita ayuda! ¡Esta mujer está enferma, no puede estar cerca de nuestro nieto! —Se giró hacia Renata, alzando la voz—. ¡No tienes idea del daño que acabas de hacer! Esto es... es una l
Habían pasado ya algunos días desde que Renata había sido internada en el psiquiátrico, y la casa, que antes vibraba con la calidez de una familia recién formada, ahora se sentía sombría y vacía. El pequeño Dante, de apenas dos meses, lloraba sin cesar, sus llantos resonando en cada rincón de la mansión. Ángelo lo acunaba en sus brazos, intentando calmarlo, pero el bebé parecía inconsolable, como si reclamara la presencia de su madre ausente.Desesperado y agotado, Ángelo buscó refugio en la única persona que siempre había sido una constante en su vida: su madre, Vittoria. La encontró en el salón, su presencia imponente y serena, como si nada pudiera perturbarla. Con el bebé aun llorando en sus brazos, Ángelo suspiró profundamente y se acercó a ella, sintiendo que la duda comenzaba a enredarse en su mente.—Madre, ¿crees que…? —comenzó, sin atreverse a mirar a Vittoria directamente a los ojos—. ¿Crees que tal vez fue una mala idea internar a Renata en el psiquiátrico? —preguntó, s
Unos días después, Ángelo se detuvo frente a las puertas del hospital psiquiátrico, sintiendo un peso desconocido en el pecho. Había venido para asegurarse de que había hecho lo correcto, de que Renata, la mujer con quien había compartido los últimos años, estaba realmente mejor allí, lejos de su hijo, lejos de él. Pero la duda seguía agazapada en su mente, carcomiéndole la conciencia.Un hombre alto y de porte serio, vestido con una bata blanca, lo recibió en la entrada. Su rostro era severo y su mirada, casi vacía, le recordaba que este no era un lugar para personas sanas. Era el director del hospital, el Dr. Santori.—Señor Bellucci, bienvenido —saludó el director con una inclinación de cabeza. Su voz era fría y profesional, carente de toda emoción.—Doctor, he venido a saber cómo… cómo está mi esposa —dijo Ángelo, intentando que su voz sonara segura, aunque no pudo evitar que un leve temblor se colara en sus palabras.El Dr. Santori asintió, pero en sus ojos brillaba un destello
El sonido de la máquina de electroshock se encendió con un zumbido escalofriante. Renata estaba inmovilizada sobre la camilla, su cuerpo atado con correas, y sus ojos, antes llenos de vida, ahora reflejaban un dolor profundo y una angustia insondable. Los enfermeros preparaban los electrodos, sin prestar atención a los temblores que recorrían su cuerpo cada vez que uno de ellos se acercaba a ajustar los dispositivos.—¿Todo listo? —preguntó el enfermero con un tono mecánico y casi aburrido.—Adelante —respondió otro, a punto de apretar el botón que iniciaría la descarga.—¡Esperen! —La voz de un hombre los interrumpió de golpe, firme y autoritaria.Los enfermeros se detuvieron, sorprendidos, y se giraron para ver al recién llegado. Era un hombre alto, de mirada penetrante y expresión decidida, vestido con una bata blanca que denotaba su rol médico.—¿Qué es esto? —preguntó el psiquiatra, mirando la camilla y los preparativos con una mezcla de incredulidad y desaprobación—. ¿Qué est
Doménico observó a Renata desde el otro lado de la pequeña mesa de metal en la sala de entrevistas. Su aspecto era desolador: la piel pálida, las ojeras marcadas y un temblor casi imperceptible en las manos. Tenía las muñecas marcadas con ligeras contusiones, y su cuerpo parecía desgastado, como si llevara una eternidad sufriendo en ese lugar.Renata mantuvo la mirada baja, evitando los ojos de Doménico, pero él pudo notar el destello de miedo y agotamiento en su expresión. Tomó un suspiro profundo, tratando de encontrar el tono adecuado para no alarmarla más.—Renata —comenzó con voz suave, observándola atentamente—, quiero que sepas que estoy aquí para ayudarte. Todo lo que me digas queda entre nosotros, y estoy comprometido a tratarte con respeto y comprensión. ¿Me puedes contar qué ha pasado desde que llegaste aquí?Renata alzó la vista lentamente, con sus ojos llenos de un dolor silencioso. Dudó un momento, como si temiera decir algo que empeorara su situación, pero el tono am