Muy pronto, las esperanzas de Desislava se fueron desmoronando como migas de pan.Afuera se encendieron hogueras, y la puerta de la cabaña fue abierta de manera violenta. Una imponente figura, cargada de una inmensa presión, entró lentamente.A pesar de que estaba de espaldas a las llamas del exterior, Desislava pudo distinguir su silueta. Sabía perfectamente quién era: Ordos, el mariscal y generalísimo del Reino del Oeste con quien había firmado el tratado en Ciudad Real.Desislava temblaba incontrolablemente, apoyada contra la pared, mirando aterrorizada a Ordos. Cuando firmaron el tratado en Villa Desamparada, ese hombre le había dado una impresión de valentía y nobleza. Aunque imponía respeto, también había algo refinado en él, y todas las negociaciones se llevaron cabo con rapidez y eficiencia. Había cláusulas que ella misma propuso y que él aceptó sin dudar, con una sola condición: que ella liberara a su prisionero una vez firmado el tratado. En ese momento, Ordos parecía demasi
Desde fuera del fuerte, se escuchaban gritos desgarradores, tan terribles que casi hicieron que Desislava se desesperara aún más de no saber que a ella le aguardaba.Sabía perfectamente qué tipo de castigo estaban sufriendo, porque era el mismo que ella había infligido al joven oficial capturado… no, al príncipe del reino enemigo.Ella misma le habia cercenado los testículos, observando cómo se retorcía en el suelo tal sanguijuela sangrienta. Si él hubiera gritado, quizás ella habría detenido la tortura, pero él se mantuvo en un silencio sepulcral. Entonces, sus soldados le habían orinado en las heridas y le habían cortado el cuerpo una y otra vez, viendo cómo la sangre se mezclaba con la orina.En el pasado, recordar esa escena le traía un inmenso placer. Pero ahora, al evocarla, solo sentía terror.Ordos sacó una daga y Desislava comenzó a gritar:—¡No! ¡No te acerques!Ordos se agachó y cortó las cuerdas que la mantenían atada. Al verla temblar y acurrucarse como una niña asustada,
Justo cuando pensaba que continuarían torturándola, Desislava fue arrastrada de vuelta al interior, al igual que los demás prisioneros. Dentro, encendieron un fuego de carbón, pero debido a las grietas en las paredes, apenas obtenían un poco de calor de ese fuego. Todos se arrastraban hacia las brasas, buscando un alivio para el frío y el insoportable dolor.A Desislava le habían arrancado los pantalones, y el dolor en la herida de la ingle le impedía juntar las piernas. Aunque la cabaña ahora estaba más cálida, su herida seguía sangrando lentamente, formando un charco debajo de su cuerpo. Sin embargo, todos estaban sumidos en su propio sufrimiento, y nadie la miraba. Solo los continuos gemidos de dolor rompían el silencio sepulcral.Un soldado entró y le forzó a beber un cuenco de medicina. El sabor del brebaje mezclado con el hedor a orina casi la hizo vomitar de nuevo. No vomitó, por temor a que volvieran a orinarla. Pensaba que, al caer en manos de Ordos, no había salida posible. S
Isabella y Estrella estaban sentadas junto a una pequeña hoguera, calentándose las manos al fuego. Isabella se humedeció los labios agrietados y preguntó:—¿Tienes alguna prueba de que ella esté entre las tropas que se retiran hacia los Pastizales?—No, ninguna —respondió Theobald, —Pero cuando comenzó la batalla, la vi persiguiendo a un grupo de soldados enemigos, y desde entonces no he tenido noticia alguna de su paradero.Estrella, con tono irónico intervino:—Entonces, ¿por qué no echas un buen vistazo a todos los cadáveres esparcidos por la ciudad? Tal vez la encuentres entre ellos.—Ella no está muerta —replicó Theobald, con una chispa de ira en sus ojos. —No la maldigas. Somos del mismo ejército, ¿cómo puedes desear la muerte de tu propia compañera?Estrella levantó la mano y bufó:—La batalla ya terminó, y yo no tengo intención de seguir siendo soldado. No me cuentes entre sus compañeras. Ella no lo merece.Theobald, enfurecido, prefirió no seguir discutiendo con ella. Se giró
Theobald, lleno de furia, tomó a Isabella de la mano y la llevó a un lado, exclamando:—¡Isabella! ¿Sabes que ella ha sido capturada y no vas a rescatarla? ¿En qué estás pensando? ¿Acaso sabes dónde está?Antes de que pudiera seguir, una fusta de Estrella azotó el aire, obligando a Theobald a soltar la mano de Isabella y dar un paso atrás.Estrella se acercó y le dijo:—Si tienes algo que decir, mantén la distancia. No te acerques tanto a Isabelita.Theobald, lleno de rabia hacia Estrella, se contuvo a regañadientes, sabiendo que, aunque ella no estaba bajo su mando, su destreza en el combate la hacía peligrosa. Sin más remedio, volvió a dirigir su atención a Isabella:—¡Sabes dónde está, ¿verdad?!Isabella negó:—No lo sé. Pero ya sea que este en el desierto, en la estepa, o escondida en alguna montaña. No me importa dónde esté, no podemos arriesgar a toda la unidad de los Halcones de Hierro para buscarla. Eso sería demasiado peligroso.—¿Entonces qué estamos esperando aquí? ¿Esperamo
Isabella observaba cómo el fuego lentamente se apagaba, así que añadió algunos troncos más. Las llamas rápidamente devoraron la leña seca, elevándose con vigor. Sin embargo, lo que ella veía reflejado en el fuego no era solo eso, sino la imagen que quedó grabada en su mente cuando, después de regresar de la casa de La familia Vogel, encontró su hogar cubierto de cadáveres y de sangre.Un dolor punzante, agudo y constante, volvió a apoderarse de su corazón, hasta el punto de que respirar le resultaba difícil.¿Cuánto no habría deseado que Desislava muriera? Pero hacerla morir no necesariamente le traería satisfacción ni le calmaría la rabia.Lo que ella pensaba probablemente era lo mismo que Ordos pensaba. Por eso estaba segura de que Ordos no mataría a Desislava. El mariscal la había enviado a liderar las tropas allí, seguramente porque Ordos había enviado algún mensaje al mariscal.El mariscal ya le había dicho antes que tenía espías en Pueblo Tejón, así que era lógico pensar que tamb
Theobald la miraba en silencio, atónito, sin saber cómo continuar. No había logrado decir lo que tenía en mente, cuando Isabella ya lo había interrumpido.Claro, ella era la subcomandante de los Halcones de Hierro, una general nombrada por el propio Rey. Cada palabra que salía de su boca era una orden.Él no tenía muchos hombres a su mando, y esperaba que los Halcones de Hierro le acompañaran en su misión. Su ejército estaba agotado, pero los Halcones de Hierro habían descansado mucho tiempo, y si se encontraban con las tropas enemigas o con alguna tribu de salvajes, ellos podrían luchar.En voz bajita, le dijo:—Quiero llevarme a los Halcones de Hierro conmigo. Te lo ruego, Isabella. Sé que en el pasado te hice daño, y puedes castigarme como quieras, pero hemos estado esperando casi dos días. Desislava no podrá resistir mucho más. Sé que la odias. Cuando la encontremos, todos ya nos disculparemos contigo.El rostro afilado y frío de Isabella no mostró ningún rastro de compasión.—No t
La expression de Theobal cambio drasticamente.—¿Cómo sabes que están en los cerros? ¿Qué justicia están reclamando allí? —preguntó con incredulidad.Isabella dio unos pasos hacia adelante, pero Theobald, cojeando, la siguió. Cuando ella se detuvo, él la miró fijamente, esperando una respuesta.El viento silbaba a su alrededor, y la voz de Isabella se escuchaba apenas por encima del ruido del fondo.—Si te calmaras y escucharas con atención —dijo, —podrías oír algo más que el viento.Theobald intentó concentrarse, pero no escuchó nada más allá del fuerte viento. Sabía que su habilidad no se comparaba con la de Isabella, ni su control del flujo interno de energía. ¿Cómo podría percibir los sonidos de más de cien mil personas en los cerros, especialmente con el viento ventando tan fuerte?Sentía que Isabella estaba siendo deliberadamente enigmática, lo que lo irritó aún más.—¡Dímelo de una vez! ¿Qué maldita justicia están buscando? —demandó, cada vez más impaciente.—Piensa por un momen