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Capítulo 2: Sorpresas

La luz del sol molestó a mis parados todavía cerrados, cuando mi dama de compañía abrió de golpe las cortinas, apremiándome para levantarme.

—Briana —le reproché cubriéndome hasta la cabeza con una manta, que después me quitó de un jalón—, ¡oye! —me quejé molesta sentándome sobre la cama, tallando mis ojos y corriendo mi maquillaje del día anterior.

—Déjame limpiarte el rostro —dijo amable, arrodillándose a mi lado, pasándome un paño húmedo por la cara. Al terminar de hacerlo me ofreció un cuenco con agua, en donde sumergí mis mejillas, mojando después mi cuello para refrescarme un poco.

—¿Por qué tanta insistencia en levantarme tan temprano? —la reprendí, haciéndole notar mi mal humor por dormir tan poco tiempo.

—El Príncipe te espera abajo —su tono fue inusualmente serio.

No me sorprendió su cambio de actitud conmigo cuando me comprometí. Briana siempre estuvo enamorada de Mael, aun sabiendo que era algo imposible y al verme a mí, su amiga de la infancia comprometerme con el hombre de sus sueños… era entendible que ahora me odiara. Lamentablemente, cuando estábamos bien yo la pedí como dama de compañía, así que estaba obligada a estar presente ante cada muestra de cariño de su alteza conmigo. Entendía su repudio hacia a mí, a pesar de saber mis verdaderos sentimientos con él y eso al parecer era lo que más le molestaba.

—¿Hasta cuándo seguirás molesta conmigo? —pregunté, harta de ignorar su mal humor.

—No estoy molesta, Alteza.

—Bri, quiero de vuelta a mi mejor amiga —confesé, quitándole de las manos el vestido que seleccionó para mí.

—No deberías relacionarte conmigo. Algún día serás la señora de la casa y no es bien visto que la mejor amiga de una reina sea su criada —recalcó de forma despectiva. Amaba a mi amiga y entendía sus sentimientos. Ella habría dado lo que fuera por estar en mi lugar y que yo no valorara lo que tenía la enfurecía.

Mi insomnio del día anterior hizo que despertara con un leve dolor de cabeza, sintiéndome sin mucha energía, así que no pensaba discutir o hablar más del tema si ella no estaba dispuesta a hacerlo.

Cuando terminó de vestirme y peinarme le pedí que me esperara afuera y sin decir palabra asintió, obedeciéndome. No estaba de ánimos para soportar la tiara en mi cabeza por el resto del día, así que tomé una de las muchas coronas de flores que hacía por simple gusto y la coloqué con mi cabeza, seleccionando una con hojas frescas y pequeñas flores blancas, que combinaban con mi vestido azul. Los rayos del sol hacían que mi melena castaña rojiza brillara con intensidad, atrapada entre las trenzas, resaltando mis ojos verdes.  

Antes de salir de la habitación encontré junto a mi arreglo de flores matutino una nota con la caligrafía de Mael

Buenos días, mi querida Helen.

Espero pueda perdonarme el haberle arrebatado el sueño de tal manera, pero sé con certeza que es la única forma de despertarte después de dormirte tarde. Tengo una sorpresa preparada para mi futura esposa.

Te espero en el jardín para almorzar juntos.

Mael.

Dejé la nota al lado de mis tulipanes, pensando que a Briana se le debió haber olvidado entregármela por las prisas. Eso explicaba que intentara hacerlo todo tan rápido.

El Príncipe me tenía una sorpresa. Me levanté acomodando mi cabello por última vez antes de salir del cuarto, encontrando a mi amiga, lista para acompañarme un par de pasos detrás de mí. Era muy desesperada, así que moría por saber de qué sorpresa hablaba Mael.

—¿Tú sabes a que sorpresa se refiere? —pregunté en un susurro, asegurándome que Briana me escuchara, pero tras su silencio me detuve, encarándola y ella solo hizo un gesto divertido, figurando que cerraba sus labios con llave y tiraba esta última detrás de ella.

Le contesté con una sonrisa.

—Eres malvada —la acusé todavía sonriendo, retomando el paso. Por lo menos esta vez obtuve un atisbo de sonrisa de su parte, ya era algo—. Sabes que no soporto que me dejen con la incertidumbre. Dime que es la sorpresa y prometo fingir asombro cuando la vea.

—El Príncipe me ejecutaría si te lo digo —contestó sin perder el tono de diversión y complicidad.

—Nunca le diré que me lo dijiste —presioné sin detener mis pasos.

—Se daría cuenta, créeme. —Volteé a verla detectando una sonrisa por primera vez en días.

—Extrañaba verte sonreír —confesé.

—Me hace feliz verte feliz, aunque últimamente no lo aparente mucho —por fin lo admitía.

—A juzgar por tu reacción entonces esta sorpresa es algo que me hará muy feliz —intenté indagar más, pero ella solo me giró, tomándome por los hombros.

—Solo camine, Alteza.

Una risita de emoción se me escapó de los labios, avanzando a brinquitos. El castillo era un lugar hermoso y lleno de luz. Estaba rodeado de ventanales que por el día iluminaban cada rincón y que por las noches daban paso a un hermoso cielo estrellado mientras las velas mantenían el palacio con una cálida y acogedora luminaria. Llegando al último piso y en dirección al jardín por la puerta trasera, Mael me esperaba con una sonrisa que le iluminaba el rostro. El Príncipe era alto y guapo, con su cabello pelirrojo y esos ojos azules que lo distinguían de cualquier otro. Sin duda pertenecía a la realeza.

—Te ves hermosa —saludó con una reverencia, tomando mi mano para besarla en el dorso, manteniendo su mirada en mis ojos—. Acompáñame —pidió, ofreciéndome su brazo para caminar a su lado. Lo tomé, no sin antes reverenciarme también.

Briana nos acompañó en todo momento, situándose a unos cuantos metros para permitirnos un poco de privacidad. Mael no la saludó, como era costumbre ya. Estaba acostumbrado a ignorar a la servidumbre que en la mayoría del tiempo estaba por ahí, sin dirigirle tampoco la palabra al rey y su hijo, reverenciándose únicamente en su presencia.

—Tu carta decía que me tenías una sorpresa —quise saber, buscándole la mirada para convencerlo de que me la dijera pronto. Al descubrirme, no me quedó más que sonreírle fingiendo timidez.  

—Amaneciste de buen humor —reconoció.

—Me gustan las sorpresas —confesé.

—Todo a su tiempo. Primero almorcemos —contestó ofreciéndome una silla. Me senté y él a mi lado, llamando a los sirvientes para que nos trajeran la comida. Obedecieron con rapidez las ordenes de su Príncipe y aparecieron frente a nosotros diferentes platillos, muchos más de los que podríamos comer. Les agradecí a los sirvientes y esperé a que Mael empezara para hacer lo mismo.

Comí con prisas, ansiosa por saber lo que mi prometido tenía preparado para mí y que todo el mundo quería ocultarme. Amaba las sorpresas cuando no sabía de su existencia, de lo contrario me la pasaba intentando averiguar que podría ser. Era terca y desesperada, la espera me mataba.

—Últimamente era distinta —Mael llevó un bocado a la boca justo después de decirlo y al terminar de mascar volvió a hablar—. Pareces triste la mayor parte del tiempo y no me gusta verte así. No sé qué es lo que te entristece, pero sabes que cuando quieras hablar de eso o de cualquier cosa —buscó mi mano sobre la mesa, tomando la con firmeza—, aquí estaré para ti.

Mi corazón se aceleró al ver su mirada. Me amaba, no tenía duda y eso lo volvía todo más complicado. No podía romperle el corazón confesándole que para mí solo era como mi hermano. Bajé la mirada, buscando apoyo en mi plato casi vacío.

El Príncipe se levantó de su lugar sin soltar mi mano, tomando de una tela sostenida por Bri, un hermoso collar de cadena plateada que mostraba una esmeralda en forma de gota. Cubrí mi boca con ambas manos de la sorpresa. Sonrió a ver mi reacción y no tardó en ir a mi espalda para colocarlo en mi cuello.

—Es… simplemente hermoso —tomé la esmeralda entre mis dedos, era pesada y con la luz del sol brillaba cada que la movía. Ahora entendía por qué Briana eligió con tanto esmero un vestido verde para mí, aparte de saber que era mi color favorito.

—Es precioso, no debiste —la boba sonrisa en mi cara reflejaba cuanto me gustaba su regalo.

—Deberás acostumbrarte a mis regalos, porque pienso darte uno cada día hasta nuestra boda —instintivamente solté la joya, como si quemara en mi mano y solo la miré colgando de mi cuello, sintiendo de nuevo esa opresión en el pecho.

Mael se puso a mi lado y me ofreció la mano para levantarme, la tomé a pesar de no haber terminado el desayuno y lo seguí dentro del castillo.

—¿A dónde vamos? —indagué.

—Voy a darte tu sorpresa —el tono de su voz estaba cargado de alegría. 

—Pensé que el collar era mi sorpresa —volteé a la joya.

—Quería que te vieras aún más hermosa de lo que ya eres para esta ocasión tan especial —confesó llevándome a las puertas principales, en donde un carruaje aguardaba. Lo miré confundida sin entender que es lo que planeaba—. Esta es mi verdadera sorpresa —una sonrisa iluminó su rostro y con felicidad por fin soltó: — ¿Te gustaría acompañarme al pueblo?

Conforme entendía lo que decía mis mejillas se tiñeron de rojo y mis ojos se iluminaron rebosantes de alegría. Me lancé a sus brazos importándome poco quien nos viera y planté un beso en su mejilla.

—Gracias —chillé en su oído, dándole otro beso más, para después soltarlo y meterme de inmediato al carruaje.

La risa de Mael se escuchó afuera y entró con las mejillas sonrojadas, sentándose a mi lado. 

—Hablé con mi padre anoche. Sabes que él nunca ha querido que abandones este lugar y tuve que jurarle que te protegería con mi vida para que me diera permiso de llevarte, pero lo conseguí —contó triunfal.

—¿Cómo puedo pagártelo? —le estaba más que agradecida. Por años intenté convencer al Rey de dejarme acompañarlos al pueblo y su respuesta siempre fue la misma: No. Entendía que me sobreprotegiera y lo amaba, pero anhelaba esa libertad que Mael estaba a punto de darme.

—Ya se me ocurrirá algo —guiñó su ojo derecho, ensanchando su sonrisa, mostrándose tierno y al mismo tiempo coqueto.

Mis mejillas dolían de tanto que sonreía y es que no podía evitarlo. Por fin saldría, por fin conocería a la gente y caminaría por el pueblo. Por un momento me imaginé corriendo entre las calles, jugando a las atrapadas con mi mejor amigo, aunque por nuestra edad y nuestros títulos hacer algo así era imposible y es que tanta alegría me provocaba querer saltar, gritar y correr por todos lados.

Estaba que no cabía de la felicidad. Por primera vez desde que llegué pondría un pie fuera y todo gracias a mi prometido.

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