4. La Despedida

La mujer no mostró signos de flaquear ante su mirada desafiante. Su expresión seguía siendo fría y distante.

—Si no es así... fírmalo de una vez y vete de aquí —respondió con tono seco y autoritario, sin una pizca de empatía.

Elara sintió cómo la devoción de esa familia por su propio honor, mezclada con el enojo que hervía en su interior, la consumía lentamente. El peso de la injusticia era abrumador. Sus manos temblaron por un momento, pero la sensación de impotencia la empujó a actuar. Sin más palabras, tomó el lapicero con firmeza y firmó el documento, sin reparos, como si lo hiciera por obligación, no por elección.

—Listo, señora... ahora, si me disculpan, me retiraré a descansar —dijo Elara, con la voz un poco más baja, pero cargada de una determinación que no había sentido antes.

No esperaba una respuesta, y no la recibió. La mujer simplemente asintió, mientras Elara se levantaba de la mesa, con la sensación de que había perdido algo más que su dignidad en ese instante.

—Madre... ¿no crees que fuiste demasiado dura con la mujer de Tapar? —murmuró Kaya, con voz baja, pero llena de inquietud. La mujer lo miró con rabia contenida, sus ojos reflejaban la furia acumulada por años de resentimiento. A pesar de todo, Kaya sabía que no valía la pena discutir con ella. Si algo se le metía en la cabeza, no había forma de hacerla cambiar de opinión.

—Ella no pertenece aquí. Es una desconocida para la familia Vaughn —sentenció la mujer, sin un atisbo de arrepentimiento o duda en su tono.

Zahir y Nur se miraron entre sí, incapaces de comprender la dureza de su madre. No podían creer lo que acababan de escuchar, ¿cómo era posible que su madre, tan implacable, no tuviera ni una pizca de compasión hacia la esposa de su difunto hermano? La frialdad en su actitud hacia Elara era desconcertante.

—En el momento en que se casó con Tapar, es una de nosotros, madre —dijo Nur, desafiando a su madre con firmeza, sus palabras cargadas de una mezcla de desobediencia y preocupación.

La mujer lo miró con una frialdad aún más gélida, pero no dijo nada. Todos sabían que, aunque su madre pudiera imponer su voluntad, la brecha entre lo que ella deseaba y lo que sus hijos pensaban seguía creciendo. La familia Vaughn ya no era lo que solía ser, y esa tensión interna solo hacía que las heridas del pasado fueran aún más profundas.

—Kaya, tú serás quien lleve a esa mujer al aeropuerto. La quiero lejos de aquí —dijo la madre de los Vaughn, su voz firme y autoritaria, como si no hubiera espacio para discusión.

—Está bien, madre. Dejemos por hoy esto y comamos algo —respondió Zahir, tratando de desviar la atención y aliviar un poco la tensión en el aire. Estaba hambriento, y necesitaba un respiro antes de enfrentar lo que vendría al día siguiente.

Al día siguiente, la preparación para el entierro de uno de los hijos de los Vaughn estaba en marcha, con todo lo que implicaba: rituales, oraciones y una carga de luto que envolvía a la familia. Mientras tanto, Elara, la nuera, permanecía en su cuarto, atrapada en sus pensamientos. No podía dejar de pensar en lo que tenía que hacer: no podía irse sin despedirse de su esposo. No importaba lo que dijeran o lo que esperaran de ella, este era su último derecho como esposa.

Tomó un abrigo del perchero de la recámara y se lo puso rápidamente, preparándose para salir. Su atuendo consistía en un pantalón de vestir ajustado al cuerpo, con una camisa negra y un cinturón que resaltaba su figura. Caminó hacia el espejo, se observó un instante, y con la determinación en los ojos, se dijo a sí misma que debía hacerlo: despedirse de Tapar antes de partir de ese lugar.

Justo cuando estaba a punto de salir, la voz de la mujer con los ojos fríos la detuvo.

—¿A dónde crees que vas? Tu deber como esposa acabó desde anoche —dijo la mujer, con una frialdad implacable que hizo que Elara se girara lentamente hacia ella.

Elara no retrocedió, no podía permitir que su voluntad fuera anulada una vez más.

—Voy al entierro de mi esposo... y ese derecho no me lo puede sacar con una firma en un papel —dijo, desafiante, sin mostrar ni un atisbo de miedo en su rostro.

La mujer la miró fijamente, pero Elara no vaciló. Sabía que este sería su último acto de independencia en ese lugar, y no iba a permitir que nada ni nadie se lo arrebatara.

—No podemos negar que la cuñada tiene carácter, madre —dijo Nur, dejando una asfixiante incomodidad en el aire. Sus palabras flotaban en la habitación como una tensión no resuelta. La mujer, madre de los Vaughn, no respondió de inmediato, pero su rostro reflejaba una furia contenida, como si la discusión ya hubiera agotado todo lo que podía soportar.

—Kaya, la quiero lejos de aquí, ¿has entendido? —ordenó la mujer, con una autoridad inquebrantable, lo que dejó claro que no estaba dispuesta a escuchar más. El hombre solo asintió, sabiendo que no valía la pena continuar con la discusión. La mujer no tenía fuerzas para más enfrentamientos en ese momento. No era un día para hablar, solo para seguir las órdenes, y su tono lo decía todo.

—Por favor, madre, basta. Deja que se despida de mi hermano, es su derecho —expresó Kaya, intentando suavizar la situación, aunque la incomodidad seguía latente entre todos. Pero la madre no cedió, y Elara, al otro lado de la sala, sintió cómo cada palabra de esa familia se convertía en una muralla más difícil de atravesar.

El día llegó, y el entierro de Tapar Vaughn comenzó con una solemnidad inquietante. Elara caminaba detrás del féretro, sus ojos fijos en la figura de su difunto esposo.

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