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2. El Luto Y La Ira

Algunas alzaban las manos al cielo, otras inclinaban la cabeza en una muestra de respeto. La escena tenía un aire solemne, casi ritualístico, como si su llegada significara algo más profundo de lo que ella podía comprender.

Alzó la mirada hacia la cima de la imponente residencia y su respiración se agitó. Desde los balcones y ventanas, más personas la observaban en silencio, figuras envueltas en penumbras cuyos rostros apenas lograba distinguir. La sensación de ser examinada, de ser medida con expectación o juicio, la envolvió por completo.

A medida que subía los escalones de piedra, una duda punzante se instaló en su pecho. No podía evitar preguntarse si había cometido un error al acceder al pedido de la familia de su difunto esposo. Todo en aquel lugar le decía que había cruzado un umbral del que tal vez no podría regresar.

Cuando Elara llegó al primer piso de la residencia, fue recibida por una multitud de personas. Los murmullos llenaban el aire, y a su paso, rostros desconocidos inclinaban la cabeza con solemnidad.

—Mis condolencias —decían uno tras otro, dejando sus más sentidos pésames por la pérdida de un Vaughn, el hombre que había sido su esposo.

Elara apenas lograba responder con un susurro ahogado —Gracias…

Sus palabras se perdían en el ambiente, absorbidas por la atmósfera pesada de la casa. El luto no solo se sentía en los trajes oscuros, en los gestos contenidos o en las miradas sombrías, sino en las paredes mismas de aquella residencia que parecía impregnada de un dolor antiguo, de un sufrimiento arraigado.

En el centro del salón, una mujer vestida completamente de negro permanecía sentada, con un velo cubriendo su cabeza y los ojos cerrados, como si estuviera sumida en una oración silenciosa. Su porte era imponente, y su presencia exigía respeto sin necesidad de palabras.

—Azim… debemos despedir a mi hijo —elevó la voz de repente, con una entonación firme que hizo que la multitud guardara silencio al instante. Elara supo de inmediato quién era. Su suegra.

Con el corazón latiéndole con fuerza, se acercó con cautela, dispuesta a darle el pésame por primera vez. Sin embargo, antes de que pudiera siquiera inclinarse en señal de respeto, la mujer levantó una mano con un gesto abrupto, deteniéndola en seco.

Elara sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Tú eres la única culpable de que mi Tapar esté muerto —dijo la mujer con una voz impregnada de desprecio.

Elara se quedó inmóvil. No fue una acusación, fue una sentencia. Y en los ojos oscuros de su suegra no encontró dolor… solo una ira contenida que prometía no olvidarla jamás.

Elara observó a su alrededor y sintió el peso de las miradas sobre ella. Algunas eran de acusación, ojos fríos y llenos de resentimiento que parecían juzgarla sin necesidad de palabras. Otras, en cambio, la miraban con lástima, como si fuera una intrusa condenada a un destino que no comprendía del todo.

El aire en la habitación era denso, cargado de tensión. Nadie se atrevía a romper el silencio que se había instalado tras las duras palabras de su suegra.

Fue entonces cuando un hombre de mirada endurecida se acercó a la mujer de negro, inclinándose ligeramente hacia ella con un gesto de respeto.

—Madre… no es el momento. Deja que nuestra cuñada descanse —dijo con voz firme, sin titubeos.

Elara dirigió la vista hacia él. Era alto, con rasgos marcados y una expresión seria. No había dulzura en su tono, pero tampoco agresividad. Solo autoridad contenida.

La mujer permaneció en silencio por un instante, observándolo primero a él y luego a la extranjera que había osado cruzar la puerta de su hogar. Sus ojos se entrecerraron ligeramente, pero finalmente asintió con la cabeza, como si aquella discusión no mereciera más de su tiempo.

—Kadir… muéstrale la habitación de huéspedes —ordenó Kaya sin apartar la mirada de su madre.

Uno de los hombres se adelantó de inmediato y con un leve movimiento de cabeza le indicó a Elara que lo siguiera. Ella inspiró profundamente y, sin decir una palabra, comenzó a caminar tras él, sintiendo que cada paso la alejaba más de cualquier certeza que le quedara.

Elara entró en la habitación después de que el hombre que la había acompañado le mostrara el espacio donde se alojaría. A pesar de la fatiga que pesaba sobre sus hombros, no pudo evitar recorrer con la mirada cada rincón, intentando asimilar el lugar que ahora sería su refugio, al menos por esa noche.

—Si necesita algo, solo dígale a Luz y ella le traerá lo que precise —dijo Kadir, señalando con un leve gesto a la mujer que permanecía en la habitación.

Elara desvió la vista hacia ella. Luz era una mujer de mediana edad, con facciones amables y una expresión que, a diferencia de la mayoría en aquella casa, no transmitía hostilidad.

—Bienvenida, señora Vaughn —le dijo la mujer con una amplia sonrisa, su tono cálido pero contenido. Elara apenas logró esbozar un asentimiento.

Sin más que agregar, tanto Kadir como Luz se retiraron, dejándola finalmente con su privacidad.

La recién llegada se quedó de pie en medio de la habitación, sintiendo cómo el silencio se apoderaba del ambiente. Aunque el lugar parecía ordinario, con muebles de madera oscura y cortinas gruesas que impedían ver el exterior, había algo en la atmósfera que la inquietaba. No era la opulencia lo que la impresionaba, sino la sensación de que en aquellas paredes se guardaban secretos de muchos años.

Elara dejó escapar un suspiro y, con cautela, se acercó a la ventana. Afuera, la noche envolvía la residencia como un manto impenetrable. Su instinto le susurraba que aquel lugar no solo era su refugio, sino también una prisión disfrazada de hospitalidad.

Elara se sentó en la orilla de la cama por unos segundos, con la mirada aún recorriendo la habitación, como si tratara de encontrar en ella algún tipo de consuelo.

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