Ha-na preparó los documentos en su escritorio. Fua al baño a retocar su maquille, labial y su perfume. Ya era la hora del almuerzo, por lo que sus compañeros habían ido al comedor de la empresa. Solo ella estaba ahí por ser la “menos afortunada”, por ser la secretaria del CEO, Heinz Dietrich.Heinz había bajado las persianas de su ventana, haciendo que fuera imposible ver hacia adentro.Ha-na entró con los documentos y cerró la puerta con seguro. Se miraron en la distancia. Ambos sabían lo que estaba por pasar. Quedarse solo era peligroso para ellos por todo lo que podía suceder. Se quedaron viendo con anhelo, como amantes secretos. Todo había comenzado por un beso, un contrato y, ahora, eso había trascendido hasta convertirse en amantes secretos.Ha-na cerró la puerta detrás de ella, sosteniendo los documentos contra su pecho como un escudo. El silencio en la oficina de Heinz Dietrich era casi absoluto, solo roto por el suave zumbido del aire acondicionado. La atmósfera estaba cargad
Ha-na rodeó el mueble y se puso al costado, al otro lado del escritorio. Heinz se movió hacia adelante, apoyando los codos en la superficie y entrelazando los dedos; con su postura relajada, contrastaba con la intensidad de su mirada.—¿En qué requiere mi ayuda? —preguntó Ha-na con complicidad.—Aquí —dijo Heinz con naturalidad—. Revise esta parte del escrito.Heinz vio la figura esbelta de Ha-na, mientras se inclinaba en el escritorio. Su falda, medias y su camisa ahora se notaban más sugerentes. Extendió su brazo y colocó su mano en la parte inferior de la pierna izquierda. Empezó a acariciarla, percibiendo la tela en su tacto. Luego subió hacia las virtudes de Ha-na. La frotaba con suavidad y la apretaba, sin que ella se opusiera.—¿En esta parte? —preguntó Ha-na, en doble sentido.—Sí, necesito inspeccionar esta zona —respondió él, siguiendo el tono de la lasciva conversación.—Hay algo que no me cuadra en este documento —dijo él, señalando una hoja. Pero en sus ojos estaba claro
Los dos estaban atrapados en un equilibrio entre lo profesional y lo personal, entre la necesidad de mantener su compostura y el deseo de rendirse por completo al fervor. Sus expresiones lo decían todo. Heinz, con su ceño apenas fruncido y sus labios apretados en una línea fina, mostraba una intensidad que Ha-na igualaba con su mirada profunda; sus ojos oscuros brillaban en sumisión y rendición.Afuera, el mundo seguía; los empleados almorzaban, los teléfonos sonaban, pero dentro de esas cuatro paredes solo existían ellos dos. La seriedad de sus rostros contrastaba con la pasión que se percibía en el ambiente, como si incluso el aire cargado en la habitación reconociera la gravedad del momento.En un instante que se sintió suspendido entre el pasado y el futuro, Heinz se inclinó ligeramente hacia ella, su mano se detuvo por un momento sobre su espalda, como si buscara anclarla a él. Ha-na levantó la vista, y por un segundo sus miradas se encontraron de lleno, el hielo de sus ojos azul
Heinz y Ha-na se unieron y se besaron. Toda su aventura había empezado solo por besos de aquel contrato que habían hecho y, ¿en qué se había convertido? Ahora eran amantes que se entregaban al placer, incluso en el despacho, en su lugar de trabajo.Ha-na sabía que no había declaraciones de amor, ni palabras dulces, porque él siempre había sido posesivo con ella. Desde el día que él había aparecido en salón de eventos y se la había llevado, luego del desplante de su prometido. Quiso odiar a los hombres, pero ¿quién había estado con ella desde ese día? Sí, Heinz Dietrich, al que el principio odiaba por haberla obligado a darle un beso diario o debía pagarle con dinero. ¿A qué habían trascendido los ósculos? A su intimidada y ferviente pasión.El silencio envolvía la oficina, un espacio ahora cargado de emociones intensas que contrastaban con la formalidad del ambiente corporativo. Heinz y Ha-na estaban abrazados, sus cuerpos aún cálidos por el encuentro reciente. La luz tenue que se fil
La novia estaba en el cuarto de espera del hotel de eventos. Su padre estaba allí, junto a ella, aguardando el momento en que su prometido llegara al salón. Se suponía que el novio ya se debía encontrar en el sitio, esperándola en el altar. Ellos miraban la hora de forma constante en su reloj.Ha-na, que, en kanji significaba, “Flor”, y, en coreano, “La primera”. Aunque tenía otras variedades. Ella era una mujer de treinta años, cuyos padres se habían mudado a América y se habían radicado allí. Había crecido en tierras extranjeras sin ningún inconveniente, adaptándose a la cultura y las tradiciones de ese lugar. Su papá era japonés, pero viajó a la península, y fue en Corea, donde conoció a su madre surcoreana.Ha-na llevaba puesto un maravilloso vestido de bodas blanco. Su figura era esbelta, delgada. El atuendo tenía un escote en su torso que le dejaba ver su piel blanca y sus huesos de la clavícula. Su rostro era fino y con su maquillaje, aparentaba menor edad de la que tenía, como
Ha-na recordó las noches que pasaron juntos, las promesas susurradas al oído, las caricias que ahora se sentían como golpes. Cada uno de esos momentos parecía teñirse ahora de una mentira amarga, una farsa bien ejecutada por alguien que nunca la valoró realmente. Le había entregado su virginidad, su amor, su confianza... y él había pisoteado todo eso sin remordimiento alguno. Su rostro comenzó a arder de vergüenza, una vergüenza que se enredaba con la rabia y la impotencia. Podía sentir las miradas sobre ella, como si estuvieran escudriñando cada rincón de su alma desnuda. ¿Qué pensarían ahora? Que era una tonta ingenua que había caído en las trampas de un hombre sin escrúpulos. La cultura a la que pertenecía la juzgaría, no a él, sino a ella, por no haber sido lo suficientemente cautelosa, por haber permitido que alguien la engañara de esa manera.Tragó con dificultad. Su garganta dolía, como si un grito atascado la ahogara. Respiró hondo, intentando calmar el torbellino que se desata
Heinz Dietrich observaba desde la penumbra del salón. Su figura alta y solemne permanecía oculta entre las sombras mientras todos esperaban ansiosos el comienzo de la ceremonia. La sala estaba llena de flores y luces, un escenario perfecto para la boda que se suponía celebraría el amor entre Ha-na y su prometido. Sin embargo, para él, todo aquello era un maldito teatro. Sus ojos, fríos y penetrantes, se clavaron en la tarima donde ella se encontraba. Vestida de blanco, tan hermosa como la recordaba, tan intocable y etérea. Su corazón latía con furia contenida, un tamborileo constante que mantenía su cuerpo en tensión.Habían pasado años desde la última vez que la había visto. Le había perdido el rastro en todo ese tiempo. Solo había vuelto a saber de ella cuando, al decidir buscarla, se enteró de la noticia de su matrimonio. No era su acosador, ni su obsesivo vigilante. Sin embargo, en su mente, cada detalle de ella permanecía intacto. La primera vez que se cruzaron, la forma en que ha
Era un hombre acostumbrado a tener lo que deseaba, a tomar lo que consideraba suyo. Y Hana era suya. Lo había decidido desde hacía mucho tiempo, aunque ella no lo supiera. La visión de ella sentada junto a él, aún en su vestido de novia, lo llenó de una satisfacción oscura y profunda. Nadie más la tendría. Nadie más podría reclamarla. Él se había asegurado de eso cuando subió a esa tarima y la sacó de aquel lugar. La rabia que lo había impulsado se convertía lentamente en una determinación serena, en una seguridad fría que se extendía por cada rincón de su ser.El camino de la ciudad con sus autos y demás vehículos se extendía frente a ellos. La velocidad del Ferrari aumentaba, como si fuera un reflejo de la tormenta interna de Ha-na y la de su enojo, una que se apaciguaba solo al sentirla cerca. No se atrevió a mirarla de nuevo, no todavía. Sabía que ella tenía preguntas, que había confusión y quizás miedo en su interior. Tarde o temprano, entendería que esto era lo mejor, que él era