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Jugando con fuego (2da. Parte)

El mismo día

Sicilia, Palermo

Oriana

Muchos viven con la adrenalina corriendo por sus venas debido a sus ocupaciones peligrosas, pero eso no significa que estén preparados para los imprevistos. La experiencia enseña a reaccionar rápido, a tomar decisiones bajo presión, pero nunca a eliminar por completo la incertidumbre. La realidad es que, por más preparados que creamos estar, siempre hay un margen de error, una grieta en la estrategia, un instante de descuido que lo cambia todo.

Los imprevistos no llegan con advertencias. Se infiltran en lo cotidiano, en una llamada inesperada, en un cruce de miradas, en una conversación que parece inofensiva pero que oculta más de lo que muestra. Pueden venir en la forma de una curva traicionera en la carretera, de una bala perdida que nunca iba dirigida a ti, de un visitante que no debería estar aquí, pero está. Es en esos momentos cuando el instinto de supervivencia despierta, cuando el pulso se acelera y la mente trabaja con la precisión de una máquina, escaneando el entorno, buscando amenazas, anticipando movimientos.

El problema es que, aunque nos neguemos a aceptarlo, el control absoluto es una ilusión. Podemos planear, prever, calcular cada paso, pero el mundo sigue girando con su propio ritmo, indiferente a nuestros intentos de dominarlo. Hay piezas del tablero que se mueven fuera de nuestro alcance, jugadas que desconocemos hasta que ya es demasiado tarde. Y es ahí cuando nos damos cuenta de la verdad más cruel: no siempre somos los cazadores. A veces, sin darnos cuenta, ya somos la presa.

En mi ocupación, los imprevistos son solo otro día de trabajo, daño colateral, parte de este negocio. Pero siempre hay dos opciones: eliminarlos o engañarlos. Estudiar a la presa, divertirse con ella, adelantarse a sus movimientos... porque una trampa bien puesta puede marcar la diferencia entre disfrutar un trago de whisky o sentir el cañón de un arma en la sien.

Por eso vivo con los ojos bien abiertos. Cada pieza debe encajar a la perfección, pero cuando algo se sale de su lugar o surge lo inesperado, mi desconfianza se despierta. Ignorarlo sería un error garrafal; sería bajar la guardia y regalarles la oportunidad a mis enemigos de volarme los sesos. Y la aparición de este hombre... me resulta extraña. No logro entender su interés en Renato. No es su profesor, ni su entrenador, pero lo ayudó. Eso es desconcertante. Y lo peor: de la nada, se ganó la confianza de mi hijo.

Sin embargo, admito que la propuesta de Renato de ir por un helado resulta tentadora... y peligrosa. Pero ahora mismo tengo un asunto pendiente con mi suegro. Así un breve silencio reina mientras evaluó mis prioridades. Finalmente, dejo escapar la voz de mis labios.

—Hijo, no comprometas a tu amigo nuevo con tu invitación. Tal vez Adler tenga planes con su familia después del partido.

—Se equivoca, Oriana. No tengo planes con mi familia, porque no la tengo —replica Adler con calma. Luego, esboza una sonrisa nostálgica—. Como le dije, estaba viendo el partido y recordando el pasado. Solía jugar como defensa en el equipo de fútbol. Corría por estos pasillos con mis compañeros... pero el lugar ha cambiado mucho, es más moderno y amplio. Además, ya no está el viejo gruñón del director...

—¡Lo oíste, mamá! Adler puede acompañarnos —interviene Renato con emoción, sus ojos brillando de entusiasmo.

Pero yo no me dejo llevar por el impulso de mi hijo. Mantengo el control, como siempre.

—Lo siento, Renato, pero tengo asuntos de trabajo que resolver. Será para otro día el helado — digo, mirándolo con firmeza, aunque su carita decepcionada me cause una punzada de culpa. Luego, deslizo la vista hacia Adler—. Me tendrá que disculpar, tengo prisa. Y nuevamente, le agradezco por su ayuda.

Me dispongo a marcharme cuando su voz me detiene con una calma medida.

—Espere, Oriana —su voz me detiene cuando ya me estoy girando. Me mira con seguridad mientras mete la mano en el bolsillo de su pantalón—. Permítame darle mi tarjeta. Me gustaría no solo comer un helado...

Levanto una ceja, intrigada. ¡No puedo creerlo! ¿Le intereso? ¿Quiere una cita conmigo? Si es como pienso, es una técnica burda y corriente: usar a mi hijo para acercarse a mí. ¡Patético!

—Los tres —se apresura a corregir Adler, notando mi expresión. Suelta una leve risa y prosigue—. Tal vez podríamos almorzar. Conozco un sitio donde sirven unas pastas exquisitas. Llámeme y coordinamos los horarios, por favor.

Me extiende la tarjeta con naturalidad, como si no hubiera nada detrás de su propuesta. La tomo sin apuro, con una expresión que no delata ni interés ni desdén, solo una cortesía estudiada.

—Veré si es posible. Un placer conocerlo, Adler —respondo, cortante. Luego, miro a Renato—. Despídete de tu amigo.

—Adiós, Adler. Pero regresa a verme jugar, como me lo prometiste —le recuerda mi hijo, con una sonrisa.

Unos minutos después

Apenas el auto se detiene en la mansión, Renato sale disparado con esa energía imparable que solo los niños tienen. Yo agarro mi bolso, pero antes de salir del vehículo, mi voz resuena autoritaria.

—Angelo, te pago para que cuides a mi hijo. Ese es tu único trabajo —mi tono es gélido, mi mirada, como una daga que se clava en su orgullo—. No toleraré otro error como el del partido.

Mi expresión no deja espacio para la réplica.

—Recuérdalo bien… porque yo no doy segundas oportunidades. Ahora ve con él. ¡Muévete!

Angelo traga saliva.

—Disculpe, Baronesa. No tendrá otra queja sobre mi trabajo. Permiso.

Con un leve asentimiento, abandona el auto con pasos apresurados.

Ahora, solo queda Lucas sentado con las manos en el volante, esperando órdenes en silencio. Deslizo la tarjeta entre mis dedos, observándola con la atención de quien sostiene un acertijo.

—Lucas con la máxima discreción, quiero un informe de ese hombre. Quiero saber todo sobre Adler Braun —mi voz es baja, pero cargada de intención—. Empieza confirmando los datos de esta tarjeta.

No espero respuesta. Empujo la puerta del auto y avanzo hacia la entrada de la mansión con el eco de sus palabras aún en mi mente. Adler Braun. Mis pasos resuenan sobre el suelo de mármol, escucho algunos saludos de cortesía, pero los ignoro, manteniendo la mirada altiva, la pose segura, hasta que finalmente lo veo.

Ahí está Franco, fumando un tabaco con ese aire de superioridad y desdén que tanto me irrita. La brasa incandescente se aviva cuando da una calada más, con una calma exasperante, disfrutando el momento, como si midiera cada segundo de mi paciencia. Finalmente, su voz ronca rompe el silencio de la sala.

—Buenas tardes, Oriana. Debo reconocer que has hecho un gran trabajo con mi imperio, pero era de esperarse... Te enseñé bien.

Suelto una risa seca, sin humor, y cruzo los brazos.

—Te corrijo, Franco. Tú no me enseñaste nada. Tampoco me diste un manual para ser la jefa de un imperio de drogas. Me forjé sola, a punta de sangre. Y ahora que aclaramos ese punto, ¿cuál es el verdadero motivo de tu visita?

Él exhala el humo con parsimonia y me observa con una media sonrisa, disfrutando del poder que cree tener sobre mí.

—Somos familia, Oriana. Vine a ver a mi nieto…

—Ahórrate el discurso de abuelo preocupado, porque ni siquiera tu propio hijo te interesó cuando murió. —Mi tono es afilado, como un cuchillo que busca cortar cualquier ilusión de sentimentalismo—. Vayamos al grano, ¿qué haces en Palermo?

Franco suelta una risa grave y sacude la ceniza en un cenicero de cristal.

—Ya no eres la misma muchacha que conocí hace años atrás. Eso es bueno… dentro de todo. Pero no lo suficiente para expandir los territorios de mi familia. Necesitarás ayuda para enfrentar a la gente que vamos a molestar.

Entrecierro los ojos, analizándolo con cautela.

—¿Ayuda? —arqueo una ceja—. ¿O quieres ponerme un niñero? Un perro que puedas manipular a tu antojo…

Franco esboza una sonrisa calculadora antes de soltar la bomba.

—No importa cómo lo llames, te vas a asociar con él… o, mejor dicho, te vas a casar. Tengo dos nombres en mente: Carlo Costello y un magnate ruso llamado…

Sus palabras caen como una losa. Mi cuerpo se tensa, mi mente procesa el golpe durante una fracción de segundo. Y entonces, la furia me invade.

—Ni loca voy a aceptar tus imposiciones, Franco. —Mi voz es un látigo afilado—. Y mucho menos me interesa mezclarme con el cabrón de Carlo Costello. Los Costello fueron quienes enviaron a asesinar a Vito, y ahora pretendes que me case con uno de tus enemigos.

Franco apaga el tabaco con calma, sin prisa, como si ya esperara mi reacción. Su impasibilidad solo aviva mi rabia.

—Nunca encontramos nada, ni un rastro que los vincule con el asesinato de Vito. Pero… tenemos otra opción…

Doy un paso adelante, con la mandíbula tensa y los puños cerrados. La sangre me arde en las venas.

—¡Vete a la m****a, Franco! —escupo con furia—. No soy tu títere. No habrá boda.

Él se incorpora con la misma lentitud con la que apaga su cigarro, dejando que el peso de su autoridad caiga sobre mí. Su sombra se alarga, su mirada es un puñal de hielo.

—Demuestra que puedes con mi imperio de drogas. —Su tono es bajo, amenazante, cargado de veneno—. Quiero que el embarque con los colombianos sea un éxito. Un solo error… y las cosas las haremos a mi modo.

Sus ojos oscuros se clavan en los míos con una advertencia silenciosa, una que no necesita más palabras.

—¿Tenemos un acuerdo? —sus palabras me acorralan dejándome sumergida en mis pensamientos.

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