La misma noche
Sicilia, Palermo
Adler
Dicen que cuando el corazón toma las riendas, el resto del cuerpo se convierte en un simple espectador de su dictadura. Nos volvemos sordos a la razón, ciegos a las advertencias y mudos ante la prudencia. Ninguna señal nos conmueve, ningún consejo nos hace titubear. Nos encerramos en su celda invisible, ya sea por voluntad propia o arrastrados por su embrujo, y así, dominados por ese tirano impecable, avanzamos sin miedo, sin lógica, sin retorno.
No te engañes creyendo que eres inmune a su veneno. No hay muralla que lo detenga, ni fuerza capaz de doblegarlo. Es un guerrero formidable que nunca pierde una batalla. Puedes ignorarlo, desafiarlo o incluso convencerte de que lo tienes bajo control, pero basta con que encuentre un solo motivo para despertar de su letargo. Solo necesita una chispa, un latido de más, una mirada que se clave en lo más hondo, para reclamar su trono y reinar. Y cuando lo hace, no hay razón que valga, ni voluntad que resista, porque el corazón no pregunta, no espera… simplemente toma las riendas de tu vida sin pedir permiso.
Por lo general, era un hombre sensato, enfocado, alguien que no permitía que las emociones tomaran las riendas. O, mejor dicho, me había impuesto una coraza de hierro después de la muerte de mi hijo. Tal vez una parte de mí se había ido con él, o simplemente había entendido que debía seguir adelante con las heridas abiertas, sin permitir que nada ni nadie me debilitara.
Pero entonces apareció Oriana dejándome confundido, obsesionado, y con ganas de volver a verla, peor que un adolescente suspirando por su primer amor. Y no sé todavía me cuesta darle un nombre a esto. No sé sí es un simple impulso, curiosidad o algo más profundo, lo que sea hacía mucho tiempo que no me sentía así de vivo.
Tanto que me importaba una m****a lo que mi padre quisiera, menos su anhelo de casarme con una desconocida por una alianza de negocios. Sin embargo, existía un inconveniente enorme con rostro amenazante: Franco Gambino.
Sabía que un tipo como él no aceptaba desplantes ni negativas sin tomarlas como una afrenta personal. Rechazar su invitación a cenar no sería solo una descortesía; sería una declaración de guerra. Y si bien no le temía, tampoco era tan insensato como para buscar un conflicto con alguien como él sin una buena razón. Boris lo sabía, y por eso su mirada cargada de inquietud no se apartaba de mí.
El silencio se adueñó de la sala como un peso sofocante. Boris cruzó los brazos con gesto tenso, su expresión endurecida por la preocupación. Yo, en cambio, me pasé una mano por la nuca, exhalando con frustración mientras mi mente trabajaba en una salida. Finalmente, rompí el mutismo con voz ronca y cargada de fastidio.
—Boris, no te pedí consejos. Tampoco juegues al papel de hermano mayor en ausencia de mi padre. —Lo miré con frialdad, cada palabra impregnada de irritación—. Si de verdad quieres ayudarme, hazlo en vez de reprocharme por querer ver a Oriana.
Boris negó con la cabeza, su mandíbula se tensó y su voz adquirió un matiz más grave, casi un ruego disfrazado de advertencia.
—Mi deber como tu amigo es abrirte los ojos antes de que sea demasiado tarde y termines enredado con esa mujer y su hijo. Pero lo más grave es que hagas enojar a Franco Gambino con tu actitud.
Su tono severo avivó mi frustración. Mi mandíbula se contrajo y un amargo desdén se reflejó en mi rostro.
—Te escuchas como mi padre sermoneándome, y no necesito eso. —Mi mirada se afiló como una hoja al dirigirla hacia él—. Dame la dirección de Oriana. Luego llamas a Franco o, mejor aún, te presentas en su mansión con una muestra de nuestro producto y le das una excusa creíble de por qué no iré a esa maldita cena.
Boris soltó una carcajada breve y sin humor, incrédulo.
—¿Qué? ¿No escuchaste nada de lo que te dije?
Lo ignoré.
—Invéntale cualquier excusa convincente, en eso eres bueno.
El rostro de Boris se endureció. Sus labios se apretaron en una línea delgada, sus ojos oscurecidos por la molestia.
—Hagamos algo, Adler. —Su voz descendió a un tono pausado, calculador—. Yo me presentaré en la mansión de Franco, pero solo con una condición: Sí tú consigues una cita con esa mujer. De lo contrario, me acompañarás esta noche.
Deslizó su teléfono sobre la mesa hacia mí, con un gesto desafiante.
—Toma su número y llámala.
Contuve el impulso de mandarlo al diablo. Pero Boris no parpadeó, su mirada era la de un hombre que no daría marcha atrás. Un segundo de duda. Un silencio cargado de tensión. Luego, solté el aire con resignación y tomé el celular.
—De acuerdo, Boris. Lo haremos a tu manera, pero anda haciéndote a la idea de que cenarás con Franco y su protegida —solté con tono seco, fijando en él una mirada desafiante.
Boris frunció el ceño, su mandíbula se tensó con fastidio.
—¿Hablas en serio? —bufó, incrédulo, cruzando los brazos con gesto de pura frustración.
No me molesté en responderle. No tenía certezas de que Oriana aceptaría verme. Después del desastre en la escuela, lo más probable era que me mandara al carajo sin pensarlo dos veces. Pero Renato… él era mi mejor carta. Confiaba en que su insistencia podría inclinar la balanza a mi favor.
Sin darle más vueltas, saqué el celular del bolsillo y marqué su número. Mis dedos apenas titubearon, pero mi mente ya jugaba con la posibilidad de que no contestara.
El primer tono sonó. El segundo. El tercero.
El silencio que se prolongaba al otro lado de la línea empezó a irritarme, pero no iba a colgar. No todavía. Un leve nudo se formó en mi estómago, aunque lo ignoré.
¿Y si no atendía?
Un mal presentimiento me cruzó fugazmente. Por un instante, pude visualizarme atrapado en la mansión de Gambino, con cara de pocos amigos, soportando la charla pretenciosa de Franco, mientras la sombra de esa mujer desconocida con fama de desalmada y cruel se cernía sobre mí.
Pero entonces, la voz de Oriana irrumpió en la línea, entonces dije lo primero que se cruzó por mi mente para convencer de cenar juntos. Sin embargo, su silencio me tenía una agonía eterna, hasta que finalmente escuché su voz al otro lado de la línea.
—¡Hola, Adler! —exclamó con un tono algo apresurado, como si mi llamada la hubiera tomado por sorpresa—. No hacen falta las disculpas… entiendo lo que dices. También pude ver la tristeza en el rostro de Renato…
No sonaba molesta, pero tampoco cálida. Su voz tenía ese filo de cautela, de alguien que no quiere abrir demasiado la puerta.
Hizo una pausa y mi mandíbula se tensó.
Escuché el titubeo en su respiración antes de que añadiera, con evidente indecisión:
—Pero…
No la dejé terminar la frase.
—Puedes elegir el lugar para cenar. —Mi tono bajó un poco, volviéndose más suave, pero firme—. Dime dónde vernos o, si prefieres, puedo pasar a recogerlos. No sería ninguna molestia.
El silencio que siguió me hizo apretar el teléfono con más fuerza.
¡Mierda! Estaba a punto de rechazarme de nuevo. Lo sentía en la forma en que exhaló, en la duda suspendida en el aire.
Y entonces, de golpe, su voz regresó.
—Mejor nos vemos en una hora en Pomo & Pomo Sikulo Emporio. Es un restaurante en el centro de la ciudad… ¿Lo conoces?
Sus palabras me tomaron por sorpresa y por un instante, no respondí. Una sonrisa ladina empezó a dibujarse en mis labios.
—Nos vemos allí.
Corté la llamada antes de que pudiera cambiar de opinión, pero fui arrancado de mi pequeño momento triunfal por la mirada de reproche de Boris.
—Saca esa cara amargada y prepárate para una velada con Franco Gambino.
Y aquí estoy ahora ingresando al restaurant percibiendo el olor a especias, pan recién horneado y un leve toque de vino. La iluminación es tenue, con lámparas colgantes que proyectan un resplandor cálido sobre las mesas.
Avanzo con paso firme, aunque por dentro mi corazón late con fuerza descontrolada. No sé si es anticipación o el maldito miedo de haberme precipitado. Mi mirada se desliza por el lugar, escrutando cada rostro con la inquietud de un hombre que teme haber sido plantado como un idiota.
Y entonces, una voz infantil y radiante estalla entre el murmullo del restaurante.
—¡Adler!
Antes de que pueda reaccionar, Renato se me lanza encima con un abrazo sorpresivo, envolviendo mis costillas con sus pequeños brazos. Me tensa por un segundo la inesperada efusividad, pero enseguida dejo escapar una leve risa, posando una mano en su espalda.
—Era verdad lo que dijo mi mamá —exclama con entusiasmo, separándose apenas para mirarme de pies a cabeza con ojos curiosos—. ¡Te ves diferente con esa ropa de ejecutivo!
Su expresión es de genuina sorpresa. Quizá en su mente solo encajaba en la versión de mí que llevaba jeans y camisa tipo polo, no en esta imagen más formal.
—Hola, amiguito —respondo, revolviendo su cabello con suavidad—. Tú tampoco luces mal con ese atuendo.
Renato infla el pecho con orgullo, como si estuviera en una importante misión secreta.
—¿Estás mejor? ¿Cómo sigues de la pierna?
—¡Claro que sí! —dice con un aire despreocupado—. O hago como mis amigos: no me quejo para no estar encerrado en casa.
Su voz baja un poco y suelta en tono de conspiración:
—Pero no le vayas con el chisme a mi mamá, ¿eh? Si se entera, me tratará como un bebé y yo ya soy un hombre.
Suelto una leve carcajada, dándole una palmada en el hombro.
—No te preocupes, te guardo el secreto.
Su sonrisa traviesa es contagiosa, pero en el instante en que levanto la vista, todo mi cuerpo se tensa. Oriana está ahí.
Vestida con un conjunto elegante pero sobrio, su cabello enmarcando su rostro con suaves ondas. Pero no es su apariencia lo que me deja sin palabras, sino la forma en que me mira, con esa mezcla de reserva y algo más que no logro descifrar del todo.
Trago en seco, recuperando la compostura.
—Buenas noches, Oriana. Lamento la tardanza, no encontraba dónde estacionar.
—Hola, Adler —responde, su voz serena, pero sin rastro de hostilidad—. Nosotros también acabamos de llegar. ¿Vamos a la mesa?
—Por favor, adelante.
La sigo, intentando ignorar la sensación extraña que se instala en mi pecho. Esto es solo una cena, me recuerdo. Pero algo en el aire me dice que esta noche será mucho más que eso.
Unas horas más tarde
A pesar de la ligera resistencia de Oriana al inicio de la cena, poco a poco fue relajándose. No sé si ha sido el efecto de la conversación, de las anécdotas de Renato o simplemente su manera sutil de intentar conocer más sobre mí. Aunque fue una velada amena, llena de risas y recuerdos de infancia, pero incluso con esos momentos de complicidad, noté que su mirada sigue cargada de cautela.
La verdad es que Oriana es un enigma. Uno que me mantiene atrapado sin remedio, y lo peor es que cada vez que sus ojos oscuros se encuentran con los míos, siento que caigo más hondo.
Sin embargo, hay algo que sigue inquietándome: el padre de Renato. Durante la conversación, su nombre nunca ha sido mencionado, como si no existiera. ¿Qué pasó con ese hombre? ¿Por qué está ausente? Y si los abandonó, es un idiota. Renato es un niño increíble, y Oriana… Oriana es la clase de mujer que cualquier hombre querría tener a su lado. Hay una pieza que falta en este rompecabezas y no me gusta no saber cuál es.
En resumen, ahora caminamos por la playa, descalzos sobre la arena fría. La brisa nocturna acaricia nuestras ropas, y el sonido del mar acompaña nuestros pasos. Llevo los zapatos en una mano, el saco al hombro, mientras unos metros adelante Renato juega, hundiendo sus dedos en la arena húmeda con la fascinación propia de un niño que descubre tesoros en lo simple.
Oriana rompe el silencio con una voz serena, pero con un dejo de vulnerabilidad que no había mostrado antes.
—Debes pensar que soy un desastre como madre —murmura sin mirarme—, por no dedicarle más tiempo a mi hijo. Pero intento hacer lo mejor que puedo, y lo único que me consuela es ver esa sonrisa que me derrite en su rostro.
Me detengo un segundo, absorbiendo el peso de sus palabras. Su tono no es de culpa, sino de resignación, como si llevara años repitiéndose esa frase para convencerse de que está haciendo lo correcto.
—No te juzgo, Oriana —respondo con voz firme, aunque la melancolía se filtra en mis palabras—. Ser padres es difícil. La mayor parte del tiempo no sabes si estás haciendo las cosas bien, pero aun así lo intentas. Te esfuerzas por protegerlos, por darles lo mejor de ti…
Mi voz se apaga un poco, y sin darme cuenta, mi mirada se pierde en el horizonte.
—Hablas con mucha experiencia, como si tuvieras un hijo —rebate ella, arqueando una ceja con curiosidad.
La observo en silencio por un segundo, hasta que sacudo la cabeza con una sonrisa leve, sin alegría.
—No tengo hijos.
Oriana asiente con un gesto lento, como si estuviera procesando mi respuesta.
—Cambiando de tema —dice tras una breve pausa—, ahora que lo pienso, nunca te di mi número de celular. Tampoco lo hizo Renato. ¿Cómo me encontraste?
Me mira de reojo, con un brillo travieso en sus ojos, como si estuviera lanzándome un pequeño reto.
—El grupo de W******p de padres de la escuela —respondo con simpleza—. Pensé que Renato había olvidado su gorra y le pedí a una madre que me pasara tu contacto. Es todo…
Hago una pausa breve, pero la pregunta que me ha estado rondando desde que la conocí sigue ardiendo en mi lengua. Así que me atrevo.
—Y sin ser indiscreto… ¿Qué pasó con el padre de Renato? ¿Por qué no está contigo?
Oriana se tensa. Lo noto en la forma en que su mandíbula se aprieta levemente y en cómo su mirada se desvía hacia el mar. Por primera vez en toda la noche, siento que he tocado una herida aún abierta y eso …eso me deja sumergido en un laberinto de dudas.
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