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Un pacto arriesgado (1era. Parte)

El mismo día

Sicilia, Palermo                      

Oriana

Los desafíos son parte de la vida, pruebas invisibles que miden nuestras capacidades y habilidades. Pero también son un arma de doble filo: pueden elevarnos a la cima si los conquistamos o hacernos añicos cuando fallamos. Aunque, si lo pienso bien, son más que eso. Son una trampa bien disfrazada, un susurro del diablo incitándonos a dar el paso, un juego de seducción con el peligro donde, a veces, salimos ilesos y, en otras, terminamos en ruinas.

Algunos prefieren ignorarlos, por cobardía o comodidad, aferrándose a la seguridad de lo que conocen, como quien elige quedarse en la orilla viendo las olas romper una y otra vez sin atreverse a sumergirse. Otros, adictos a la adrenalina, se lanzan sin mirar atrás, sin medir la profundidad ni el alcance del impacto. Son los que viven al filo del abismo, convencidos de que el vértigo es sinónimo de vida.

Y luego está el último grupo, aquellos que diseccionan cada detalle con precisión quirúrgica, intentando controlar lo incontrolable, convencidos de que pueden doblar el destino a su voluntad. Son estrategas del riesgo, jugadores calculadores en un tablero donde las reglas cambian con cada movimiento.

La pregunta que todas nos hacemos: ¿a cuál de ellos pertenecemos? ¿Eres de las que avanzan con cautela o de las que se dejan arrastrar por la tormenta? Tal vez ni siquiera conozcas la respuesta o tal vez ya está escrita en cada una de tus cicatrices.

En mi caso particular, dejé atrás a aquella Oriana cobarde, miedosa y cómoda. La enterré sin remordimientos. En su lugar emergió mi versión temeraria, audaz y arriesgada, la única capaz de llevar las riendas del imperio de los Gambino. Así que, más allá de la furia que me provocó la propuesta de Franco para casarme con alguien que él eligiera, tenía que dejarle claro que bajo ningún concepto me doblegaría.

Sin embargo, el desgraciado sabía por dónde fastidiarme, y peor aún, cómo provocarme para que cayera en su juego retorcido. Mencionó el embarque de los colombianos con la naturalidad de quien habla del clima, pero su mirada destilaba veneno. Sabía que aquella operación era un desafío sin precedentes: kilos y kilos de droga moviéndose bajo nuestro control, una jugada maestra que marcaría la diferencia. Yo iba a demostrar, una vez más, por qué era la baronesa de la mafia. Aunque no podía negar que un solo error nos costaría la vida. Y a eso apelaba Franco, a ese margen de riesgo para intentar forzarme a hacer su puta voluntad.

Cualquiera en mi lugar hubiera cancelado el embarque, dado un paso al costado y dejado que Franco retomara el control de su imperio. Pero yo no era cualquiera. Un viejo senil no me iba a ganar, mucho menos arrebatarme lo que había conseguido a punta de esfuerzo. No, lo que realmente necesitaba era darle una lección, mostrarle que tengo más agallas que cualquier hombre.

Ante su advertencia, un silencio atronador se instaló entre nosotros. Su mirada se clavó en la mía, pesada, desafiante, buscando la más mínima señal de flaqueza. Pero no la encontró. Mi voz rompió la tensión, firme, afilada como una navaja:

—Franco, no tengo que demostrarte que puedo llevar el negocio familiar, porque lo vengo haciendo desde hace mucho tiempo. He cerrado la puta boca de tus rivales, he mantenido tu imperio a flote y lo he hecho mejor que nadie. Entonces, este arranque repentino de desconfianza no tiene cabida… O quizás es solo un síntoma de tu vejez.

Un destello de ira cruzó sus ojos. Exhaló un suspiro cargado de fastidio antes de responder:

—Oriana, mide tus palabras. Aún soy el patriarca de esta familia.

—Y yo soy quien mantiene tu legado con vida.

Franco entrecerró los ojos, observándome con esa mezcla de exasperación y retorcido respeto.

—Sí, te concedo que has hecho un buen trabajo —admitió al fin, arrastrando las palabras—. Has sabido mantener mi imperio intacto…

Sonreí con frialdad.

—Pero todavía no cumplo con tus expectativas. Sigues creyendo que nadie puede igualarte.

Hice una pausa, dejando que mis palabras se filtraran bajo su piel antes de rematar:

—Es cierto. No soy igual a ti. Soy mejor. Por eso haré una operación que nos forrará en dinero y nos colocará en el mapa del narcotráfico.

Un tenso segundo de silencio se extendió entre nosotros antes de que Franco hablara de nuevo, su voz impregnada de desafío:

—Si estás tan segura del éxito del embarque con los colombianos, entonces no dudarás en aceptar mi propuesta. Si todo sale bien, sigues al frente de mi imperio. Si es un fiasco, aceptas desposarte con quien yo elija.

El asco me recorrió la columna como un escalofrío helado, pero no parpadeé. Mantuve la cabeza en alto, mi expresión inmutable.

—No habrá errores —respondí con seguridad—. No habrá boda.

Franco sonrió, pero no de satisfacción, sino con esa maldita condescendencia suya que me hervía la sangre.

—Eso todavía no es un hecho. No cambia que deberás recibir a tus pretendientes hasta que el embarque llegue a su destino. Y en eso, no voy a ceder.

Apreté los dientes, conteniendo las ganas de maldecirlo en su cara.

—Como no me gusta dejar nada al azar ni ser tu títere, me guardo el derecho de decidir con quién compartir mi cama.

Su carcajada grave resonó en la sala, un eco de advertencia.

—Veremos, Oriana. Veremos.

La tensión quedó suspendida en el aire mientras nos medíamos en un último cruce de miradas. El juego había comenzado. Y yo no pensaba perder.

Si bien, me encerré el resto del día en mi despacho para hacer unas llamadas—o al menos fingir que lo hacía—la verdadera razón era otra: no verle la cara al cabrón de mi suegro.

Aún sigo dándole vueltas al encuentro con ese hombre en la escuela. Quizás estoy viendo fantasmas donde no los hay. Quizás es paranoia. O quizás es el peso de mi ocupación. Pero si se trata de la seguridad de mi hijo, no puedo darme el lujo de ignorar la sensación que me oprime el pecho. Algo me grita que debo tener los ojos bien abiertos con Adler Braun.

Sigo aquí, con un vaso de whisky en la mano, sintiendo cómo el líquido ardiente me baja por la garganta, mientras sé que mi destino podría cambiar en cuestión de días.

De repente, un golpe en la puerta me arranca de mis pensamientos. Levanto la mirada. Tiziano está ahí.

Su rostro delata preocupación, pero su voz no tarda en presentarse cuando aparta la silla y se deja caer en ella con un suspiro pesado.

—Oriana, sabes que me gustan los riesgos —su tono es firme, rasposo, cargado de advertencia—, pero no soy tan estúpido como para darle un arma a mi enemigo y dejar que me vuele los sesos. Y tú lo hiciste… de cierta forma.

Suelto un resoplido.

—Cómo corren los chismes —mi voz destila sarcasmo, mientras dejo el vaso sobre el escritorio con un leve golpe seco—. Aunque permíteme corregirte, Tiziano. Si acepté el desafío de Franco fue porque tengo la ventaja. No hay nada que pueda arruinar este embarque.

Me incorporo con calma, rodeando el escritorio con pasos lentos, medidos.

Tiziano entrecierra los ojos, evaluando cada uno de mis movimientos.

—Si Franco lo quiere, con una sola llamada a sus contactos te sabotea el embarque y consigue lo que anhela —asegura, su voz cargada de gravedad, esperando ver mi reacción.

Le sostengo la mirada sin inmutarme.

—Es una posibilidad —acepto con una ligera inclinación de cabeza—, pero lo conozco. Su codicia y su ego están por encima de cualquier cosa. No va a perder una fortuna solo para darme una lección. No es su estilo.

Una sonrisa burlona se instala en mis labios. Tiziano no se relaja.

—Lo que yo veo es un riesgo innecesario —insiste, cruzando los brazos—. Y lo sabes. Esa fue la razón por la que me ordenaste venir a tu casa. ¿Qué necesitas?

No pierdo el tiempo.

—Simple, debemos aminorar los riesgos del embarque. Menos hombres involucrados, menos sobornos. Quiero que hables directamente con el jefe del puerto y con el comisario. Sobre todo, necesito tener la certeza de que ninguno de nuestros chicos nos va a traicionar.

Tiziano asiente con un leve movimiento de cabeza.

—Me pondré a trabajar en eso.

Se pone de pie, pero antes de girarse hacia la puerta, se detiene con una media sonrisa socarrona.

—Antes de que me olvide… en la sala te espera uno de tus pretendientes para una velada romántica contigo. ¿Lo atenderás? ¿O primero te cambiarás de atuendo para recibirlo como se merece?

Suelto un bufido.

—No te burles de mi suerte, Tiziano. Más bien, asegúrate de hacer bien tu trabajo para que no tenga que casarme con un imbécil.

Tiziano suelta una carcajada mientras se dirige a la puerta.

—Eso depende de qué tan bien juegues tus cartas, Oriana.

Lo veo salir sin responderle. Tengo cosas más importantes en las que pensar.

Unos minutos más tarde

Si tenía que atender a los idiotas con los que Franco pretendía casarme, lo haría a mi modo. Me tomé mi tiempo. Un baño de espuma, eligiendo cada detalle de mi atuendo con precisión. No para impresionarlos. No para complacer a nadie. Lo hacía para restregarles en la cara que jamás me tendrán.

Así lista para noche peculiar, avanzo luciendo un vestido que abraza mi silueta con elegancia, mis tacones repican sobre el mármol mientras desciendo las escaleras, cada paso medido, cada movimiento deliberado. Mi mirada altiva, mi postura erguida. Nada en mí titubea, porque nada en mí se doblega.

Al llegar a la sala, la repulsión me golpea de inmediato. Carlo Costello está ahí, charlando animadamente con Franco, como si fueran viejos amigos. Dos cabrones compartiendo risas falsas en una escena que me revuelve el estómago.

Sin embargo, algo en Carlo ha cambiado.

Ahora es un hombre de unos treinta y tres años, su atractivo físico más marcado que la última vez que lo vi. Su piel bronceada, su cabello castaño oscuro y la barba meticulosamente recortada le dan la apariencia de un caballero encantador.

Pero yo sé la verdad. Esa sonrisa sardónica, esa mirada que me recorre con descaro… No es más que una rata disfrazada de hombre. Sus ojos marrones, fríos, vacíos de empatía, irradian el mismo desprecio de siempre.

Avanza hacia mí con calma, acortando la distancia sin pudor.

—Hola, Oriana. Es un gusto volver a verte —su voz empalagosa me eriza la piel, y no precisamente de agrado.

—Hola, Carlo —respondo sin esfuerzo por disimular mi fastidio—. No puedo decir lo mismo. Solo estoy aquí por mera curiosidad.

Una sonrisa ladeada se instala en su rostro.

—Tan directa y sincera como te recordaba… Pero ve acostumbrándote, pasaremos mucho tiempo juntos. Y después de la boda, vivirás conmigo.

—¿Boda? —replico con sorna, arqueando una ceja antes de girarme hacia Franco con una mueca burlona—. Franco, ¿no le has dicho a Carlo que tiene competencia? O, mejor dicho, que estoy hechizada por un magnate ruso amigo tuyo…

La mandíbula de Carlo se tensa. Su expresión se endurece, su voz se llena de rabia contenida.

—Oriana, mientras no tengas una sortija en tu dedo, todo es posible.

Franco no oculta su molestia.

—Oriana, sé amable con Carlo. Recuerda lo que charlamos. Ahora siéntate —gruñe Franco, señalando el sillón con impaciencia.

Pero no tengo tiempo para seguir este juego repugnante.

El sonido insistente de mi celular rompe la tensión.

—Debo responder. Permiso —digo con frialdad, alejándome sin esperar aprobación.

Miro en la pantalla un número desconocido. Dudo por un instante, pero la curiosidad es más fuerte y respondo.

—¿Hola? ¿Quién habla?

Del otro lado, la voz es grave, pausada, con un matiz de confianza que me toma desprevenida.

—Hola, Oriana. Soy Adler, el sujeto que conociste en la escuela de tu hijo.

Me quedo en silencio un segundo.

—Perdona que te llame, pero… me sentí mal por Renato. Estaba entusiasmado con la idea de ir por un helado. Aún podemos hacerlo… o cenar los tres, si estás libre. ¿Qué me respondes?

Levanto la vista.

En la sala, Carlo me observa con ojos oscuros y duros como el acero. Franco aprieta los labios con fastidio. Y yo…Yo sonrío mientras me sumerjo en un debate interno: aceptar la invitación de Adler o soportar la presencia de la rata de Carlo.

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