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Jugando con fuego (3era. Parte)

El mismo día

Sicilia, Palermo

Adler

Dicen que el pasado deja huellas imborrables, heridas que no cierran y errores que se adhieren a la piel como una segunda sombra. A veces, ni el tiempo es capaz de aliviarnos, solo nos vuelve expertos en fingir que seguimos adelante, cuando en realidad seguimos hundidos en lo que fue, repasando cada fallo, buscando la grieta exacta donde todo pudo cambiar.

Tal vez sea una estupidez, una manera de aferrarnos a lo que ya no existe, o quizás el miedo a soltar nos consume, como si dejar ir fuera una traición al corazón. Pero, más allá de lo que sintamos, recoger los pedazos que quedaron de nosotros nunca es fácil. Algunos lo hacen con la frialdad de quien barre vidrios rotos sin mirar atrás, otros esconden su sufrimiento tras una mirada vacía y un rostro endurecido, y los últimos prefieren ahogarse en alcohol y polvo blanco, buscando en el exceso una salida que no existe.

No puedo decir que hay una manera correcta de sobrellevar el pasado, ni que algún día seremos capaces de dejarlo atrás por completo. La verdad es que nunca desaparece, es una parte de nosotros, buena o mala, aunque no nos guste.

En lo personal, todavía me cuesta soltarlo. Todo marchaba a la perfección en mi empresa de transporte aéreo: los embarques de droga llegaban a su destino, el dinero caía como lluvia en temporada alta, y tenía una familia que lo era todo para mí. Sergei era mi sol, mi hijo, mi orgullo. Su madre, Ivana, una rubia de fuego que me volvía loco. Pero el destino no da tregua, y en un parpadeo, todo se fue a la m****a.

El diagnóstico llegó como un disparo en la oscuridad: leucemia en etapa terminal. No hubo manera de detener la enfermedad, ningún billete pudo comprarle más tiempo. Mi pequeño de seis años se apagó en menos de dos meses, y con él, todo lo demás colapsó. Lo que quedaba de mi relación con Sasha se convirtió en cenizas; cada día era una guerra, cada discusión, un recordatorio de lo que habíamos perdido. Hasta que un día, sin más despedidas ni palabras, recogió sus cosas y se marchó, dejándome solo con mi dolor y con este maldito imperio. Supongo que la frase es cierta: el dinero no compra la felicidad, solo la alquila por un tiempo.

Desde entonces, me dediqué a mantener en pie mis empresas, o al menos esa fue la forma en la que intenté sobrellevar la ausencia de Sergei. Pero la verdad era que ya no era el mismo. Algo dentro de mí se apagó el día que mi hijo murió, y desde entonces dejé de interesarme en cualquier tipo de relación con todas las letras. No porque todavía sintiera algo por Sasha—eso quedó enterrado junto con nuestro hijo—, sino porque me encerré en mi propio dolor.

Las noches solitarias se convirtieron en mi única rutina: un vaso de vodka en una mano, un habano en la otra, recostado en el sillón de mi despacho. Mi padre, por supuesto, tenía otra teoría: según él, todavía no había encontrado a la mujer que despertara a mi corazón de su letargo. Y quizás esa era la razón detrás de su repentina intromisión en mi vida. Porque, de otra manera, su propuesta audaz no tenía sentido.

Aquella noche, como tantas otras, me encontraba ultimando detalles con Vladimir sobre el último cargamento de drogas. Los números encajaban, los envíos estaban controlados y los sobornos ya habían sido repartidos. Todo en orden. Entonces, la puerta de mi despacho se abrió sin previo aviso.

Yury Ivanov entró con esa mirada calculada que conocía demasiado bien. Su porte imponente, la espalda recta como un soldado en formación, el ceño fruncido y la expresión severa… algo se traía entre manos.

—Vladimir, creo que cubrimos todos los escenarios —dije con voz firme, sin apartar la vista de los documentos—. Si algo se me escapó, estoy seguro de que podrás resolverlo solo. Puedes marcharte. Buenas noches.

Mi tono fue frío, definitivo. Vladimir asintió con la cabeza y salió sin decir una palabra. En cambio, mi padre se tomó su tiempo. Apartó la silla frente a mi escritorio con la parsimonia de quien mide cada uno de sus movimientos. Luego, se acarició la barbilla, como si buscara la manera correcta de abordar el tema.

Malo. Cuando Yury Ivanov se tomaba esas pausas teatrales, era porque estaba a punto de soltar una bomba.

—Hijo, es un poco tarde para seguir trabajando —señaló con una voz tranquila, demasiado tranquila para mi gusto—. En todo caso, deberías tomarte unos días de descanso. Viajar a Italia. Vladimir puede quedarse al frente de los embarques de droga y, por la empresa, me tienes a mí.

Arqueé una ceja, incrédulo.

—¿Me estás sugiriendo que me tomé unas vacaciones? —pregunté, apoyando los codos sobre la mesa mientras lo observaba con desconfianza—. Solo se me ocurren dos motivos: o estás senil, pero te veo lúcido, muy saludable para tu edad… o tienes segundas intenciones.

Su silencio fue respuesta suficiente.

—Habla de una vez, padre —espeté con impaciencia, recargando la espalda contra el sillón.

—Drago…

Mi expresión se endureció al instante.

—No. No me llamaste Drago y eso no es nada bueno. Tampoco me gusta ese tono condescendiente que estás usando conmigo.

—Adler, Drago… No importa cómo me refiera a ti. Eres mi hijo —insistió, con esa calma irritante que solo usaba cuando quería manipular la situación a su favor.

Mis dedos tamborilearon sobre la mesa con impaciencia.

—Ve al grano.

—Seré directo hijo. No puedes seguir soltero. Necesitas una esposa. Formar una familia. Quiero nietos antes de morirme, por esa razón me permití charlar con Franco Gambino para que desposes a su protegida…

El habano se detuvo a mitad de camino entre mis dedos y el cenicero. Parpadeé una vez. Dos veces.

—Así que me estás buscando esposa como si fuera lo más natural del mundo —solté con una risa seca y sin humor, ladeando la cabeza—. ¡Enloqueciste, padre!

Yury ni siquiera pestañeó. Se limitó a cruzar los brazos sobre el pecho, con la misma expresión severa de siempre.

—No me dejas alternativa, Adler —su voz sonó cortante, como una sentencia inapelable—. No puedes seguir atormentándote con el pasado. Sergei se murió y tú estás vivo.

Mis dedos se crisparon sobre el escritorio.

—No pronuncies su nombre —gruñí entre dientes, sintiendo cómo la rabia subía por mi garganta como un incendio descontrolado.

—Es la verdad, Adler. Te guste o no —replicó sin bajar la mirada—. Necesitas cambiar esa actitud, no puedes seguir refugiándote en el trabajo.

Inspiré hondo, tratando de contener el veneno que quería escupirle a la cara.

—¿Y tú piensas que esa mujer es la solución? —espeté, mi voz afilada como una navaja—. Es ridículo lo que propones. Ni siquiera conozco a la protegida de tu amigo.

—Por lo que he escuchado, la Baronesa es una mujer muy hermosa, inteligente… y es quien lleva las riendas del imperio de los Gambino. Un punto a favor que no puedes ignorar si queremos consolidarnos en el mercado europeo.

Bufé, frotándome las sienes con frustración.

—¿Y qué? ¿Quieres que me case con ella porque sí?

Mi padre sonrió con la seguridad de quien ya ha ganado la partida.

—Ve a Italia. Conócela. Charla con Franco. Después, tomas una decisión. —soltó con un tono práctico que me enervaba.

Apagué el habano en el cenicero con más fuerza de la necesaria. Sabía que discutir con mi padre era inútil. Él nunca proponía nada sin una razón de peso.

Lo cierto es que estoy en Palermo, pero todavía no conozco a la baronesa. Tampoco tengo intenciones de hacerlo. Absorto por la nostalgia y la melancolía de mi niñez, terminé en mi antigua escuela. Sí, unos años viví con mi madre en Italia; fue la manera en que mi padre encontró para protegernos de sus enemigos.

Volviendo a la escuela, recorrí los pasillos como un tonto y terminé en las gradas de la cancha, viendo un partido de fútbol. Por un instante, fue como ver a Sergei corriendo por los jardines de la casa. De pronto, mis pies se movieron solos al ver a un niño lesionado. Una punzada de urgencia me recorrió el cuerpo. No sé si fue el reflejo de una vieja costumbre o la imagen de Renato cruzándose en mi mente, pero de pronto, estaba allí, junto a él. Se parecía tanto a mi hijo… la misma estatura, el mismo cabello rizado y esa sonrisa tierna que desarma a cualquiera.

El niño era increíblemente carismático, y conectar con él fue tan natural como respirar. Pero entonces apareció su madre. Una mujer bellísima irrumpió en la escena con una mirada aguda, de esas que diseccionan a quien se atreve a sostenerles el desafío. Su cabello castaño oscuro caía en ondas suaves, enmarcando unas facciones intensas. Sus cejas gruesas acentuaban su expresión severa y sus labios, carmín y firmes, parecían prometer una advertencia antes que una invitación. Su piel bronceada tenía el tono de alguien que no teme al sol, de alguien fuerte, segura de sí misma.

No tardé en notar su resistencia. La vi levantar un muro entre nosotros con la misma destreza con la que uno levanta una barrera de hierro. Su desconfianza era evidente y, sin embargo, no podía apartar la vista de ella. Había algo en su energía que me atrapaba, algo feroz, indomable. ¿Era casada? ¿Dónde estaba el padre de Renato? Solté un comentario casual, disfrazado de cumplido, esperando una reacción. Su respuesta fue rápida, sin titubeos y disipó cualquier duda. Era una madre protectora, pero también… una mujer sola. Me descubrí buscando un modo de acercarme. Cuando Renato insistió en ir por un helado, vi una oportunidad. Pero ella no dudó en rechazarme con una excusa cortante sobre su trabajo.

En vez de desanimarme, su negativa avivó una chispa absurda en mi interior. Sentí la necesidad de insistir, de ver hasta dónde podía llegar con esta mujer. Antes de pensarlo dos veces, deslicé mi tarjeta en su mano con la seguridad de quien está acostumbrado a salirse con la suya, proponiendo un almuerzo. Su expresión fue impasible, pero en sus ojos vi un destello de algo. Tal vez sorpresa, tal vez diversión. No lo sé. Lo único que sé es que cuando se marchó con Renato, me dejó con la cabeza hecha un desastre. No me ocurría esto desde hacía mucho tiempo.

Dejé la escuela y me subí a mi auto. Necesitaba respuestas, y cuando necesito algo, lo consigo. Hice un par de llamadas y ahora estoy en mi departamento, con un vaso de vodka en la mano, esperando a Boris. El silencio de la habitación se rompe con pasos firmes sobre el mármol. Me sirvo otro trago cuando la voz áspera de Boris irrumpe en el aire.

—Adler, tengo noticias sobre tu pedido.

Levanto la vista con calma, el vaso aún en mi mano. Su tono es neutro, pero sus ojos reflejan cansancio.

—Eso es bueno. ¿Pudiste descubrir algo sobre Renato y su madre?

Boris resopla, dejando escapar una risa breve, cargada de ironía. Suelta la chaqueta sobre el respaldo de una silla y me mira con esa media sonrisa de quien ha tenido que moverse más de la cuenta.

—Sí, pero no fue fácil acceder a los registros de la escuela. Tienen más seguridad que el propio Kremlin.

Frunzo el ceño y tamborileo los dedos sobre el vaso.

—No exageres y dime lo que encontraste.

Boris suspira, cruzando los brazos sobre el pecho.

—El nombre completo del niño es Renato Bellucci. Su madre, Oriana Bellucci, figura como su única representante legal. Nada sobre el padre, ni siquiera en la copia de la partida de nacimiento. Vive en una de las zonas más exclusivas de Palermo. También confirmé que es dueña de una fábrica de conservas y…— hace una pausa, dándole dramatismo innecesario— no tiene novio ni amante. Bastante reservada sobre su vida privada.

Mis labios se curvan en una sonrisa ladeada mientras me reclino en el sofá.

—Boris, esta vez te superaste. Dame la dirección. Haré una visita especial.

Su expresión se endurece al instante. Sus ojos se oscurecen y su mandíbula se tensa.

—Adler, no me parece buena idea. Eso roza el acoso. Además, olvidas por qué estás aquí. Tienes una cena con Franco Gambino y su protegida. No puedes hacer semejante desplante. —Su voz es firme, pero hay un deje de resignación en ella—. Pero bueno… haz lo que quieras.

Su advertencia me deja en jaque, sumido en mis propios pensamientos, pero con la imagen de Oriana y Renato dando vueltas en mi cabeza.

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