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Jugando con fuego (1era. Parte)

El mismo día

Sicilia, Palermo

Oriana

Cualquiera puede sentarse en un trono, pero no cualquiera puede sostener la corona sin que el peso le quiebre el cuello. Gobernar no es un título, es un arte de equilibrio donde un paso en falso puede convertirte en presa. Debes aprender a caminar sobre el filo de la navaja, demostrar que tienes la ferocidad para arrancar gargantas y la frialdad para enterrar a los tuyos si es necesario. Si dudas, si titubeas, aunque sea un segundo, la balanza se inclina y la sentencia es inmediata: una bala en la sien, un puñal entre las costillas, un vaso de whisky con el amargo beso del veneno. No hay segundas oportunidades.

Existe una salida más cómoda, pero no menos letal: ser la marioneta, la sombra de un poder ajeno. Ser el títere que se mueve al compás de otros, el rey sin voz que luce la corona mientras manos invisibles mueven los hilos. Pero los títeres no envejecen en sus tronos. Cuando dejan de servir, los convierten en cenizas o los entierran en fosas sin nombre. Sin duda gobernar no es sobrevivir, es devorar antes de ser devorado.

Cuando Franco me impuso dirigir su imperio de drogas no tenía intenciones de ser su marioneta, no iba a permitir que me tratará como su empleada, menos soportar sus humillaciones, más bien una de mis exigencias fue tener el poder absoluto para mandar sobre su gente con su respaldo, también que no cuestionará, ni interviniera en mis decisiones, y por último que se retire. Al fin de cuentas estaba viejo y enfermo para sobrellevar el negocio o ese fue su argumento para obligarme a ocupar el puesto de mi difunto esposo, entonces use esa ventaja para dejarlo al margen.

No significa que el viejo ignore cada trato, cada embarque, cada alianza que hago, sé muy bien que sus perros leales siguen manteniéndolo informado de lo que hago, pero eso no me inquieta sino el motivo de haber dejado su villa en la Toscana. No fue por el negocio con los colombianos, mi instinto me dice que algo más profundo se trae entre manos Franco. Y la cara de malestar de Tiziano lo confirma, ¿Qué? Es lo que necesito averiguar.

El silencio que se extiende entre nosotros me quema. No puedo quedarme sin respuestas. Mi instinto me dice que debo estar preparada, que con Franco todo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Mis dedos tamborilean en la mesa, impacientes, mientras la tensión crece. Finalmente, Tiziano, se apiada de mí. Su voz temblorosa corta el aire, aunque intenta sonar firme.

—Oriana, solo escuché un rumor. No es una confirmación. Sabes cómo le gusta exagerar a Mauro…

La frustración crece en mi pecho y mis ojos se endurecen. No hay tiempo para rumores, para palabras vacías. Mi mirada se clava en él, tajante.

—¡Mauro! Es el único que realmente conoce cada movimiento de Franco. No son chismes, ni rumores infundados, como pretendes insinuar para evitar una confrontación. Eso no es lealtad hacia mí, Tiziano, es pura cobardía. Pareces un avestruz, enterrando la cabeza en la tierra.

Mi voz se eleva, cortante como un filo. La presión es palpable, siento el peso del poder y la rabia apoderándose de mí.

—¿Me acabas de llamar traidor? ¿Cobarde? No te lo permito.

Tiziano, visiblemente alterado, da un paso atrás, y sus ojos se llenan de furia. Yo no me dejo intimidar. Ya no soy la mujer que era, esa que temía las confrontaciones. Soy la baronesa de la mafia, y a quien no se somete, lo destruyo.

—¡Basta, Tiziano! No me manipules haciéndote el ofendido. ¡Habla ahora o te quedas sin tu noviecito!

La tensión se corta como un cuchillo. Tiziano apoya sus manos en la mesa, sus dedos temblando ligeramente. Su rostro se enrojece de frustración, pero ya no hay marcha atrás.

—No necesitas restregarme mis debilidades, Oriana, ni te atrevas a meterte con Lorenzo, soy tu sangre, tu hermano… —responde, respirando profundamente, su voz cargada de frustración.

—Habla ya, Tiziano. —Mi tono es un desafío que lo golpea como una bofetada. El control lo tengo yo ahora.

Finalmente, lo suelta, como si al decirlo ya no le doliera tanto.

—Franco quiere expandir sus territorios… consolidar el mercado europeo a través de un pacto. Tendrás que dirigir su imperio con alguien más a tu lado.

Mis ojos se estrechan. Eso es lo que me temía.

—¿Quiere ponerme un niñero? —La palabra me resbala de los labios como veneno. La traición se dibuja en mi mente, y no puedo evitar que la rabia hierva en mis venas. Aprieto los puños, conteniendo el impulso de lanzar la copa de champagne contra la pared. Respiro hondo, pero el aire entra denso, pesado, cargado de furia contenida.

—O más bien quiere apuñalarme por la espalda. —Mi voz es un filo cortante, letal—. Eso es lo que hará, entregándole en bandeja de plata lo que me ha costado tanto mantener a flote…

Tiziano se frota la cara con las manos, cansado. Yo no tengo tiempo para su cansancio, no ahora. Tengo asuntos más importantes que soportar su pose conciliadora. Agarro mi ropa del suelo, comenzando a vestirme con movimientos precisos, mientras sus palabras resuenan en la suite.

—Oriana, escucha a Franco. Después tomas una decisión, dependiendo de lo que te diga. No actúes impulsivamente —aconseja con su tono apacible, como si hablarme con calma pudiera contener la tormenta en la que me estoy convirtiendo.

Mis labios se curvan en una sonrisa fría, dura. La decisión ya está tomada. No necesito escuchar a Franco para saber lo que debo hacer. Ya estoy en el juego, y no hay marcha atrás.

—Guárdate los consejos y sé útil. —Mi mirada se clava en él, helada, sin espacio para dudas—. Averigua a quién tiene en mente Franco. Quiero conocer todo sobre ese imbécil, desde sus negocios hasta con quién se revuelca, encuentra su debilidad.

Me cuelgo el bolso al hombro, pero antes de abandonar la suite, me detengo delante de la puerta. Giro la cabeza apenas, lo suficiente para observar a Tiziano de reojo.

—Otra cosa, hermanito —suelto con indiferencia—, ocúpate de mi amante de turno, elimínalo. Se me hizo tarde para recoger a Renato.

Sin esperar respuesta, salgo de la habitación. El sonido de mis tacones resuena en el pasillo como el eco de una sentencia ya dictada, de inmediato aparecen mis guardaespaldas para acompañarme a la salida del hotel.

Unos minutos después

Detesto llegar tarde a recoger a Renato de sus prácticas de fútbol, pero hoy la ciudad es un caos. Autos tocando el claxon sin descanso, calles atascadas, el murmullo impaciente de la gente que se mueve entre el tráfico como hormigas desesperadas. Mientras tanto, intento concentrarme en el celular, dando órdenes al capitán del barco, asegurándome de que todo esté bajo control.

Lucas maniobra con precisión y finalmente estaciona frente a la entrada del colegio. Suelto un suspiro, acomodándome el bolso al hombro antes de bajar del auto. Como siempre, mis hombres escanean el entorno con la mirada entrenada de quienes saben que un segundo de distracción puede costar caro. Sin embargo, intento darle a Renato una vida lo más normal posible, pero jamás descuido su seguridad. Angelo es su sombra en la escuela, su guardián silencioso. Aun así, la inquietud nunca desaparece. El pasado sigue siendo un eco persistente en mi cabeza, recordándome lo que perdí.

Camino con paso firme hacia la cancha, intentando relajar los hombros, pero algo me frena en seco. Renato no está en el campo, corriendo con su energía inagotable. Está sentado en la banca, la pierna extendida, mientras un hombre desconocido le sostiene el tobillo y le aplica hielo.

Un escalofrío de alerta me recorre la espalda. Mis ojos escanean la escena con rapidez. ¿Quién demonios es ese hombre?

Acelero el paso con el ceño fruncido, estudiándolo de inmediato. Es alto, de unos treinta y cinco años, complexión firme, pero con una elegancia natural. Cabello castaño oscuro, ojos azules con una profundidad inquietante. Su barba y bigote bien arreglados le dan un aire seductor, pero hay algo en su expresión que me mantiene en guardia. Viste con aparente sencillez: pantalón de gabardina, camisa tipo polo y zapatos deportivos.

No es un profesor. No es un entrenador. ¿Entonces qué hace aquí?

—¡Mamá! —Renato me ve y su rostro se ilumina con una sonrisa amplia. Se levanta de golpe, pero hace una mueca de dolor y vuelve a apoyarse en el desconocido.

Mi pecho se tensa.

—Hijo, ¿Qué pasó? —pregunto con voz firme, clavando la mirada en su pierna—. ¿Por qué cojeas?

—No es nada —responde con un ademán despreocupado—. Solo un calambre. Ya estoy bien, gracias a mi nuevo amigo…

Mis ojos vuelven al hombre, observándolo con desconfianza.

—¿Nuevo amigo? —cuestiono con mi voz fría, mi ceja levantada.

El sujeto sonríe con naturalidad, pero hay una calma estudiada en su expresión. Su voz es grave, pausada, como si midiera cada palabra.

—Hola. Usted debe ser la madre de este pequeño guerrero —dice el hombre con una media sonrisa, su tono es cálido, como si acabara de presenciar una verdadera hazaña—. Es valiente, no se quejó en absoluto, incluso quería volver al partido a pesar del dolor.

Su mano grande y segura se posa sobre la cabeza de Renato, revolviéndole el cabello con una familiaridad que me crispa los nervios.

Mis labios se tensan en una fina línea mientras lo observo con atención.

—Usted y su esposo deben estar muy orgullosos de él —añade, con una afabilidad que no me relaja en absoluto.

Mi expresión permanece imperturbable, pero en mi interior, mi mente trabaja con rapidez. ¿Quién es este hombre? ¿Por qué se acerca tanto a mi hijo?

—Sí, estoy orgullosa de mi hijo —mi voz es firme, neutra, pero en mis ojos hay una advertencia clara. Lo miro fijamente, dejando que la tensión se filtre en mi tono—. ¿Es usted el nuevo entrenador?

Hay un deje de desdén en mi pregunta, lo suficiente para que entienda que no me agrada su presencia.

El hombre, suelta una breve carcajada, como si mi suposición le divirtiera.

—No, lamento decepcionarla —su voz es grave, pausada, cada palabra parece cuidadosamente elegida—. Solo estaba viendo el partido. Me llamo Adler —extiende la mano con naturalidad, pero no la tomo—. ¿Y con quién tengo el gusto?

—Oriana —respondo con frialdad, sin apartar la mirada de sus ojos azules, buscando algún rastro de mentira en ellos.

Algo en su presencia me inquieta. Es demasiado cómodo, demasiado seguro. No me gusta la facilidad con la que ha logrado ganarse la confianza de mi hijo en tan poco tiempo.

—Le agradezco por ayudar a Renato —mi tono es cortante, dando por finalizada la conversación—, pero tenemos que irnos.

—¡Mamá! Vamos por un helado con Adler, por favor —Renato me mira con esa expresión que siempre logra desarmarme, sus ojos grandes y llenos de entusiasmo, su voz ansiosa, emocionada.

Pero antes de que pueda responder, el celular vibra en mi bolso. Frunzo el ceño y lo saco, deslizando la pantalla con rapidez.

Oriana, Franco está en la mansión. Ven lo antes posible, no me hagas cubrirte las espaldas.

Mi mandíbula se tensa por la orden velada de Tiziano, pero al mismo tiempo asoma una duda, no sobre Franco, sino sobre este hombre que apenas conozco, ¿Qué busca acercándose a mi hijo? ¿Es solo casualidad y veo fantasmas donde no los hay? ¿O es uno de mis rivales?

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