IzanLa sensación de que algo estaba mal me golpeó de lleno en el pecho.Era un instinto primitivo, un murmullo en mi sangre que se retorcía como una advertencia.Llevaba toda la noche investigando, revisando archivos, contactos, tratando de descifrar qué carajos estaba ocurriendo con ese tal Dominic Ivankov.Pero con cada nueva pieza que encontraba, otra se deslizaba de entre mis dedos, haciéndome sentir como si estuviera persiguiendo sombras.Era como un fantasma, alguien con demasiadas conexiones, demasiados lazos sucios. Sabía que no era cualquier hombre de negocios que jugaba en este mundo. Era algo más. Algo peor, mi instinto me lo gritaba y si algo había aprendido en esta vida era seguir mis corazonadas.Cerré el informe de mi computadora de golpe, frotándome las sienes con furia contenida. La habitación estaba en completo silencio, salvo por el tic tac del maldit0 reloj de la pared que marcaba cada segundo como una sentencia.Algo no estaba bien.Me levanté bruscamente de la s
DanteLa llamada se cortó, pero la tensión permaneció colgada en el aire como el filo de un cuchillo.Sentí el peso del teléfono en mi mano, pero más pesado era el nudo que se formaba en mi pecho. Mi mandíbula estaba rígida, mis músculos tensos, y mi mente se llenaba de imágenes sombrías que no quería imaginar.“Trina, sola en la ciudad, Trina, vulnerable, Trina en manos equivocadas”.Maldit0 infierno.La desesperación se apoderaba de mí. Trina, aunque sanguíneamente era mi prima, para mí se trataba de mi hermana. Ella no era cualquiera, no era solo una Quintero Armone. Era el tesoro más grande de nuestra familia, la única mujer entre nosotros, la única que había sido criada con la menor cantidad de sombras posibles.Desde que éramos niños, la habíamos protegido con uñas y dientes. No queríamos que la oscuridad de nuestro mundo la tocara, no queríamos que supiera lo que significaba vivir con el miedo incrustado en la piel. Ella era luz. Nuestra luz y por ella éramos capaces de hacer l
IzanEl olor a pólvora y sangre impregnaba el aire, después de haberse detonado varios disparos.Mi respiración era un gruñido bajo, profundo, mientras giraba la cabeza en busca de nuestros guardaespaldas. Debían estar cerca.La adrenalina latía en mis venas, como un tambor de guerra, resonando con cada disparo, con cada grito ahogado de un hombre cayendo al asfalto.El pavimento estaba teñido de muerte.Dante disparaba a mi lado, su expresión endurecida, su boca en una línea recta, su mirada afilada como un cuchillo.Nos movíamos con precisión, como lo habíamos hecho cientos de veces en entrenamientos, como lo habíamos aprendido desde que dejamos de ser niños y aceptamos la sangre como nuestro legado.Di un paso adelante, pegando la espalda contra la parte trasera del auto destrozado. Si lograba llegar al otro lado, podría ver qué había pasado con nuestros hombres.Porque algo no cuadraba.Los nuestros nunca bajaban la guardia.Los nuestros nunca morían sin pelear.Me lancé hacia ade
Dante Armone.El sabor metálico de la sangre aún persistía en mi lengua. El dolor en mis costillas ardía como brasas encendidas, pero lo ignoré. No era momento de flaquear.Los recién llegados nos ayudaron a levantarnos, aunque la urgencia en sus movimientos dejaba claro que no teníamos tiempo que perder. Nos querían fuera de ahí cuanto antes.—Muévanse, no sabemos si esas personas regresan —gruñó uno de los hombres, con una mirada afilada y la voz tensa por la prisa.Nos ayudaron a subir a un par de vehículos negros, y en cuanto las puertas se cerraron, arrancaron a toda velocidad. Miré de reojo a Izan. Estaba jodido. Su rostro estaba pálido por la pérdida de sangre y la forma en que respiraba me preocupaba.—No te duermas —le advertí en voz baja, dándole un leve codazo en el brazo sano.—Que te jodan, Dante —murmuró, pero su voz carecía de fuerza.Eso me preocupó más de lo que quise admitir.La mujer, que nos ayudó, iba sentada al frente. No miraba hacia atrás, pero su postura relaj
Dominic IvankovEl aire dentro del almacén se sentía pesado, cargado de sombras y secretos; el silencio solo era interrumpido por su respiración, pausada, temblorosa.La miré de reojo.Trina se había quedado dormida a mi lado.Su cuerpo, que antes temblaba de miedo, ahora se acomodaba con una naturalidad que me jodía la cabeza.La observé en la penumbra, mi mirada recorriendo cada detalle de su rostro. Sus labios entreabiertos, la forma en que su cabello caía en suaves ondas sobre su mejilla.Me removí en mi sitio, sintiendo una presión molesta en el pecho, pero no podía apartar los ojos de ella. Su rostro estaba relajado, su pecho subía y bajaba con suavidad, y su piel… maldita sea, su piel parecía atrapar la poca luz de la habitación, dándole un aire irreal. Demasiado frágil. Demasiado pura para este mundo al que la había arrastrado.Mi mandíbula se tensó. No debía verla así.No debía fijarme en cómo su respiración se volvía más tranquila, en cómo su cuerpo buscaba instintivamente
Dominic IvankovSu cuerpo tembló bajo mis manos, una mezcla de miedo y anticipación. Su piel de porcelana erizándose con cada caricia. Sus labios se entreabrieron en un gemido silencioso mientras mis dedos se introducían entre el medio de sus piernas. La empujé contra la pared, mi aliento caliente en su cuello.—Tan obediente —susurré, mis dientes rozando su oreja. —Tan dispuesta a entregarte.Pero incluso mientras mi cuerpo respondía a su sumisión, una parte de mí se retorcía de disgusto. La imagen de aquella niña inocente seguía atormentándome, un recordatorio constante de mi propia corrupción.Nadia comenzó a desabrochar mi camisa con dedos temblorosos, sus ojos bajos en señal de sumisión. Tomé sus manos, deteniéndola.—Mírame —ordené, mi voz áspera —, no te he dicho que me desnudaras Ella alzó la mirada, sus ojos negros brillando con lágrimas contenidas. Por un instante, vi reflejado en ellos el rostro de aquella niña, suplicante. Sacudí la cabeza, intentando disipar la imagen.
TrinaEl frío fue lo primero que sentí. Se coló entre mis costillas como cuchillas afiladas, entumeciendo mi piel y haciéndome temblar de inmediato. Abrí los ojos con lentitud, tratando de acostumbrarme a la penumbra, pero el simple movimiento me mareó. Cerré los ojos de nuevo, tratando de estabilizar mi cuerpo. No pude evitar estremecerme por la baja temperatura, sin embargo, la sensación no solo venía del aire gélido que se filtraba entre las grietas del almacén, sino que parecía haber nacido en lo más profundo de mí ser, como si la desesperación y el miedo se hubieran convertido en un hielo líquido que circulaba en mi sangre.Traté de mover mis manos, pero las sentí torpes y adormecidas. Me froté los brazos en un intento inútil de recuperar algo de calor. Mis párpados pesaban, la oscuridad me envolvía como un velo espeso. Parpadeé varias veces, tratando de poder ajustar mi visión a la penumbra. Algo estaba mal.Me giré lentamente sobre la superficie dura y polvorienta del suelo.
Sus palabras se clavaron en mi pecho como el filo oxidado de un cuchillo abandonado. Dominic no soltó mi muñeca; su agarre era un grillete de carne y rencor. La cicatriz palpitaba bajo la luz de la luna, convirtiéndose en una serpiente viva que se retorcía con cada sílaba envenenada.El aire en la habitación se tornó espeso, cargado de una tensión que se podía palpar con los dedos.Sentí su aliento en mi piel, una corriente cálida que contrastaba con el frío helado que se aferraba a mi sangre.Su agarre en mi muñeca era firme, pero no lo suficiente para lastimarme. Sin embargo, la mirada que me dedicó…Esa mirada me quemó más que cualquier golpe.Un abismo de oscuridad se abría en sus ojos, un pozo profundo y sin fondo donde no existía la piedad.—Entonces, ¿quieres saber la historia de mi cicatriz? —murmuró de nuevo, su voz grave y venenosa.El sonido de su voz me hizo estremecer.Asentí, casi sin darme cuenta.Dominic inclinó la cabeza ligeramente, estudiándome con una intensidad d