Cap. 4. Más que un simple beso.

 

POV. Aris.

Nunca tuve la menor intención de conocer a Marina a fondo. Ella no era más que una pieza en mi tablero, un instrumento para alcanzar mis fines. Utilizarla y desecharla era el plan desde el principio. Sin embargo, con su cuerpo temblando entre mis brazos, había algo distinto en ella. Algo que no lograba descifrar.

Era Marina, ¿quién más podría ser? Pero esa mirada… había algo en sus ojos que me hacía fruncir el ceño. No entendía qué, pero esa sensación me molestaba, me desafiaba.

 Entonces, de repente, ella tomó la iniciativa. Nerviosa, pero decidida, unió sus labios con los míos.

Acepté su beso sin resistencia, recordándome que esto era solo parte de mi papel como el prometido perfecto, ese hombre amoroso que ella creía que era. Pero mientras sus labios acariciaban los míos, algo no encajaba. 

El sabor, la textura, incluso su manera de besar… no eran las mismas. Más allá de la confusión, me sorprendí disfrutándolo, mucho más de lo que quería admitir. Pero la inquietud persistía, y finalmente me alejé.

—Es diferente —murmuré, más para mí que para ella.

Ella rió, emitiendo un sonido nervioso y dulce que encendió un leve rubor en sus mejillas. 

Su mirada, esquiva, parecía buscar algo en el aire.

—Tal vez se sienta diferente porque estoy nerviosa —dijo en un tono ligero, casi cantarina, mientras se apretaba más a mi pecho—. Aris, amado mío, quiero dar una buena impresión esta noche. Quiero que tu abuela vea que soy la prometida perfecta.

Su voz era aguda, infantil, y me hizo perder el poco encanto que el momento había construido.

—Vamos —respondí con un tono controlado, ofreciendo mi brazo para que se sujetara.

Durante la fiesta, una elaborada farsa organizada para mi supuesta "familia", me aseguré de darle toda mi atención. 

Marina debía sentirse como una reina, debía creer que yo era el hombre enamorado dispuesto a todo por ella. Esa era la clave del plan: su lealtad ciega sería mi arma más poderosa.

Cuatro largas horas de copas interminables y saludos forzados con figuras de la élite italiana me dejaron agotado. 

Marina, que había bebido más de lo que parecía soportar, apenas podía mantenerse firme cuando tomé su mano y la conduje fuera del salón.

—Ven conmigo —le dije suavemente.

Abrí la puerta de mi habitación, diseñada con un romanticismo exagerado. Pétalos rojos cubrían el suelo, velas alineadas formaban un camino cálido y acogedor, y el ambiente estaba impregnado de un aroma dulce, casi embriagador. 

Marina jadeó, cubriendo sus labios con ambas manos como si hubiera entrado en un sueño.

—Es... es tan hermoso, Aris... No puedo creerlo —murmuró con un temblor en su voz que no era del todo de alegría.

No había tiempo para distracciones. Esto era lo que ella siempre había deseado, y yo estaba decidido a cumplir cada una de sus expectativas. Cerré la distancia entre nosotros, capturando sus labios en un beso que no le permitió hablar más. 

Callé la voz en mi interior que seguía gritándome que algo estaba fuera de lugar.

La besé como si fuera un hombre enamorado. Mis manos recorrieron su cuerpo con una ternura ensayada, mientras su aroma comenzaba a envolverme como una droga. Su piel era suave, cálida bajo mis dedos, y por un instante fugaz, casi olvidé que todo esto no era más que parte de mi estrategia.

No podía gustarme. Era absurdo, siquiera pensarlo. Pero esta Marina, esta versión de ella, no me irritaba tanto como antes.

Cuando llegó el momento de tomar lo que ella valoraba como su gran tesoro, sus ojos se encontraron con los míos, y ahí estaba otra vez: la duda.

—Por favor… yo... —su voz se quebró, pero no le di espacio para arrepentirse.

Me abrí paso en su inocencia, luchando contra mi propia mente para mantenerme en mi papel. Cada movimiento era calculado, cada caricia diseñada para ser el hombre que ella soñaba. 

Tembló bajo mi cuerpo, estremeciéndose con cada una de mis caricias. Su cuerpo alcanzó un clímax tan intenso que la dejó sin fuerzas, completamente rendida. Me entregué por completo, dando todo de mí para hacerla sentir como la mujer más especial, para llevarla a volar y perderse en un éxtasis casi irreal.

Pero lo que esperaba no llegó.

No hubo suspiros de amor eterno ni palabras llenas de devoción. Solo el silencio. Marina mordía sus labios, con sus ojos fijos en algún punto invisible del techo.

Me sentí extraño, desconcertado. Había esperado algo más… algo que, al parecer, ella no estaba dispuesta a darme.

POV. Maite.

Una sensación incómoda y desconocida me despertó de golpe, como si mi cuerpo rechazara el contacto con la realidad. Emití quejidos involuntarios, sintiendo un peso en mis extremidades que no reconocía. 

Mis párpados, pesados como plomo, se levantaron con esfuerzo, y lo que vi me dejó helada. 

Estaba acostada en una enorme cama de sábanas ajenas, desconocidas, que parecían gritarme mi error. 

Como un balde de agua helada, los recuerdos inundaron mi mente, arrancándome un jadeo. Me llevé las manos temblorosas a los labios, intentando sofocar el grito de horror que escapaba de mi garganta.

—¡Dios mío! —susurré con la voz rota—. ¿Qué he hecho? No puedo creer que haya perdido la razón de esta manera…

Las lágrimas comenzaron a arder en mis ojos, cayendo sin permiso. La idea era impensable, absurda, imposible. Pero los recuerdos estaban allí, frescos, nítidos, crueles. Aris, el prometido de Marina, mi hermana gemela… Yo en su cama. Lo recordaba todo: sus manos sobre mi piel, sus labios que reclamaban lo que no era suyo, las palabras que susurró en mi oído como una sentencia.

"Realmente no mentías cuando decías que el primer hombre en tu vida sería yo"

Un sollozo desgarrador se escapó de mis labios. La sensación de dolor y ardor en mi feminidad era prueba irrefutable de lo que había sucedido. 

Aunque no le debía lealtad a Marina, había fallado, al sentirme atraída por su prometido, y al entregarle mi pureza.

—¡¿Por qué?! —grité, desgarrada por la desesperación, mientras me golpeaba la cabeza con ambas manos. 

La imagen de mi propia miseria me resultaba insoportable; me sentía patética, humillada por la forma en que la mínima atención de Aris había bastado para que olvidara mi lugar.

— ¡¿Por qué hice esto?! —sollocé.

Me levanté tambaleándome, con las lágrimas nublándome la visión. Miré a mi alrededor, buscando alguna señal de él. No estaba allí. Eso, al menos, era un alivio. No soportaría enfrentarme a su mirada. 

Me apresuré a recoger mi ropa, mis manos temblaban tanto que apenas podía abotonar mi blusa. Sentía que mi piel ardía de vergüenza, como si el aire mismo supiera lo que había hecho.

Cuando finalmente salí de esa mansión, evadiendo las miradas de los empleados, respiré profundo y caminé como alma que lleva el diablo hasta encontrar un taxi.

—Solo debo olvidar esto… —me repetía entre suspiros temblorosos—. Olvidarlo todo y seguir con mi vida.

Intentaba convencerme de que esa era la solución, pero una voz dentro de mí no dejaba de gritar: Terminaste aquí por culpa de Marina. Ella te obligó a fingir.

Al llegar a casa de mi madre, esa casa que hacía tiempo dejó de sentirse como un hogar, toqué el timbre con la esperanza de ducharme y partir al primer vuelo disponible hacia Francia. 

La puerta se abrió de golpe, y antes de poder reaccionar, la bofetada de Marina me hizo girar el rostro.

—¡Maldita seas! —gritó con furia, sujetándome del brazo con fuerza antes de que pudiera reponerme.

—¿Qué estás haciendo? ¡Suéltame desgraciada! —forcejeé, pero ella me arrastró hasta el salón principal.

Allí estaban mi madre y mi padrastro, sentados en el sofá como si estuvieran esperando para sentenciarme. Marina me lanzó al centro de la sala, señalándome con el dedo como si yo fuera un criminal.

—Les dije, aquí está la sinvergüenza, la zorra—espetó con veneno en la voz—. Esa mujer malvada me drogó… ¡Y luego se fue a meterse a la cama de mi prometido!

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