III

 Cuando Annie y Johnny reaparecieron lo hicieron en un oscuro y siniestro laboratorio, repleto de botellas burbujeantes y tubos de ensayo.

 —Bienvenida —dijo una voz siniestra conforme Johnny y Annie salían del letargo en que el hechizo les puso al reaparecer dentro de un círculo rojo en el lugar. —Veo que cumpliste tu parte —aseguró una siniestra figura. Era un anciano siniestro de barba blanca y dedos huesudos como los de un buitre. El demonio vestía como monje y tenía una capucha de la que emergían dos cuernos de cabra.   

 —Así es, Dantalion —contestó Palmer. —Ese era el trato…

 Dantalion llevó a ambos ante su amo el Señor Chernabog, quien gobernaba uno de los círculos del infierno desde un castillo de arquitectura rusa en medio de una ciudad de casas de madera. Chernabog era un ente monstruoso parecido a una mezcla de hombre y murciélago con una extensa cornamenta en la cabeza y fulgurantes ojos rojos.

 —¡Ah, bienvenido! —expresó relamiéndose al ver a Johnny. —Veo que has realizado tu cometido, bien hecho Dantalion. Por eso eres mi mejor consejero.

 Dantalion reverenció. Había estado intercambiando mensajes con Annie gracias a una criatura similar a un cuervo, aunque más diabólica, que se sitúo en su hombro.

 —Debo suponer que nuestro invitado ya sabe su naturaleza tan especial —expresó Chernabog, a lo que Palmer respondió.

 —Sí, pero no tiene memoria de sus vidas pasadas.

 —Eso puede arreglarse. ¿Cuál es, mi estimado Dantalion, el mejor método para liberar su memoria?

 —La hipnosis por supuesto —aseguró Dantalion.

 —Bien, llévalo a tu laboratorio.

 —¿Qué hay de mi pago? —preguntó Annie Palmer altivamente.

 —Ah sí —aseguró Chernabog—, la bruja traidora que más de una vez usó sus poderes en nuestra contra… creo que mi confiable comandante de armas tiene el pago adecuado —aseguró haciendo sonar su báculo sobre el piso.

 >>Llévate a la chica al calabozo y demuéstrale porque nuestros campesinos temen nuestras torturas más que la muerte…

—¡Nunca! —renegó Palmer e hizo una invocación que la transformó en una especie de ave. Sobrevoló el salón y escapó por la ventana.

 —¡Bah! Demasiado tarde —aseguró Chernabog—, pero hagan que la busquen, no puede ir muy lejos así. Por ahora, devuélvele la memoria al dragón, Dantalion.

 —Sí, amo.

 Johnny fue llevado por los guardias de Chernabog hasta una camilla y atado a ella por duras cadenas en el laboratorio de Dantalion.

 —Ahora, ¿es cierto que no recuerdas ninguna de tus vidas pasadas?

 —Sí. Sólo recuerdo la vida que tuve en el Nueva York del siglo XXI antes de venir acá.

 —Bien, relájate… esto no dolerá —aseguró Dantalion e inició el proceso de hipnosis…

 Era el año 146 a.C. y una encarnizada batalla entre griegos y romanos se libraba en las tierras de Escarfia. Allí, bajo el ardiente sol mediterráneo, los gemidos de los heridos por las afiladas espadas, el retumbar del hierro en los escudos, y el sonido de los cuerpos colapsando sobre la verde hierba y empantanándola de sangre, llenaron el ambiente.

 La República Romana se encontraba desde hacía meses en guerra con la Liga Aquea. Las fuerzas al mando del general romano Metalo Macedónico, campeón de la victoria romana sobre el Reino de Macedonia, habían asestado un duro golpe al estratego aqueo Critolao de Megalópolis, atacándolos por sorpresa como un relámpago en medio de la noche.

 Critolao estaba en la región sofocando la revuelta de Heraclea cuando supo de la avanzada romana. Poco preparado para el evento, Critolao escapó con sus tropas pero fue interceptado en Escarfia donde Metalo llevaba por mucho la delantera.

 Al principio los griegos prestaron batalla honorablemente, pero pronto la superioridad romana quebró la moral. El caos cundió entre los griegos y sucumbieron al pánico. Acá y allá algunos huyeron, otros se rindieron, no pocos se suicidaron antes que caer prisioneros de los romanos, otros tantos fueron ultimados sin piedad. Su líder, Critolao, estuvo entre los que escaparon y nunca se le volvió a ver.

 Metalo observó complacido la batalla. El resultado había sido el esperado, solo lamentaba el escape de Critolao. Sólo esperaba que se hubiera suicidado por honor o muerto en las arenas movedizas del pantano vecino donde muchos soldados se refugiaron o perecieron de tal forma.

 La noticia de la ferocidad del ejército romano cundió velozmente entre las polis griegas y al paso triunfal de Metalo una tras otra se rendía. Metalo mostraba absoluta clemencia cuando esto sucedía y pronto se granjeó una buena reputación entre los griegos al punto que las ciudades rendidas lo recibían como un héroe lanzando flores frente a su caballo y celebrándolo por las calles.

 Pero la Liga Aquea con capital en Corinto se había endurecido ante la derrota y rechazó las propuestas de paz nombrando como su nuevo estratego al predecesor de Critolao, Dieo.

 Dieo era un hombre cruel e inflexible. Odiaba a los romanos con fervor y prefería ver destruido el mundo griego antes que someterlo al poder romano. Su primera labor fue ordenar a todos los simpatizantes de Roma o de lograr la paz arrestados y ejecutados. Docenas de intelectuales, políticos y filósofos fueron retenidos en medio del terror y los inútiles ruegos de sus familiares.

 —¿No estarás siendo demasiado duro, cariño? —preguntó su esposa Deyanira. Una hermosa mujer de origen nobiliario. —Puedes provocar una rebelión.

 —Es el trato que ameritan los traidores —aseguró mientras bebía vino observando desde la ventana de su mansión entre las columnas dóricas como los soldados cumplían sus órdenes y pasaban a cuchillo a todo aquél sospechoso de ser pro-romano, incluidos ancianos y jovenzuelos.

 Aquello le entusiasmó. Dieo sonrió y tomó a su esposa de la cintura, como enardecido por el odio a Roma. Deyanira reaccionó complacida y juntos se besaron para luego hacer el amor.

 Mientras en Beocia las fuerzas convergían en su contra. El cónsul y general romano Lucio Mumio al mando de 600 hombres de caballería y 14000 de infantería llegó al encuentro de Metalo.

 —Quizás estemos siendo imprudentes —le dijeron a Dieo en la Asamblea, quien hablaba era el prestigioso general Sosícrates. —El poderío militar de Roma es considerable, recientemente vencieron a la gran Macedonia, un reino más poderoso que nuestra liga.

 Se escucharon voces de apoyo y rechazo entre los murmullos de los asambleístas.

 —¡Deberíamos negociar la paz! —argumentó Filis de Corinto, el filósofo, un hombre ya anciano. —Los dioses saben que Roma es un enemigo formidable.

 Dieo escuchaba a estos oradores sentado en su trono, presidiendo la Asamblea. Finalmente se dispuso a hablar.

 —Grecia es la luz que ilumina la civilización occidental —aseguró poniéndose de pie. —Nuestra cultura es la superior. Nuestra civilización había conquistado medio mundo, había escrito tratados de filosofía, había descubierto ingenios maravillosos siglos antes de que los troyanos llegaran a fundar lo que hoy es Roma.

 >>¿No derrotó el griego Alejandro todo imperio de acá a India? ¿No fueron la poderosa Atenas y la Esparta guerrera quienes expulsaron de acá al mismísimo Jerjes?

 >>A veces no creo lo que oigo. Voces que nos llaman a claudicar. ¿Qué habría pasado si esto hubiéramos hecho cuando enfrentábamos al Imperio persa? ¿No seríamos hoy esclavos de Oriente? ¿No estaríamos hablando persa?

 >>¡Canallas! —gritó señalando a Filis y Sosícrates—, queréis vendernos a los enemigos de Grecia. ¡A los bárbaros! A una raza inferior. No señores, no se engañen, que ya antes hemos enfrentado a déspotas con ejércitos mayores y hemos salido victoriosos, y ésta vez no será la excepción.

  El salón estalló en vítores a favor de Dieo y el asunto se zanjó. Irían a la guerra. Una vez que se vació el lugar de la mayoría de asambleístas Dieo hizo señas a sus hombres quienes apresaron a Sosícrates y Filis para ser torturados y ejecutados.

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