Al este del Valle del Norte, cerca de la frontera con el reino vecino, se alzaba Stormhold, una ciudad fortificada conocida por sus murallas resistentes y su renombrada academia militar. Protegida contra ataques e inclemencias, Stormhold era constantemente azotada por tormentas, lo que hacía a sus habitantes tan implacables como el clima que los rodeaba. Los vigías de la ciudad, entrenados en la academia, observaban las fronteras sin cesar desde las altas torres de vigilancia. En el corazón de la ciudad, una imponente fortaleza dominaba el paisaje. Era una estructura robusta, diseñada para la defensa y operaciones militares, pero que también albergaba desde soldados hasta los nobles gobernantes de Stormhold. Entre ellos estaban el Marqués Garrick Thunderhelm y su esposa, la Marquesa Seraphine Thunderhelm, quienes ahora recibían a invitados de importancia innegable: el Conde Cedric Harrington y la Condesa Aria Harrington, el Duque Halwyn Wentworth y la Duquesa Elysia Wentworth. Y, po
Ulrich permaneció inmóvil por unos instantes, analizando la situación con cuidado. Su mirada severa recorría a los dos hombres caídos frente a él, con expresiones de desesperación grabadas en sus rostros marcados por el tiempo y el miedo. Finalmente, levantó el rostro para enfrentar a Garrik y, con voz firme, decretó:—Déjalos vivir.La sala se sumió en un silencio tenso. Garrik frunció el ceño, perplejo.—¿Majestad?Ulrich fijó la mirada en él, como si desafiara cualquier cuestionamiento.—Separa algunos hombres. Envíalos para escoltar a Aurelius y Franz hasta la frontera con el Este y déjalos cruzar.Garrik dudó por un momento antes de dar un paso adelante.—¿Está seguro, Majestad?Ulrich se sentó en su trono, el peso de su decisión evidente en la rigidez de su postura. Su mirada sombría barrió la sala antes de que respondiera:—Absolutamente.Franz, aún arrodillado, levantó las manos temblorosas en un gesto de gratitud.—Gracias por su misericordia, Majestad.Aurelius, con la voz r
Las puertas del salón del trono se abrieron, y Arabella entró con pasos cautelosos, sus ojos recorriendo el ambiente con calma. En el centro del salón, frente al imponente trono, estaban Franz Walsh y Aurelius, de pie, tensos. Lucian, sentado en el trono, tenía los dedos crispados en los apoyos dorados, su mandíbula apretada en una expresión de puro desdén. El silencio era denso como la niebla antes del amanecer. Arabella se acercó, sus pasos resonando en los escalones de mármoles. Se detuvo frente a los dos hombres y, con una mirada analítica, preguntó: —¿Y bien, qué ha pasado? Lucian no apartó la vista de los dos informantes cuando respondió, su voz baja pero cargada de amenaza: —Confirmaron. Ulrich está vivo. Arabella entrecerró los ojos. Su respiración se mantuvo calmada, pero su corazón se aceleró. —¿Es eso cierto? —preguntó, volviéndose hacia Franz. El arzobispo inclinó la cabeza, evitando la mirada de Lucian. —Sí, Alteza. Fuimos capturados y llevados a Stormhold
Lucian permaneció inmóvil, sus ojos fríos fijos en Arabella. Su semblante era una máscara de indiferencia, pero dentro de él, una tormenta se estaba formando.—Sí, recuerdo la promesa que te hice —dijo él, su voz grave y firme.Arabella sonrió, pero no era una sonrisa de satisfacción. Dio un paso adelante, su postura elegante y controlada.—Qué bueno. Porque esa no fue la impresión que me diste antes.Lucian arqueó una ceja, confundido.—¿De qué estás hablando?Ella lo miró fijamente, su mirada penetrante buscando algo en las facciones de su hermano.—Estoy hablando de ti con Phoenix. De la forma en que estabas actuando con la reina del Valle del Norte.Lucian desvió la mirada por un momento antes de alejarse de ella, con las manos cruzadas a la espalda.—Solo estaba siendo cortés. Necesitamos su confianza para que todo ocurra como lo planeamos. Solo estoy siguiendo tus propias instrucciones desde que regresaste a Aurelia.Arabella soltó una risa corta y sin humor.—Sí, pero vi la for
Arabella caminaba por los pasillos de piedra pulida con pasos firmes, las suelas de sus zapatos casi silenciosas sobre las alfombras oscuras. Sus manos, que hasta hace poco habían estado atrapadas en el cuerpo de Lucian, ahora acomodaban con precisión el vestido carmesí, tirando del corsé hacia arriba y enderezando la línea del escote. Su expresión permanecía neutra, pero por dentro… por dentro, ella sonreía.Una sonrisa venenosa, satisfecha, afloraba en sus pensamientos. Lucian siempre había sido así: inflamable, inestable y, sobre todo, impulsado por el deseo. Arabella conocía a ese hombre mejor que nadie, al fin y al cabo, era su hermano. Sabía dónde tocar, qué decir, qué recuerdos evocar para hacerlo ceder. Y él cedió. Cedió como siempre lo hacía.“Débil”, pensó ella, con una punzada de desprecio. “Pero útil.”Respiró hondo, alejando por un instante los pensamientos sobre su hermano. Ahora había una urgencia mayor. Necesitaba correr hasta los aposentos de Phoenix. El tiempo se est
Lucian arreglaba la casaca con dedos temblorosos, los ojos fijos en el suelo de piedra pulida de la sala del trono, como si allí pudiera encontrar alguna redención. Pero todo lo que veía reflejado era su propia sombra… y, con ella, el peso de lo que era. De lo que se había convertido. Ajustó el cuello, estiró la tela de sus pantalones, intentó disimular la tensión en su mandíbula, pero no servía de nada. Nada borraba aquella sensación. Sucio. Esa era la palabra. Así se sentía cada vez que cedía. Cada vez que dejaba que Arabella lo envolviera de nuevo en esa red prohibida. Era su hermana. Su carne. Su sangre. Y aun así… Lucian cerró los ojos por un instante, tratando de alejar el recuerdo, pero este llegó de todos modos, como una serpiente susurrando en su mente. La primera vez. Ella entró por esas puertas con los ojos vidriosos, los labios temblorosos, el cabello despeinado como si hubiera corrido contra el viento. Sus manos apretaban los pliegues del vestido, y su voz..
El salón del banquete estaba silencioso cuando Phoenix cruzó las puertas, con Alaric en brazos, acurrucado en su regazo como un pequeño brote de calor y vida. El niño dormía profundamente, su rostro sereno descansando contra el pecho de su madre. Lucian la seguía a su lado, con una expresión contenida, pero los ojos atentos. Arabella venía justo detrás, con pasos elegantes y una postura impecable como siempre, aunque sus ojos revelaban una tensión que intentaba disimular.Los altos candelabros proyectaban sombras suaves sobre las paredes de piedra. La larga y abundante mesa, repleta de asados, quesos, frutas y guisos humeantes, desprendía un aroma acogedor. Phoenix se acercó a una de las sillas más próximas a la cabecera, intentando acomodar a Alaric con cuidado para no despertarlo.Antes de que pudiera sentarse, Lucian se adelantó con una agilidad sorprendente y apartó la silla para ella, sus dedos rozando levemente su brazo.—Permítame —dijo él, con una voz grave y baja, casi un sus
Arabella caminaba por los corredores como una tormenta a punto de estallar. Sus pasos resonaban como latigazos en los suelos de mármol, y con cada zancada, su capa de terciopelo esmeralda ondeaba tras ella como una serpiente furiosa. Intentaba ocultar la rabia que ardía bajo su piel, pero era imposible: sus puños estaban cerrados, sus ojos entrecerrados, sus dientes apretados. Era un milagro que los corredores aún estuvieran intactos.No dijo una palabra al pasar junto a guardias o sirvientes. Solo los ignoró con una mirada gélida, como si el aire a su alrededor congelara todo lo que tocaba. Cuando llegó a la escalera que conducía a los jardines colgantes, su pecho ya jadeaba, y su mente era un torbellino de frustración contenida.Subió los escalones uno a uno, hasta sentir la brisa fría de la tarde rozar su rostro. El cielo estaba nublado, como si la propia naturaleza reflejara su estado de ánimo. Los jardines colgantes se extendían como un paraíso sobre la fortaleza, pero en ese mom