Ulrich terminó de ajustar los pantalones de montar sobre su camisa oscura, el sonido amortiguado de la tela resonando en el silencio de la habitación. Phoenix lo observaba atentamente, sus ojos siguiendo cada movimiento con una intensidad que intentaba disimular. No habían hecho nada realmente íntimo, era solo una representación – un cuidadoso juego de emociones y cuerpos cercanos, destinado a engañar a cualquiera que los estuviera observando. Aun así, algo dentro de Phoenix se había agitado, como si la línea entre lo real y la actuación comenzara a desdibujarse.No podía apartar la sensación que el toque de él, aunque leve e impersonal, había dejado en su piel. Era una conexión que se negaba a nombrar, pero que ardía en su mente como un fuego imposible de ignorar.Ulrich se giró, bajándose las mangas, sus ojos dorados fijos en ella. La mi
Ulrich estaba sentado en el sillón de cuero oscuro, con un libro descansando en sus grandes y firmes manos, observando el cuarto de Phoenix con una expresión relajada pero atenta. Fingía leer, pero su atención estaba puesta en el constante movimiento de las damas de compañía alrededor de Phoenix. El ambiente estaba cargado de tensión, aunque disimulada por gestos cuidadosos y formales. Phoenix permanecía en el centro de la habitación, evitando cualquier contacto visual con Ulrich, mientras tres de sus damas – Genevieve, Isadora y Arabella – trabajaban en su vestido. Las otras dos, Seraphina y Eloise, estaban ocupadas ordenando la habitación, moviendo objetos y cambiando las sábanas.Eloise se acercó a la cama, lista para retirar las sábanas, pero se detuvo al sentir algo extraño al tocarlas. Estaban húmedas, casi empapadas. Sus ojos se abrieron de sorpresa y miró de inmediato a Seraphina, quien solo asintió con la cabeza, como si aquello fuera la confirmación de algo que ya sospechaba
Los corredores de la mansión en Wolfpine, ahora iluminados por los últimos rayos de sol, emanaban una melancolía sutil. El sonido de los pasos de Phoenix y Ulrich resonaba en las paredes de piedra, y el peso del momento se sentía con cada paso que daban. El viaje de luna de miel tenía que continuar, y esa sería la última despedida a la mansión, al pasado que allí dejarían.Ulrich apretaba la mano de Phoenix con firmeza, pero delicadeza. Había un entendimiento silencioso entre ellos, aunque los sentimientos conflictivos pesaban en el aire. El instinto de Phoenix gritaba por soltar la mano, pero mantuvo la compostura, consciente de que las damas que los seguían justo detrás —Genevieve, Isadora, Eloise, Arabella y Seraphina— notarían cualquier duda.A medida que se acercaban a la salida, el viento fresco de la tarde envolvía a Phoenix, y el brillo de la comitiva ya preparada para partir los recibía. Al frente, el duque y la duquesa de Beaumont, Roderic y Lyanna, esperaban junto a algunos
El frío cortante de Nordheim, la capital del Valle del Norte, llenaba el aire con un silencio opresivo. Las murallas del castillo se alzaban imponentes contra el cielo gris, y la nieve caía suavemente, creando un contraste con la creciente tensión dentro de las paredes de la fortaleza. Por los pasillos, el arzobispo Franz Walsh caminaba a grandes zancadas, el rostro endurecido por la ira y las manos apretando una carta arrugada, cuyos bordes estaban casi rasgados por la fuerza con la que la sostenía. Los súbditos, al ver la expresión sombría en el rostro del arzobispo, se apresuraban a apartarse de su camino, bajando la cabeza en señal de reverencia antes de desaparecer por puertas y pasillos.La carta en su mano traía una noticia que apenas podía creer. Ulrich, el Rey Alfa, había solicitado el ritual de rechazo. La mera idea lo enfurecía, y su mente hervía con las implicaciones de esta petición. Sabía que algo debía hacerse, y rápido. Cuando finalmente llegó a la sala de los ancianos
Turin estaba sentado en el trono menor de la sala, una imponente estructura de madera oscura con detalles en plata que contrastaban con la opulencia del trono de Ulrich, el rey alfa. Sus ojos, sin embargo, estaban fijos en el arzobispo Franz Walsh, que se acercaba con pasos firmes y una mirada de determinación implacable. La sala del trono estaba silenciosa, las antorchas iluminando el ambiente con una luz tenue y titilate, proyectando sombras que danzaban en las paredes de piedra. El arzobispo se detuvo frente a Turin, y por un momento, el silencio entre ambos era casi palpable.Turin finalmente rompió el silencio, su voz baja, pero cargada de firmeza. “No puedes afirmar eso con tanta certeza, arzobispo.” Franz, sin embargo, no dudó. Sus ojos penetrantes encontraron los de Turin, y respondió sin desviar la mirada. “Ambos sabemos muy bien lo que sucederá si Ulrich regresa a Nordheim con esa... predestinada. El caos se desatará. No puedes ignorar las señales.” Turin entrecerró
Naomi se sumergió una vez más en la bañera de agua tibia, intentando relajarse. El calor abrazaba su piel ébano, mientras el aroma de hierbas suaves y pétalos de flores flotaba a su alrededor. Pero la paz nunca duraba. Desde la noche en que se casó con Turin, desde aquella maldita noche de bodas en que él reveló el secreto más devastador: la carta que él le había hecho falsificar, fingiendo ser la madre de Phoenix, una mujer que ahora sabía que estaba muerta.No podía sacarse la culpa de la cabeza. Desde entonces, su vida había sido una prisión de silencio y arrepentimiento. Phoenix jamás la perdonaría. No mientras Naomi no encontrara una forma de reparar el error. Lo había intentado. Envió varias cartas a la reina, pero hasta ahora, ninguna respuesta. Phoenix no las había recibido o, lo más probable, estaba demasiado enojada para perdonarla."Me traicioné a mí misma y traicioné a una mujer que nunca mereció esto." Estos pensamientos atormentaban a Naomi día y noche, haciendo imposibl
Naomi se miró en el espejo, sus ojos analizando cada detalle del vestido de lana gris con sutiles bordados plateados que adornaban el dobladillo y los puños. La tela pesada abrazaba su cuerpo con una gravedad cómoda, pero al mismo tiempo solemne, reflejando la seriedad de la mañana que la esperaba. Las sirvientas se movían a su alrededor con cuidado y precisión, ajustando la capa de piel gris sobre sus hombros y sujetando el broche de acero en forma de lobo, símbolo del reino de Nordheim. Una de las sirvientas le tendió los guantes de lana, y Naomi se los puso, sintiendo el calor inmediato envolver sus manos. Cada pieza de su atuendo parecía llevar un peso simbólico, como si se estuviera preparando para una batalla silenciosa, una batalla donde no habría espadas o lanzas, sino miradas y palabras disfrazadas de cortesía. Las botas de cuero gris, pulidas con esmero, tocaron el suelo frío con un ligero crujido mientras Naomi avanzaba. Finalmente, una de las sirvientas sostuvo el coll
Naomi entró en la iglesia con pasos calculados, sus sentidos alertas a cada detalle del ambiente. La atmósfera era pesada, cargada de expectativa, y el silencio entre los fieles era perturbador. El sonido de los tacones de sus botas de cuero contra el suelo de piedra resonaba por los pasillos, mezclándose con los murmullos bajos de las personas que observaban su llegada junto a Turin. Podía sentir las miradas dirigidas hacia ellos, como si estuvieran entrando en un campo de batalla invisible. Algo estaba a punto de suceder, y Naomi no sabía exactamente qué era, pero podía sentirlo en el aire.Al acercarse al centro de la iglesia, un joven paje apareció inesperadamente, inclinándose respetuosamente ante ellos. "Por aquí, mis señores," murmuró el paje, guiándolos hasta sus asientos.Sin embargo, lo que Naomi vio la hizo detenerse abruptamente. Sus ojos se abrieron de par en par por un momento al darse cuenta de que los lugares designados para ellos estaban en la primera fila, los trad